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Nunca se había sentido tan cansado en toda su vida. ¡Qué día! ¡Y aún no había terminado! Todos estaban observándole. Tanto era su cansancio que dudaba poder utilizar de nuevo su segunda vista.

El Hombre de Casco le miró desde su inmensa altura de un modo frío y distante, como sí Hresh no fuese más que una molesta bestezuela de la jungla. Sus misteriosos ojos rojos le miraban con perturbadora intensidad. Hresh creyó ver ira y desprecio, como una indudable sensación de orgullo en ellos. Pero no miedo. Ni rastro de miedo. Este extraño del casco tenía algo de heroico.

Hresh se armó de todo su valor y emitió su segunda vista. Esperó hallar cierta resistencia, algún intento de obstruir la intromisión, o de desviarla si resultaba posible. Pero con la misma fría indiferencia de siempre, el extraño sostuvo la proximidad de Hresh. Y la conciencia de Hresh se hundió fácil y hondamente en la del Hombre de Casco.

El contacto no duró más que una fracción de segundo.

En un instante, Hresh comprendió el gran poder que albergaba el alma de aquel hombre, de su fortaleza de carácter y la profundidad de su intención. También vio, durante un breve momento, una horda de muchos otros como él, una banda de guerreros apostados en una colina de espesa vegetación, todos ellos ataviados con cascos extraños y curiosos, pero todos con un diseño distinto al suyo. Entonces el contacto se rompió y se hizo la oscuridad. Hresh sintió que las piernas se le doblaban. Vaciló, tambaleó, logró girar en último momento y fue a caer de bruces a los pies de Harruel, en un salto que le dejó tendido. Fue lo último que recordó durante cierto tiempo.

Cuando despertó, estaba en brazos de Torlyri, al otro extremo de la habitación. Ella le estrechaba, le acunaba para serenarle.

Poco a poco consiguió centrar la vista y vio que Koshmar sostenía entre sus manos el casco del extraño, y lo observaba con interés. El extranjero yacía inerte en el suelo, y Harruel y Konya, aferrándolo por los pies, lo arrastraban por el cuarto con tan poca ceremonia como si se tratara de un saco de semillas.

— Hresh, no trates de incorporarte aún — murmuró Torlyri —. Primero respira hondo, recobra el equilibrio.

— ¿Qué ha pasado? ¿Adónde se lo llevan?

— Ha muerto — dijo Torlyri.

— Cayó en el mismo instante en que tocaste su mente — intervino Koshmar desde el lado opuesto de la habitación —. Igual que tú. Pensamos que ambos habíais muerto. Pero tú sólo te desmayaste. Murió antes de tocar el suelo. Fue para evitar que le interrogáramos, ¿has visto? Conocía alguna manera de suicidarse con la mente. Ahora no podremos averiguar nada sobre él — se lamentó — ¡Jamás sabremos nada.

Hresh asintió sombríamente.

Le sobrevino el pensamiento de que en cierta manera era culpa suya, que él debía previsto alguna maniobra defensiva de este tipo por parte del extranjero, que jamás tendría que haber sugerido a Koshmar el empleo de la segunda vista en el interrogatorio.

Tal vez habría sido mejor utilizar la Piedra de los Prodigios, se dijo.

Pero ¿cómo podría sospecharlo? Thaggoran lo habría sabido, pero él no era Thaggoran, tal como descubría una vez tras otra.

Soy tan joven aún, pensó Hresh con desconsuelo. Bueno. El tiempo lo remediaría.

Sintió que le vencía una inmensa tristeza. Podría haber aprendido cosas nuevas e importantes de aquel extranjero.

En cambio, sólo había contribuido a acabar con él.

Mejor no pensar en ello.

Se acercó a Koshmar, quien miraba el casco con ceño fruncido, y acariciaba los rayos dorados de modo iracundo y obstinado. Al cabo de un rato ella le miró con ojos tenebrosos y opacos.

— Tengo algo que decirte — anunció Hresh —. Acabo de regresar del corazón de la ciudad. Fui con Haniman. Descendimos a una caverna que hay debajo de un edificio, donde se encuentra una máquina de los ojos-de-zafiro, Koshmar. Una máquina que todavía funciona.

Koshmar le miró más de cerca. Sus ojos recobraron el brillo de la excitación.

— Es una máquina que sirve para mostrar imágenes del Gran Mundo — continuó Hresh —. Más que imágenes. Muestra el Gran Mundo como si fuera real. Posé las manos sobre ella, Koshmar, y utilicé el Barak Dayir. — ¿Y lograste ver algo? — preguntó.

— Sí. Algo maravilloso.

9 — EN LA CALDERA

Ese fue el comienzo de la verdadera penetración de Hresh en los misterios de la ciudad de Vengiboneeza. La máquina que había en la caverna, en la plaza de las treinta y seis torres, le había abierto las puertas. Eso, y el Barak Dayir.

Todos sabían que había realizado un gran descubrimiento. Haniman había proclamado la historia a lo largo y a lo ancho. El relato sacudía la imaginación del mas perezoso. Hresh era el centro de toda la atención. La gente le miraba como si hubiera asistido a un banquete ofrecido por los dioses.

— ¿De verdad viste el Gran Mundo? — le preguntaban, veinte veces al día —. ¿Cómo era? ¡Dímelo! ¡Cuéntame!

Pero fue Taniane quien descubrió la verdad.

— Cuando descendiste a esa cueva encontraste algo atroz. Te ha impresionado tanto que no quieres contar nada a nadie. Pero te ha cambiado, ¿no es cierto, Hresh? No sé lo que sería, pero veo los efectos. En tu espíritu hay una sombra que nunca había estado ahí antes.

La miró, sorprendido.

— Nada ha cambiado en mí — declaró con firmeza.

— Desde luego que sí. Se ve a simple vista.

— Estás imaginando — cosas.

— Puedes contármelo — le dijo lisonjera —. Siempre hemos sido amigos, Hresh. Te sentirás mejor si se lo cuentas a alguien.

— ¡No hay nada que contar! ¡Nada!

Y se aparto rápidamente de ella, como hacía siempre que temía que alguien descubriese una mentira en su rostro.

Era incapaz de compartir con nadie la fatal realidad que había descubierto en la caverna de la torre. Casi se le hacía insoportable pensar en ella. De vez en cuando la percibía como un dolor lacerante cerca del corazón y oía su áspera voz burlona que le susurraba «monito, monito, monito». Pero la revelación de la caverna era demasiado dolorosa para que Hresh pudiera afrontarla todavía. La dejó en suspenso; la relegó fuera del alcance de la conciencia.

Serenó el espíritu sumergiéndose en la exploración de las ruinas de Vengiboneeza. El esquema que la máquina y el Barak Dayir habían, creado en su mente le sirvió de guía. Cuando empleaba la Piedra de los Prodigios, los puntos de luz roja que brillaban en los círculos entrelazados le daban las claves que necesitaba. Comenzó a descubrir de forma sistemática los antiguos escondrijos donde la ciudad guardaba algunos mecanismos intactos. Ahora sabía que los tenía a su alcance; algunos en galerías, profundamente ocultos; otros casi al descubierto.

Le sorprendió que tantos tesoros hubiesen sobrevivido al Largo Invierno. Aun el metal, pensó, tendría que haberse convertido en polvo después de tanto tiempo. Y, sin embargo, allí donde miraba — ahora que conocía los lugares correctos — daba con prodigios grandes y pequeños. La mayoría de los artefactos eran demasiado grandes para que pudiera pensar en el traslado, pero con todo pudieron desplazar muchos hasta el asentamiento. En el templo se dispuso un depósito especial para almacenarlos, que no tardó en llenarse de máquinas extrañas y brillantes de misterioso funcionamiento. Hresh las examinaba con cautela. Una cosa era descubrir estos objetos, y otra muy distinta determinar cómo usarlos. Era una labor lenta, difícil y frustrante.

En torno a Hresh se fue organizando un grupo que la tribu dio en llamar Los Buscadores para ayudar al cronista en la labor de exploración y descubrimiento.

Al principio, Los Buscadores no eran más que un puñado de guardaespaldas — Konya, Orbin, Haniman — que solían ir con él para protegerlo mientras vagaba por la ciudad. Hresh los había considerado inicialmente como una molestia necesaria y nada más. Como meros portadores de armas. Pero el grupo no tardó en conocer la ciudad tan bien como él. Aunque intentó conservar el mapa sólo para sí, le resultó imposible evitar que los demás aprendieran a ir y venir por la ciudad. A veces, los otros iban de expedición por cuenta propia. Cuando vieron la fama que había ganado Hresh con sus viajes a la ciudad, se creó una especie de competición donde el premio era la celebridad. Y, ocasionalmente, también regresaban con alguna maravilla antigua, resplandeciente y diminuta, que habían hallado bajo una columna caída, o extraído de alguna bodega atestada de escombros.