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Hresh llevó su protesta a Koshmar.

— Son unos ignorantes — alegó —. Podrían estropear los hallazgos, si no estoy presente para supervisar el trabajo.

— Si se acostumbran a emplear la mente — replicó Koshmar —, dejarán de ser ignorantes. Y aprenderán a ser cuidadosos con lo que encuentran. La ciudad es tan grande que necesitamos a todos los exploradores que podamos reunir. — Y al cabo de un rato, agregó —: Necesitan sentirse importantes, Hresh. De otro modo se aburrirían y empezarían a inquietarse; y esto representaría un peligro para todos. Debemos dejarlos merodear por donde quieran.

Hresh tuvo que obedecer. Sabía cuando era mejor no discutir las decisiones de la cabecilla.

Y con el tiempo, el número de Buscadores fue creciendo. Había muchos que se sentían atraídos por las maravillas urbanas.

Un día en que registraba junto a Orbin los ricos hallazgos del distrito de Yissou Tramassilu, Hresh encontró un intrigante recipiente cerrado mediante cadenas intrincadamente trenzadas. Trató de abrirlo, pero las cadenas eran demasiado complejas y delicadas para sus gruesos dedos masculinos, o para los de Orbin. Harían falta un par de manos de mujer, mas pequeñas y más adecuadas para las labores de precisión.

Regresó con el recipiente y dejó que Taniane se ocupara de él. Los dedos de la muchacha volaron como las hojas de una hélice y en un momento logró liberar el recipiente de su cerradura. En el interior sólo habría huesos secos de algún animal, duros como la piedra, y algo de polvo grisáceo. Tal vez, cenizas.

Taniane fue a ver a Koshmar y le pidió permiso para acompañar a Los Buscadores.

— Probablemente encuentren muchas más cosas como esa cajita — argumentó —. Y las romperán o prescindirán de ellas. Tengo la vista más Penetrante que ellos, y mis dedos son más hábiles. Después de todo, sólo son hombres.

— Lo que dices es razonable — respondió.

Le dijo a Hresh que incluyera a Taniane en el grupo de exploradores la próxima vez que salieran. Esto generó sentimientos contradictorios en el joven. Taniane, quien se había convertido en una joven alta, inteligente pelaje sedoso, comenzaba a fascinarle de un modo año y perturbador que no llegaba a comprender. Su proximidad le producía una misteriosa sensación de caza y excitación, pero al mismo tiempo le estremecía una poderosa incomodidad, y a veces Hresh perdía alma hasta tal punto que debía cambiar de camino evitarla. La aceptó entre Los Buscadores porque Koshmar se lo había ordenado, pero cuando Taniane formaba parte del grupo de exploración, se cuidaba de que estuvieran también Orbin o Haniman con él. La distraían, y evitaban que se pusiera a formular preguntas molestas.

Después de Taniane, Bonlai pidió que la incluyeran en el grupo: sí Taniane podía ir, también tenían derecho las niñas, insistió. Y eso le daría la oportunidad de estar cerca de Orbin. Hresh no lo consideró conveniente, tal vez se impuso ante Koshmar. La cabecilla convino en que Bonlai era demasiado pequeña para ir de expedición. Pero Hresh no pudo plantear ninguna objeción en el caso de Sinistine, la compañera de Jalmud, lo cual ella pasó a ser la segunda mujer de la tribu que se unió al grupo.

Poco más tarde, el tímido y parco joven guerrero Praheurt quiso añadirse a ellos; y luego Shatalgit, una mujer que acababa de entrar en edad de concebir, y que a todas luces deseaba formar pareja con Praheurt. De esta forma ya eran siete Buscadores: la décima parte de la tribu.

— Siete ya es suficiente — dijo Hresh a Koshmar —. Pronto ya no habrá quien trabaje en las huertas ni atienda al ganado. Todos andaremos revolviendo entre las ruinas.

Koshmar frunció el ceño.

— ¿Hemos venido aquí para cultivar, o para encontrar los secretos del Gran Mundo que han de enseñarnos a conquistar el mundo?

— Pero ya hemos descubierto una gran cantidad de secretos…

— Que siguen siendo secretos — comentó Koshmar con acritud —. No sabes cómo usar ni una sola de las máquinas.

Hresh, tratando de sofocar su enojo replicó:

— Estoy trabajando en ello. Pero los secretos del Gran Mundo no nos servirán de nada si nos morimos de hambre mientras tratamos de aprender a usarlos. Creo que siete Buscadores son suficientes.

— Muy bien — aceptó Koshmar.

Durante todo ese tiempo no se supo nada más de los Hombres de Casco.

Harruel asumió como responsabilidad personal la tarea de vigilarlos. Estaba seguro de que en la región montañosa que se extendía al noroeste de la ciudad, había más extraños, y también de que planeaban una incursión mortífera contra la ciudad. No le cabía la menor duda de que habría guerra. En verdad, el Pueblo debería estar alistando un ejército: entrenando a los soldados, marchando, preparándose para el inminente conflicto. Pero nadie, ni siquiera Koshmar, se interesaba en ello. Por el momento, Harruel era un ejército de una sola persona. Por ausencia, ocupaba todos los rangos desde soldado raso hasta general. Y como general, cada día se enviaba a sí mismo en misión de reconocimiento por las tierras altas de Vengiboneeza.

Al principio iba solo, sin comunicar a nadie sus intenciones. Durante todo el día rastreaba las zonas en ruinas de la ciudad alta y las espesuras que se extendían por detrás, buscando a lo lejos el resplandor de los cascos.

Era una labor solitaria, pero le daba la sensación de estar cumpliendo una misión. Desde que el Pueblo se había asentado en Vengiboneeza había sentido una penosa falta de objetivos. Pero Harruel no tardó en comprender que era pueril salir solo en este tipo de incursiones. Si los enemigos regresaban, probablemente lo harían en grupo. Y a pesar de todas sus fuerzas, a duras penas podría abatir a más de dos o tres a la vez. Necesitaba algún compañero en sus marchas, de forma que si los atacaban uno pudiese huir para dar la alarma.

Al primero que intentó reclutar fue Konya. Después de todo, Konya había estado con él la vez en que atraparon al Hombre de Casco. Conocía la naturaleza del enemigo contra el cual debería luchar.

Pero para disgusto de Harruel, Konya estaba muy ocupado con el asunto de Los Buscadores que había organizado Hresh. Pasaba todo el tiempo recorriendo las ruinas de la ciudad, buscando objetos incomprensibles en lugar de entrenarse y ejercitarse como correspondía a todo guerrero. E hizo saber a Harruel que pensaba seguir saliendo de exploración.

— Si los Hombres de Casco regresan daremos cuenta de ellos sin problemas, ¿no crees? Enviaremos a Hresh a que los destruya con su segunda vista. Pero mientras tanto, estamos recuperando objetos sorprendentes de entre las ruinas.

— Estáis recuperando trastos — soltó Harruel.

Konya se encogió de hombros.

— Hresh dice que tienen valor. Dice que son los tesoros de la profecía, que nos ayudarán a conquistar el mundo.

— Si los Hombres de Casco nos aniquilan, Konya, no conquistaremos más que nuestras tumbas. Ven y ayúdame a vigilar la frontera, y deja de andar saqueando miserables cascotes.

Pero Konya no cedió. A Harruel se le ocurrió por un momento ordenarle que marchara de patrulla con él, en su calidad de rey. Pero luego comprendió que todavía no era rey de nada ni de nadie, salvo en su propia imaginación. Tal vez fuera poco inteligente poner a prueba la lealtad de Konya a estas alturas. Que Konya siguiera revolviendo cascotes con Hresh; ya recuperaría el buen juicio.