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— Me siento extraña aquí — murmuró Taniane —. Marchémonos.

— De acuerdo.

Se apartó de ella y extrajo de nuevo la Piedra de los Prodigios, sin molestarse esta vez en ocultarla. La joven la miró e hizo la señal de Yissou. En cuanto la tocó, las paredes comenzaron a arder de luz nuevamente, y se restauró la inquietante procesión de seres humanos aéreos. Vio que Taniane los contemplaba extasiada, conteniendo la respiración.

— Sueñasueños… — repitió —. Son como él. Como Ryyig. ¿Quiénes son?

Hresh no respondió.

— Creo que lo sé — aventuró Taniane.

— ¿De verdad?

— Es una idea absurda, Hresh.

— Entonces, no me la digas.

— Pues dime lo que crees tú.

— No estoy seguro — respondió Hresh —. No estoy seguro de nada.

— Estás pensando lo mismo que yo. Tengo miedo, Hresh.

Vio cómo se le erizaba el pelaje, cómo asomaban los senos estremecidos. Deseó tener el valor de atraerla y abrazarla.

— Ven — le dijo —. Ya hemos permanecido aquí lo suficiente.

La tomó de la mano y la condujo a través de la salida que había en la pared. Cuando estuvieron fuera miraron atrás, se miraron luego el uno al otro, sin pronunciar palabra. Nunca había visto a Taniane tan conmocionada. Y en su propia imaginación seguía flotando sobre él aquella extraña procesión de sueñasueños misteriosos, mágicos, hechiceros, diciéndole una vez más lo que no deseaba oír.

Volvieron en silencio por el camino resbaladizo y desigual. Ido se dijeron nada durante todo el trayecto hasta el asentamiento.

Mientras se acercaban, oyeron gritos airados, exclamaciones en voz alta, chillidos burlones de los monos de la jungla. Habían ocupado el lugar, se balanceaban por docenas y colgaban de los tejados.

— ¿Qué sucede? — preguntó Hresh, al ver a Boldirinthe corriendo con la espada en mano.

— ¿Acaso no lo ves?

Weiawala, que venía tras ella, se detuvo a explicárselo. Los monos habían llegado para lanzarles unos nidos frágiles de cierta clase de insectos. Cuando chocaban contra el suelo, las colmenas se partían y liberaban enjambres de unos bichos molestos, brillantes y de largas patas, rojos, con un aguijón que penetraba muy hondo en la piel. Al picar, dejaban un escozor ardiente como una brasa al rojo vivo, y no había forma de arrancar los aguijones, si no se hacía con un cuchillo. Monos e insectos habían invadido el asentamiento. Los primeros chillaban y reían en lo alto, y de vez en cuando arrojaban otro nido. Toda la tribu se afanaba por alejarlos y cercar a las criaturas urticantes.

El asentamiento no volvió a estar en calma hasta al cabo de varias horas. Para entonces, a nadie parecía importarle dónde había estado o qué había hecho Hresh. Más tarde vio a Taniane sentada sola, con la mirada perdida en la distancia. Cuando Haniman se acercó para decirle algo, ella le detuvo con un gesto de enfado y se marchó de la habitación.

En lo alto de la ladera del Monte Primavera había una cresta dentada donde Harruel solía situarse para hacer guardia sobre Vengiboneeza. Pendía como una terraza sobre la ladera montañosa. Al mirar desde allí, veía un tramo por el cual deberían pasar los invasores al descender de la cima. Y desde esa atalaya también dominaba la ciudad entera, que se extendía a sus pies como un mapa de ella misma.

Allí solía pasar horas enteras, aun bajo la lluvia, encaramado en la horquilla de un enorme árbol de tronco lustroso y hojas rojizas triangulares. Últimamente había vuelto a andar solo por las montañas. Sus reclutas, sus soldados, se habían convertido en un fastidio, pues advertía la impaciencia que los consumía, su falta de convicción en el supuesto ataque enemigo.

Ahora solían acosarle pensamientos oscuros. Se sentía atrapado en una especie de sueño en el cual nadie podía moverse. Los meses y los años iban transcurriendo, y él permanecía confinado en esta vieja ciudad en ruinas tal como antaño lo había estado en el capullo. En cierta forma, en el capullo no le había importado que cada día fuera exactamente como el anterior. Pero allí, donde el mundo entero se extendía a su alcance, Harruel se sentía consumido por la impaciencia. Había llegado a la convicción de que estaba destinado a grandes empresas. Pero ¿cuándo comenzaría a lograrlas? ¿Cuándo? ¿Cuándo?

Durante el largo período de lluvias, estos pensamientos habían ido socavándolo hasta que se convirtieron en una urgencia intolerable. Pasaba días enteros en la horquilla del árbol, mojado, furioso. Miraba con el ceño fruncido el asentamiento que se extendía a sus pies y rumiaba su desprecio por la gente de la tribu, mediocre y apocada. Miraba con el ceño fruncido la montaña que se erigía sobre él, y desafiaba a esos invasores que se obstinaban en no aparecer. Se convirtió en un hombre duro y violento. El cuerpo le dolía y la mente le palpitaba. De vez en cuando descendía y cogía frutas de los árboles cercanos. Más de una vez atrapó algún animal pequeño con las manos desnudas, y después de matarlo lo devoraba crudo.

Una noche permaneció acuclillado en su árbol hora tras hora, a pesar de que la lluvia torrencial no daba señales de amainar. ¿Para qué volver a casa? Minbain estaba ocupada con el pequeño. No mostraba el menor interés en copular. Y al menos la lluvia mitigaba su ira.

Por la mañana, la luz del sol le azotó como un golpe en la boca. Harruel parpadeó entumecido, abrió los ojos y se sentó, preguntándose dónde estaba. Luego recordó que había pasado la noche sobre el árbol.

Por un alarmante momento le pareció distinguir cascos de rayos dorados a la izquierda, a lo largo del borde dentado del risco. ¿Por fin se había iniciado la invasión? No. No. Sólo era la luz de la mañana, baja sobre el horizonte, reverberando sobre las mínimas gotas de rocío que había sobre cada hoja.

Se arrojó al suelo y se encaminó renqueando hacia la ciudad en busca de algo para comer.

Cuando estaba a mitad de la ladera, vislumbró una figura. Al principio pensó que se trataría de Sachkor o de Salaman, que venían a buscarlo ahora que la lluvia había cesado. Pero no: era una mujer. Una doncella. Alta y delgada, con el pelaje de un negro inusualmente profundo. Después de un instante, Harruel la reconoció: era Kreun, la amada de Sachkor, hija de la vieja Thalippa. Le hacía señas, le llamaba.

— ¡Busco a Sachkor! ¿Está contigo?

Harruel la contempló sin responder. Muchos años atrás, había copulado con Thalippa en una ocasión. Por entonces Thalippa era una mujer muy fogosa. Después de tanto tiempo, el recuerdo asomó desde las profundidades de su mente. Le había arañado con las uñas, esa Thalippa. Recordó su olor fuerte, dulce y embriagante.

¡Qué sorprendente, recordarlo después de tantos años! Desde entonces había transcurrido casi la mitad de su vida.

— Nadie sabe dónde está — continuó Kreun —. Ayer por la mañana estuvo aquí y luego desapareció. Fui al edificio de los jóvenes, pero no estaba allí. Salaman sugirió que podía estar contigo, aquí en las montañas.

Harruel se encogió de hombros. En otro momento eso le hubiese llamado la atención. Pero ahora un hechizo extraño se había apoderado de él.

— Ha pasado tanto tiempo, Thalippa…

— ¿Qué?

— Ven aquí. Acércate. Déjame mirarte, Thalippa.

— Soy Kreun. Thalippa es mi madre.

— ¿Kreun? — dijo como si fuera la primera vez que oía ese nombre —. Ah, sí. Kreun.

Sintió que un calor ardiente se encendía entre sus piernas. Un dolor terrible le adormeció. Días y días en ese árbol y ahora una noche entera, sentado bajo la lluvia. Y todo por esa gente imbécil, por ese pueblo estúpido e incauto. Protegiendo a los demás de un enemigo en el cual se negaban a creer. Y mientras su vida transcurría ociosamente, el mundo entero le aguardaba.