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Torlyri se encogió de hombros.

— ¿Y si así fuera? ¿Qué hay de malo en ello?

— Tiene responsabilidades, Torlyri.

— Es un niño que se está convirtiendo en un hombre. ¿Acaso pretendes arrebatarle la juventud? Que se entrelace cuanto quiera. Que se aparee, si eso es lo que desea. Que tome una compañera incluso.

— ¿Compañera? ¿El cronista?

— Estamos en la Nueva Primavera, Koshmar. No hay necesidad de limitarlo a las viejas costumbres…

— El anciano no debe formar pareja — dijo Koshmar con firmeza —. Ocurre igual que con la cabecilla o la mujer de las ofrendas. Entrelazarse, sí. Incluso aparearse, si lo desean. Pero ¿formar pareja? ¿Cómo sería posible? Los dioses nos escogen como personas distintas de los demás. — Koshmar meneó la cabeza —. Nos hemos apartado del tema. ¿Cuándo piensas realizar la iniciación de Hresh?

— Dentro de dos días. Tres a lo sumo. Si no tiene nada importante entre manos.

— Bien — asintió Koshmar —. Hazlo cuanto antes. Y comunícamelo cuando haya tenido lugar. Entonces tendremos que vigilarle para observar si hay algún cambio.

— Estoy segura de que no cambiará. Recuerda que posee el Barak Dayir, Koshmar. ¿Crees que un entrelazamiento puede afectarle más que la Piedra de los Prodigios?

— Tal vez. Tal vez.

Se produjo un silencio incómodo.

— ¿Koshmar? — se atrevió Torlyri por fin.

— ¿Sí?

— ¿Sigues con ganas de entrelazarte? — preguntó Torlyri, vacilante.

— Desde luego — replicó, más tierna, más ávida.

— Antes de que lo hagamos, una pregunta.

— Adelante.

— Has dicho que la mujer de las ofrendas no debía formar pareja…

Koshmar la miró a los ojos. Esto era algo nuevo. No sospechaba que la situación hubiese ido tan lejos.

— Nunca antes se ha hecho — declaró con frialdad —. Ni la cabecilla, ni el cronista, ni la mujer de las ofrendas. Se apareaban cuando lo deseaban. Y se entrelazaban, desde luego. Pero nunca formaban pareja. Nunca. Formamos una casta distinta.

— Sí. Sí, lo sé.

Y de nuevo, otro silencio desagradable.

— ¿Me estás pidiendo permiso para tomar a Lakkamai como compañero, Torlyri? — dijo Koshmar finalmente.

— A ambos nos gustaría formar pareja, sí — reconoció Torlyri con cautela.

— Me estás pidiendo permiso…

Torlyri sostuvo su mirada.

— Es la Nueva Primavera, Koshmar.

— ¿Quieres decir que no consideras imprescindible mi consentimiento? ¡Di lo que estás pensando, Torlyri! ¡Di lo que sientes!

— Nunca antes había sentido nada parecido.

— De eso no me cabe duda — dijo Koshmar con aspereza.

— ¿Qué debo hacer, Koshmar?

— Cumple con tus obligaciones para con los dioses y el pueblo — respondió Koshmar —. Lleva a Hresh para su iniciación. Haz las ofrendas cotidianas. Concede tu bondad a todos los que te rodean, como siempre has hecho.

— ¿Y con Lakkamai?

— Con Lakkamai haz lo que quieras.

Por tercera vez, Torlyri permaneció en silencio. Koshmar no hizo nada por romperlo.

— ¿Quieres entrelazarte conmigo ahora, Koshmar? — se ofreció Torlyri finalmente.

— En otra ocasión — rechazó Koshmar —. En realidad, hoy estoy muy cansada y creo que no sería un buen entrelazamiento. — Le dio la espalda. Con desolación, añadió —: Te deseo la dicha, Torlyri. Lo entiendes, ¿verdad? Sólo te deseo la dicha.

Hresh comenzó a ir solo a las ruinas, como desafiando la prohibición de Koshmar, pero a ella no pareció importarle, o no le llamó la atención. Su destino era casi siempre el Gran Mundo. Esa máquina de incontables palancas que aguardaba en la caverna subterránea, bajo la torre de la plaza, tenía para él un atractivo irresistible.

Ya había descubierto que la losa flotante que lo conducía hasta la cueva subía automáticamente al nivel superior después de transcurrido cierto tiempo. De ese modo, ya no necesitaba a Haniman para que operara el mecanismo cada vez que descendía. Estaba dispuesto a aceptar todos los riesgos con tal de evitar que alguien compartiera sus viajes al remoto pasado. El Gran Mundo era su tesoro privado, y podía tomar de él lo que le viniera en gana.

El procedimiento se repetía en cada ocasión. Activaba la losa negra, descendía hasta la máquina, tomaba el Barak Dayir con el órgano sensitivo, aferraba las palancas. Y el Gran Mundo cobraba vida, nítido y sorprendente.

jamás entraba dos veces en el mismo sitio. La estructura física de la ciudad era diferente en cada ocasión. Era como si toda la larga historia de la fabulosa Vengiboneeza estuviera almacenada dentro de la máquina: todos los cientos de miles de años de crecimiento y transformación… Como si el azar le ofreciera cualquier fragmento del pasado, a veces una Vengiboneeza en los comienzos de su resplandeciente expansión, otras una versión de la ciudad que sin duda debía datar de la última época, pues el diseño de las calles era muy parecido al de las ruinas.

No había mejor evidencia del dinamismo y la energía de Vengiboneeza que el constante cambio que Hresh observaba en ella. Sólo de vez en cuando se le mostraban lugares familiares: las avenidas frente al agua, las treinta y seis torres de la plaza, la torre que había pasado a ser el templo del Pueblo, el barrio de mansiones sobre las laderas. A veces estaban allí, a veces no. El único lugar invulnerable e invariable era la poderosa Ciudadela: estaba allí en cada momento que Hresh elevaba su alma por las bahías de los tiempos.

En un ocasión se le mostró una época en que por las calles de la parte más baja se alzaban altas empalizadas blancas y la ciudad estaba llena de amos-del-mar, que desfilaban por los muelles en sus prístinos carruajes plateados. En otra ocasión, por encima de su cabeza se arremolinaban banderas de cierta fuerza intangible: un estruendoso tumulto de luces brillantes. Y por las montañas bajaba una vasta procesión de hjjks. Una inconcebible cantidad de seres-insecto se lanzaban sin interrupción a la ciudad y eran absorbidos por ella como si tuviera una capacidad infinita. También presenció una asamblea de humanos (ahora admitía a regañadientes que lo eran, pues no veía otra alternativa, aunque todavía le quedaba la desolada esperanza de haber interpretado mal las evidencias). En un amplio círculo, en la plaza central de la ciudad, justo al pie de la Ciudadela, veía un grupo de setenta u ochenta seres sin pelaje y de miembros delgados. Intercambiaban silenciosos pensamientos de los cuales quedaba totalmente excluido, por mucho que intentara penetrar en sus misterios.

Pero Vengiboneeza casi siempre era la ciudad de los ojos-de-zafiro. Ellos la gobernaban. Por cada diez miembros de las otras razas, Hresh veía tal vez cien o mil representantes de los reptiles. Los veía por todas partes, con los pesados miembros, las mandíbulas largas, sus formas monstruosas, los ojos brillantes, su fortaleza radiante, su sabiduría, su alegría.

A Hresh le resultaba muy sencillo entablar conversación con aquellos habitantes de las Vengiboneezas pretéritas, aun con los amos-del-mar, incluso con los humanos. Todos le comprendían y se mostraban siempre amistosos. Pero poco a poco comenzó a darse cuenta de que no se trataba de auténticos intercambios. Eran ilusiones corteses engendradas por la máquina que lo conducía al pasado. En realidad, él no estaba en el Gran Mundo que había muerto setecientos mil años antes bajo el azote dé las estrellas de la muerte, sino capturado en cierta proyección, en cierto facsímil que guardaba una total semblanza con la vida, y que lo arrastraba en su seno como si realmente se tratase de un peregrino en la inmensa ciudad.

Esto quedó en evidencia cuando notó que las preguntas interminables con que acosaba a los habitantes, como de costumbre recibían respuestas que en cierto modo no decían nada. Parecían tener significado, pero al transponer su mente se desvanecían en la nada, como la comida de que uno disfruta en los banquetes de los sueños. Al interrogar a quienes conocía en las calles de la Vengiboneeza perdida no lograba aprender nada. En realidad, era una ciudad perdida, separada de él por la inexorable barrera del tiempo.