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Sin embargo, lo que veía era para él riqueza y deslumbramiento, y le colmaba de respeto hacia tanto esplendor pasado.

En la antigua Vengiboneeza, los ojos-de-zafiro parecían aparecer y desaparecer a voluntad, entrar y salir con sorprendente facilidad. Pop, y allí estaban. Pop, y desaparecían.

Para viajar al exterior de la ciudad contaban con otros aparatos prodigiosos, unos carruajes celestes semejantes a burbujas rosadas y doradas que descendían flotando sin producir el menor ruido y dejaban emerger a los pasajeros por unas aberturas que se abrían como por arte de magia a ambos lados. Hresh veía cientos de estas burbujas en el cielo, moviéndose silenciosa y velozmente. Nunca chocaban, aunque a veces parecían acercarse. En ellas, cómodamente sentados, viajaban los ojos-de-zafiro.

Había un tercer medio de transporte, si es que realmente servía para eso. Consistía en un enigmático dispositivo montado sobre una pequeña plataforma de reluciente piedra verde. Tenía unos estrechos tubos verticales de metal oscuro, tan altos como un hombre, que en el extremo superior se ensanchaban para convertirse en esferas encapuchadas abiertas por una cara, no mayores que la cabeza de un hombre. En las aberturas de estas esferas jugueteaba una luz extraña e intensa, azul, verde y roja, como si emanara de cierto poderoso aparato interior.

De vez en cuando un ojos-de-zafiro se acercaba a estas plataformas con paso más sereno y calmoso que lo habitual. Por lo general le acompañaban otros de su especie, caminando muy cerca de él, y a veces posaban los pequeños brazos sobre su cuerpo voluminoso. Pero estos compañeros siempre terminaban por alejarse, para que el ojos-de-zafiro ascendiera solo a la plataforma. Se acercaba a la esfera engarzada sobre los tubos hasta que su gran rostro dentado brillaba con la luz que emanaba de allí. Y luego, de pronto, era absorbido. Hresh no lo, graba ver cómo lo hacían, ni cómo podía caber un cuerpo tan grande en el interior de aquella pequeña esfera brillante. Nunca podía detectar el momento en que se realizaba la transición, en que el ojos-de-zafiro desaparecía mientras contemplaba la esfera.

Pero fuera cual fuera el viaje que emprendía el ojos-de-zafiro, no tenía regreso. Muchos entraban en las esferas, pero Hresh nunca vio que volvieran a salir de ellas.

Al parecer, ninguno de aquellos aparatos había logrado subsistir hasta la Nueva Primavera. Hresh sólo los veía en la caverna. En la Vengiboneeza real y derruida jamás encontró restos de esas plataformas de piedra verde sobre las cuales se erigían los tubos.

Después de haber observado muchas veces el ritual de la esfera encapuchada, finalmente Hresh resolvió aproximarse él mismo. Su espíritu entró en una plaza desierta, una noche sin luna. Allí cerca había un árbol, cuyas ramas aparecían vencidas bajo el peso de unas enormes bellotas, cada una más grande que sus dos manos. Formó una pila de estos frutos hasta que, subido a ella, el rostro le quedó a la altura de la esfera abierta. Resultó una tarea agotadora. Las bellotas se deslizaban bajo sus pies y para no caer tuvo que aferrarse a la caperuza de la esfera. Firmemente sujeto, acercó la cabeza al orificio.

Sabía que podía ser peligroso. Tal vez la esfera le absorbiera, y fuera transportado…, ¿pero adónde? ¿A otro mundo? ¿A la morada de los dioses? O tal vez lo destruyera. Comenzaba a sospechar que los ojos-de-zafiro empleaban este dispositivo para dar fin a su existencia cuando les llegaba la hora de morir. Pero la tentación de mirar al interior era irresistible. Y se dijo que sólo era una visión. ¿Cómo podía, en realidad, sufrir daño si se trataba de una máquina que no tenía existencia real, que había dejado de existir al menos setecientos mil años antes de que él naciera?

¿Pero si la visión no es real, le dijo una voz en su interior, cómo he podido arrancar las bellotas del árbol y formar una pila con ellas?

Ignoró la pregunta y miró al interior de la esfera.

En el centro había algo extraño: una zona de oscuridad incomparable, tan negra que arrojaba una especie de luz más allá de la luz. La observó, intrigado, y supo que no sólo estaba contemplando otro mundo, sino también otro universo, algo que escapaba al — dominio de los dioses. Aunque la zona negra parecía diminuta — bien podía caber dentro de su puño —, encerraba un gran poder. Han capturado pequeños fragmentos de otro universo, imaginó, para instalarlos en estos recipientes redondos de metal. Y cuando desean partir del reino de los dioses, se acercan a uno de estos recipientes y la negrura los atrae y los transporta…

Aguardó serenamente a que se lo llevara. Estaba dominado por el embrujo. Que lo llevara a donde fuera.

Pero no lo condujo a ningún sitio. Estuvo mirando hasta que los ojos le dolieron. Luego, entre las sombras aparecieron dos figuras: un ojos-de-zafiro y un vegetal, y le hicieron señas.

— Apártate de ahí — indicó el vegetal en un roce de susurros —. Es peligroso, pequeño.

— ¿Peligroso? ¿Por qué? ¡Si pongo la cabeza y no — sucede nada!

— Apártate, de todos modos.

— Lo haré, si me explicáis qué es esto.

El vegetal plegó los pétalos; el ojos-de-zafiro lanzó una risita sibilante. Ambos le explicaron el mecanismo hablando al mismo tiempo, y comprendió perfectamente lo que decían, al menos mientras estuvieron hablando. Lo que le contaron le dejó boquiabierto de asombro; pero fue como todo lo que había oído en sus visitas al Gran Mundo, sustancioso como la comida de los sueños. Todo el significado que tenía mientras se lo contaban desapareció de inmediato, por mucho que intentó retenerlo.

Descendió de la plataforma, y le condujeron a un sitio de luces y cantos. Lo único que recordó después fue que había llegado a alguna conclusión propia, que no tenía relación con nada de lo que le habían dicho: que ésos eran los dispositivos que la gente del Gran Mundo utilizaba para dar fin a sus vidas, cuando consideraban que había llegado la hora de morir.

¿Por qué deseaban morir?, se preguntó. Pero no halló respuesta.

Luego pensó: sabían que se acercaban las estrellas de la muerte. Y, sin embargo, permanecieron en la ciudad y las dejaron caer.

¿Por qué lo habrían permitido?

Tampoco encontró respuesta para ello.

En la ciudad de las visiones de Hresh había un sitio donde aparecía el mundo dibujado contra el cielo. Sobre la pared exterior de un edificio bajo de diez lados, montado en ángulo, se veía un disco plano de brillante metal plateado. Al pulsar un botón que había al lado, de alguna parte salió un fuste de brillo hiriente que golpeó, a Hresh y entonces ante él emergió con todo el brillo de la vida el inmenso globo terrestre. Supo de inmediato que era el mundo, porque en las crónicas había visto imágenes de él. Aquellas representaciones eran planas, pero ésta era redonda. Reconoció aquella imagen porque las crónicas decían que en realidad el mundo era esférico. Hresh nunca había imaginado que sería tan vasto. Dio la vuelta completa alrededor del globo que lo representaba y vio un continente en cada cuadrante: cuatro inmensas masas de tierra, separadas por extensos mares. Aparecían inmensas ciudades conectadas por avenidas que parecían ríos de luz, y lagos, y ríos, y montañas y planicies. Aunque sólo era una imagen en el aire, Hresh percibió el poder que irradiaba de esos mares gigantescos y el peso demoledor de las montañas; y al mirar las representaciones de las ciudades tuvo la ilusión de ver diminutas figuras moviéndose sobre las calles en miniatura.

Una de estas masas de tierra era gigantesca, y casi llenaba una cara entera del globo. Al dar la vuelta hasta el otro lado vio dos más, una sobre la otra y la cuarta se hallaba debajo del mundo: era un sitio helado del cual provenía un frío palpable.