— Muy bien, Staip — se decidió Harruel —. Ven aquí. Si necesitas una paliza, te la daré. Una buena paliza. Ven, y terminemos con esto.
— Imbéciles — soltó Lakkamai en un suspiro, y hundió las manos en los resortes de los Cinco Dioses.
Staip avanzó hacia Harruel otra vez. Luego se detuvo, contrito, preguntándose por qué estaría comportándose así. El frío desdén de Lakkamai había hecho desaparecer toda furia de su inflamado espíritu, como si alguien hubiese perforado un fuelle. Harruel también parecía intrigado. Ambos se miraron, indecisos. Al cabo de un rato, Harruel se volvió, como si nada hubiera ocurrido, para reanudar los ejercicios. Staip se detuvo, preguntándose si debía insistir en su reto después de todo, pero el impulso se había desvanecido. Regresó lentamente a sus tareas. Desde la esquina opuesta del salón le llegaba el jadeo de Konya, que una vez más se afanaba en el Huso.
Durante un largo rato, los cuatro hombres siguieron practicando, sin que ninguno profiriera palabra. Staip sentía en la frente un latido de hosca ira. No sabía bien si en el enfrentamiento con Harruel había salido victorioso o vencido, pero en todo caso no sentía ninguna sensación de triunfo. Para serenarse el ánimo trabajó con triple ferocidad en los aparatos de gimnasia. Había pasado toda la vida entre esas máquinas, entrenando el cuerpo, torneando los músculos, ya que el deber de un guerrero es fortalecerse, a pesar de lo pacífica que era la vida en el capullo. Se decía que llegaría una época en que el Pueblo tendría que abandonar el capullo para internarse en el mundo exterior, y que cuando llegara el momento, los guerreros tendrían que hacer gala de su fortaleza.
Después de un largo rato, Lakkamai dijo, sin que nadie le preguntara nada:
— Ese sonido que oyó Staip fue el Sueñasueños. Se está despertando. Eso se rumorea.
— ¿Qué? — exclamó Konya.
— ¿Lo veis? — saltó Staip —. ¿Lo veis?
Harruel saltó de la Escalera, de Yissoll y se abalanzó atónito, exigiendo saber más. Pero Lakkamai se limitó a encogerse de hombros y a, proseguir con su labor.
Durante toda la jornada, Koshmar permaneció de pie junto a la cuna del Sueñasueños, estudiando el movimiento de sus ojos por debajo de los pálidos y rosados párpados. Se preguntó cuanto tiempo llevaría durmiendo de ese modo… ¿Cien años? ¿Mil años Según la tradición de la tribu, había cerrado los ojos el primer día del Largo Invierno del mundo, y no los volvería a abrir hasta que llegara el final del invierno. según la profecía, el invierno duraría setecientos mil años.
¡Setecientos mil años! Entonces, ¿el Sueñasueños llevaba todo ese tiempo durmiendo?
Eso se decía. Tal vez fuera así.
Y durante todo ese tiempo, mientras dormía, su mente soñadora había vagado por los cielos. Buscando las flameantes estrellas de la muerte, que viajaban rumbo a la Tierra trazando, ríos de luz, y observándolas durante sus prolongadas trayectorias. Se decía también que no dejaría de dormir hasta que la última de esas estrellas terroríficas hubiese caído del cielo, hasta que el mundo volviera a ser cálido y seguro para que los humanos pudieran salir de sus capullos. Ahora había abierto los ojos; aunque solo por un momento, y había intentado hablan ¿Qué otra cosa habría querido hacer, sino anunciar el final del invierno? Ese sonido estrangulado y ahogado sin duda proclamaba el advenimiento de una nueva era. Torlyri lo había escuchado, y también Thaggoran, Hresh y la misma Koshmar. Pero ¿podían confiar en un sonido tan grotesco? ¿Indicaba realmente el final del invierno? Así lo anunciaban las profecías. Estaba la evidencia de los comehielos… y también la extraña inquietud que afligía a la tribu. Y ahora esto ¡Ay! rogó Koshmar. ¡Que así sea! ¡Yissou, que suceda en mi época! ¡Que sea yo quien conduzca al Pueblo hacia la luz del sol!
Koshmar miró a su alrededor con cautela. Estaba prohibido perturbar a Ryyig, el Sueñasueños. Pero muchas cosas prohibidas parecían ahora permisibles. Estaba sola en la cámara. Con suavidad, posó la mano sobre el hombro desnudo del Sueñasueños. ¡Qué extraña resultaba su piel! Como un viejo cuero, terriblemente suave, delicado, vulnerable. Su cuerpo no se parecía al de ninguno de ellos: no tenía pelaje, era una criatura sonrosada, desnuda por completo, con brazos largos y delgados, piernas frágiles y menudas que no podrían haberle llevado a ninguna parte. Y carecía de órgano sensitivo.
— ¿Ryyig? ¿Ryyig? — susurró Koshmar — ¡Abre los ojos una vez más! Dime: ¿qué quieres darnos a entender?
Pareció retorcerse en la cuna, como si le molestara que alguien invadiera su sueño. Arrugó la frente desnuda, y de sus finos labios escapó un ligero silbido. Permanecía con los ojos cerrados.
— ¿Ryyig? Dime: ¿ha concluido la época de las estrellas de la muerte? ¿Volverá a brillar el sol? ¿Podemos salir sin peligro?
Koshmar creyó distinguir que los párpados del Sueñasueños palpitaban. Con osadía, le agitó el hombro. Luego su atrevimiento fue mayor, pues casi llegó a despertarlo por la inercia. Hundió los dedos en la débil carne. Koshmar sintió los frágiles huesos. ¿Se habría atrevido a tanto Thekmur? ¿Y Nialli? Tal vez no. Pero eso no importaba. Koshmar le sacudió una vez más. Ryyig lanzó un gruñido, y volvió el rostro hacia otro lado.
— Intentaste decirlo antes — murmuró Koshmar con invierno ha terminado! ¡Dilo!
De pronto, los tenues y pálidos párpados se alzaron. Se encontró mirando unos ojos extraños y enigmáticos, de un profundo color violeta, velados por sueños y misterios que nunca podría llegar a comprender. El impacto de esos ojos, tan cercanos, fue abrumador. Koshmar tuvo que retroceder unos pasos, pero se recuperó rápidamente.
— ¡Venid! — exclamó — ¡Venid todos! ¡Está despertando otra vez! ¡Venid! ¡Deprisa!
La figura frágil y delgada que yacía en la cuna parecía estar esforzándose de nuevo por sentarse. Koshmar deslizó el brazo por detrás de la espalda del hombre y le ayudó a incorporarse. La cabeza se le bamboleó, como si fuera demasiado pesada para el cuello. Una vez más, dejó escapar ese sonido entrecortado. Koshmar se inclinó para acercar el oído a su boca. El Pueblo llegaba por ambos lados del recinto, y se apiñaba alrededor de ella. Vio a Minbain, y a la pequeña Cheysz, y al joven guerrero Salaman. Harruel irrumpió, grandilocuente, apartando a los demás a un lado, y contemplando con ojos inflamados al Sueñasueños.
Y Ryyig habló:
— El… invierno…
La voz sonaba débil, pero las palabras eran inconfundibles.
— El… invierno…
— …ha concluido — le urgió Koshmar — ¡Sí, sí! ¡Dilo!!Dilo! ¿Qué esperas? ¡El invierno ha concluido!
Y por tercera vez:
— El… invierno…
Los delgados labios se esforzaron convulsivamente. Los músculos se retorcieron sobre las mandíbulas enjutas. El cuerpo de Ryyig se bamboleó contra su brazo; los hombros sufrían extrañas convulsiones. Los ojos perdieron el brillo y la mirada.
— ¿Ha muerto? — preguntó Harruel —. Creo que sí. ¡El Sueñasueños ha muerto!
— Sólo se ha vuelto a dormir — afirmó Torlyri.
Koshmar sacudió la cabeza. Harruel tenía razón. Ryyig ya no estaba con vida. Acercó su rostro al de él. Le tocó las mejillas, el brazo, la mano. Muerto, sí. Frío, inerte, muerto. Sin duda, eso significaba el fin de una era, el comienzo de otra. Koshmar depositó el cuerpo inerte sobre la cuna y se volvió triunfal a su pueblo. El pecho le palpitaba con exaltación. El momento había llegado. ¡Sí, y había acontecido durante el gobierno de Kohsmar, como tanto había orado para que sucediera!
— ¡Ya lo habéis oído! — proclamó — ¿A qué esperáis? nos ha dicho. ¡El invierno ha terminado! Todos nos marcharemos del capullo. Partiremos de esta montaña. Que los hediondos comehielos se queden con ella, si eso es lo que desean. Vamos, comencemos a recoger nuestras pertenencias. ¡Debemos prepararnos para la travesía! ¡Éste es el día de nuestra partida!