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— ¿Dónde está Vengiboneeza? — preguntó Hresh, y una luz verde y destellante apareció cerca del extremo izquierdo de esa masa superior, en el lugar donde el globo tenía dos plataformas superpuestas —. ¿Y Thisthissima? ¿Mikkimord? ¿Tham?

En cuanto mencionaba otras ciudades del Gran Mundo, se encendían puntos de luz, y el globo giraba para mostrarlas. Luego, su pequeño repertorio de nombre se agotó, y ordenó al globo que le mostrara todas las ciudades a la vez. Obedeció al instante, y en el globo surgieron otros tantos puntos de luz, y comenzó a girar tan de prisa que Hresh tuvo que retroceder, encandilado, y cubrirse los ojos de puro terror. Y cuando se atrevió a mirar de nuevo, el globo ya había desaparecido.

Nunca volvió a usarlo. Pero la imagen de aquel mundo redondo, con sus mares inmensos y sus colosales masas de tierra, que resplandecían con una miríada de luces que señalaban las ciudades, jamás se borraría de su mente.

Y comprendió cuán grande había sido realmente el Gran Mundo.

Hizo otro descubrimiento que le mostró la inmensidad de todo ese esplendor perdido. Se trataba de una estructura que identificó como el Árbol de la Vida, del cual Thaggoran le había hablado alguna vez.

En realidad no era un árbol, sino más bien un túnel o una serie de túneles, ya que se extendía horizontalmente sobre la tierra a lo largo de cientos de metros en un espacio abierto que daba la impresión de ser un parque. El suelo se extendía por debajo del nivel de la tierra, y se encontraba cubierto con arcos de un material absolutamente transparente de forma que no parecía tener techo. En el centro había una gran galería central, de la cual emergían pasillos más pequeños, y de éstos, otros más reducidos aún.

En el extremo de cada rama se abría una cámara redonda, donde vivía una pequeña familia de animales, al parecer en lo que debía ser su ambiente natural, ya que algunas cámaras eran secas y desérticas, mientras que otras mostraban una vegetación exuberante. Se podía caminar por el Árbol de la Vida, rama tras rama, sin perturbar en absoluto a las criaturas.

Hresh no había visto seres como ésos en el viaje de la tribu por las planicies. Pero se parecían a algunas especies representadas en el Libro de las Bestias, en las crónicas. Por lo tanto, debía tratarse de criaturas que habían poblado el mundo antes de la llegada de las estrellas de la muerte: los animales perdidos, los desaparecidos habitantes del mundo anterior.

Había unos enormes, de andar lento, rojos y negros, con cuernos como trompetas que en las puntas se abrían para formar grandes campanas. Y había otros de patas delgadas, con pelaje amarillo claro y ojos redondos y azorados, del tamaño de la mano de Hresh. Y había unos pequeños de poca estatura y aspecto feroz, que parecían ser todo dientes y garras. Vio otros seres leonados, con franjas negras, que chapoteaban en una ciénaga, erguidos sobre cuatro patas huesudas mientras inclinaban el largo cuello y el pico dentado para atrapar en el fango a unas desventuradas criaturas verdes.

Había otros animales redondos como un tambor, que emitían un retumbar jovial con sus tensos vientres azules. Descubrió otros con forma de serpiente y tres cabezas. Y unas bestias timoratas y diminutas, de orejas inmensas, cubiertas de musgo y hojillas chatas. Hresh no estaba seguro de si se trataba de animales o plantas.

Deambuló estupefacto por las cámaras, asombrado por su abundancia y complejidad. Le invadió una gran tristeza al pensar que todos aquellos seres probablemente habían desaparecido del mundo, a menos que de algún modo hubieran podido esconderse dentro de un capullo para aguardar el transcurso de los siglos helados. Pero lo dudó. Todos habían muerto, igual que los ojos-de-zafiro.

En una cámara cerca del extremo superior del Árbol de la Vida vio algo que significó un golpe terrible para éclass="underline" un grupo de lo que al parecer era gente de su especie, cuya vida transcurría en una versión en miniatura del viejo capullo tribal.

No eran exactamente como él. A primera vista parecían iguales, pero cuando Hresh los estudió con más atención vio que los órganos sensitivos eran más delgados y que pendían de un ángulo distinto. Tenían las orejas más grandes y se encontraban colocadas en la cabeza de un modo que le resultó muy extraño. Su pelaje era excepcionalmente denso y muy basto. Los adultos no eran tan altos como los de su tribu, y no tenían el cuerpo tan robusto. Las manos se unían a los brazos en un ángulo extraño, tenían los dedos largos y negros, y las palmas eran de un color rojo brillante, y no rosadas como las de Hresh. Sintió el corazón en un puño. Era una revelación devastadora.

Era como si estuviera ante una versión pretérita del Pueblo, ante un primer ensayo. Había tantas diferencias entre ellos como puntos en común, pero no podía negar las semejanzas. Pertenecían a una misma especie. Eran gente de su misma familia. Tenían que serlo. Eran sus antepasados. Así debía haber sido el Pueblo en la época del Gran Mundo.

En el Libro de las Bestias decía que Dawinno, el Destructor, alteraba constantemente la forma de todas las criaturas del mundo. Los cambios eran tan pequeños que de una generación a la otra apenas se notaban, pero a lo largo de grandes períodos llegaban a establecer diferencias importantes. Ahora Hresh tenía ante sí la prueba. La raza que había emergido del capullo al final del Largo Invierno era muy distinta de la que había entrado en él setecientos mil años antes.

Y detrás de esa verdad yacía otra, más profunda e hiriente. De haber podido, se habría negado a reconocerla. Pero era innegable.

Sin ninguna duda, el Árbol de la Vida no era más que una colección de animales, reunidos allí tal vez para diversión de los ciudadanos de Vengiboneeza. Allí no había amos — del mar, ni hjjks, ni vegetales, ni ningún pueblo civilizado del Gran Mundo: sólo simples bestias. Y entre ellas, sus propios antepasados.

Los músculos de Hresh se tensaron en una furiosa protesta. Pero no había forma de ignorar la evidencia. Paso a paso, la ciudad le había obligado a admitir la verdad que tanto había luchado por negar desde que el Pueblo entró en Vengiboneeza: que en la época del Gran Mundo su raza ni siquiera se consideraba una especie inteligente, sino que los trataban como meras bestias a las que nunca pondrían a la misma altura que los Seis Pueblos. Tal vez bestias superiores. Pero bestias de todas formas, exhibidas en muestrarios como ése, entre tantos otros animales del viejo mundo.

Se sintió derrumbado, herido, conmocionado. Permaneció de pie en mudo estupor, contemplando a esos seres que vivían en la cámara, a esas criaturas… Eran seres de su especie, y no hacían caso de él. Tal vez los animales que se exhibían en el Árbol de la Vida no podían ver a quienes se acercaban para mirarlos.

Los saludó. Repiqueteó los dedos contra la pared transparente de la cámara. Con voz áspera, entrecortada, desafiante, les gritó:

— ¡Soy Hresh, vuestro hermano! ¡He venido a traeros buenas nuevas: los hijos de los hijos de vuestros hijos heredarán el mundo!

Pero las palabras se le atragantaron y las criaturas de la cámara ni siquiera levantaron la mirada.

Al cabo de un rato se alejó y se arrastró hacia la avenida. Vio la gran Ciudadela del pueblo de los sueñasueños agazapada sobre la colina. A pesar de la oscuridad, resplandecía con el brillo de mil soles. Se apartó de ella, acobardado. Ése era el sitio de los seres humanos. Ya no le cabía la menor duda. Era el templo de los hombres, su hospedaje, el lugar que les correspondía, pensó. No a nosotros. Un sitio para humanos. No sé que debemos ser, pero no somos humanos.

Una vez más le pareció oír la abominable risilla de los guardianes de la ciudad:

Monito. Monito. Nunca os confundáis con los seres humanos, niño.