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Dejó que la visión se desvaneciera, y apareció en la vieja Vengiboneeza como un ahogado que asoma la cabeza sobre la superficie de las aguas.

Al regresar al asentamiento optó por no decir nada a nadie. Ni siquiera a Taniane. Pero ante la muchacha se sentía como si fuera transparente. Ella le miraba desde lejos, de un modo velado y remoto, como si le dijera: «Escondes un terrible secreto que no te atreves a contarme, pero lo sede todos modos.» En su confusión y pesar, Hresh se mantuvo lejos de ella durante varios días, y sólo volvió a dirigirse a ella para hablar de cosas triviales, para mantener una conversación difusa y cuidadosamente limitada. En aquel momento era incapaz de soportar nada más, y ella parecía advertirlo.

Unos días más tarde, los simios salvajes de la jungla volvieron a atacar el asentamiento, aullando y chillando, destruyendo ventanas, arrojando excrementos, barro y más nidos de insectos urticantes. Hresh miró a los intrusos con furia y desprecio. Toda su alma se resistía a la idea de que el Pueblo y esos sucios y chillones animales pudiesen provenir de la misma especie, tal como habían sostenido los ojos-de-zafiro artificiales. Pero cuando Staip y Konya se encaramaron sobre un tejado y abatieron con la espada a una docena de ellos, Hresh se volvió temblando de espanto, conteniendo las lágrimas. No podía soportar verlos morir así. Era como un asesinato. No sabía qué pensar. Le parecía que nunca más volvería a ser capaz de comprender la realidad.

Minbain estaba trabajando en los campos, cuidando los nuevos cultivos de estación, cuando Torlyri se acercó a ella.

— Estoy buscando a Hresh. ¿Tienes idea de dónde puede estar? — le preguntó.

Minbain rió.

— En la luna, supongo. O nadando de una estrella a otra. ¿Quién sabe por dónde anda Hresh? Yo no, Torlyri.

— Supongo que estará merodeando por las ruinas otra vez.

— Supongo. Hace días que no sé, nada de él.

Ya hacía tiempo que Minbain había dejado de pensar en Hresh como en un hijo. Era un ser que escapaba a su comprensión; veloz, extraño e impredecible como el rayo. Su atención retornó al lecho de flores. Al cabo de un rato levantó de nuevo la mirada.

— ¿Por casualidad no habrás visto a Harruel? Hace un rato que ando buscándolo.

— Creía que se pasaba la mayor parte del tiempo de patrulla por los montañas.

— Demasiado tiempo — se lamentó Minbain —. Si dijera que pasa una noche de cada cinco a mi lado exageraría. Ese hombre anda tramando algo malo.

— ¿Quieres que hable con él? Si puedo ser de ayuda…

— Si lo haces, ten cuidado. Últimamente me tiene asustada. Cuando menos te lo esperas, estalla de ira. Y cosas más raras aún. Gruñe en sueños, se pasea solo, invoca a los dioses. Te lo aseguro, Torlyri, me tiene asustada. Y con todo, quisiera que pasara más noches conmigo. — Con una sonrisa de disculpas, añadió —: Hay ciertas cosas de él que echo mucho de menos.

— Sé a qué te refieres — la consoló Torlyri, sonriendo…

— ¿Para qué buscas a Hresh? ¿Ha vuelto a hacer — algo malo?

— Hoy es el día de su entrelazamiento — anunció con solemnidad Torlyri.

— ¡El día del entrelazamiento! — Minbain levantó la mirada, sorprendida —. Pero ¡qué increíble! ¡Así que Hresh ya tiene edad suficiente para entrelazarse! ¡Cómo pasa el tiempo! No había prestado atención… — Luego sacudió la cabeza —. ¡Ah, Torlyri, Torlyri! Si Hresh tiene edad suficiente para entrelazarse, yo debo ser ya una anciana.

— Ni pensarlo, Minbain. Llevas muy bien los años…

— Yissou sea alabado por eso.

Una vez más, Minbain volvió a su trabajo.

— Si veo a Harruel, le diré que quieres estar más a menudo con él — dijo Torlyri.

— Si encuentro a Hresh le diré que vaya a verte.

La herida que le infligió el Árbol de la Vida tardó mucho tiempo en cicatrizar. Hresh se dijo que jamás volvería a la caverna de las treinta y seis torres, y que no haría más viajes a la Vengiboneeza del Gran Mundo. Pero a medida que fueron transcurriendo los días, su curiosidad innata comenzó a restablecerse, y supo que no mantendría su promesa durante mucho tiempo más. Pero juró que si volvía a toparse con el Árbol de la Vida, no volvería a posar los pies en él. No quería ver otra vez el lugar donde sus ancestros habían sido confinados como las buenas bestias que eran, para deleite e instrucción de la gente civilizada.

Cuando regresó no vio rastros del lugar donde había encontrado el Árbol de la Vida. Otra vez halló la ciudad muy transformada, y de los edificios que había reconocido en anteriores visitas no quedaba más que la Ciudadela y un puñado escaso de los otros. Pero eso le alivió, ya que sospechaba que si volvía a encontrar el Árbol de la Vida no podría abstenerse de entrar, a pesar de su juramento.

— ¡Por fin te encuentro! ¡He andado detrás de ti toda la mañana! — le recriminó Torlyri.

Hresh, sombrío y abatido, venía deambulando hacia ella por la amplia y sinuosa avenida que conducía al sector Emakkis Boldirinthe, al norte de la ciudad. Tenía una expresión remota y abstraída. Parecía tener la imaginación en algún otro mundo.

Se volvió a Torlyri como si no tuviese idea de quién era. Rehuyó la mirada de la mujer.

— ¿Llego tarde a alguna ceremonia?

— ¿Sabes qué día es hoy?

— ¿Friit? — dudó —. No. Es Mueri. Estoy seguro de que es Mueri.

— Precisamente, es el día de tu enetrelazamiento — respondió Torlyri, riendo.

— ¿Hoy?

— Sí. Hoy. — Abrió los brazos —. ¿Acaso te es indiferente?

Hresh se contuvo, mirando al suelo. Comenzó a garabatear dibujos sobre la tierra con el dedo gordo del pie.

— Pensaba que sería mañana — murmuró con voz baja y angustiada —. De veras. De veras, Torlyri.

Ella recordó como era él aquel día, en la salida del capullo, temblando bajo el aire frío, rogándole que no le contara a Koshmar que había intentado fugarse. Ahora era mayor, muy distinto. Sus responsabilidades dentro de la tribu le habían hecho crecer, pero a pesar de todo, en cierta manera no había cambiado. No en lo esencial. Ya era casi un hombre. Apenas quedaba nada de aquel chiquillo salvaje y atemorizado. Ahora era Hresh, el de las respuestas, el que llevaba las crónicas, el jefe de Los Buscadores, sin lugar a dudas el miembro más sabio de la tribu. Y, aun así, seguía siendo Hresh, el de las preguntas, ávido, impredecible, ingobernable. ¡Olvidarse del día de su propio entrelazamiento! Sólo Hresh era capaz de algo semejante.

Tras días antes le había dicho que se preparara para la última iniciación a la edad adulta. Eso significaba ayunar, purgarse, invocar, meditar. ¿Lo habría hecho?

Probablemente no. Las prioridades de Hresh sólo Hresh las determinaba.

Si no se ha preparado, pensó, ¿cómo piensa lograr su primer entrelazamiento? Incluso él, incluso Hresh, debía prepararse convenientemente.

— Pareces extraño. Has estado usando las máquinas del Gran Mundo, ¿verdad? — le preguntó.

Hresh asintió.

— ¿Y has visto algo que te ha perturbado?

— Sí — reconoció.

— ¿Quieres hablarme de ello?

Hresh se apresuró a sacudir la cabeza.

— En realidad no.

Seguía teniendo en los ojos una expresión abstraída. Su mirada se perdía en algún punto más allá del hombro izquierdo de Torlyri, como si estuviera soportando la conversación sólo por cortesía, sin intervenir en ella de forma activa. Se hallaba extraviado en un dolor que Torlyri no podía sospechar. Y cada vez estuvo más convencida de que sería un error introducirle en su primer entrelazamiento ese día. Pero al menos, sí podría intentar aliviarle de su sufrimiento.