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Se acercó hasta él, le tocó, y le comunicó su energía y su tibieza. Hresh siguió con la mirada perdida en la distancia. Algún Músculo le palpitaba y tironeaba en una mejilla.

Al cabo de un rato dijo, como si hablara desde muy lejos:

— Mientras estamos aquí puedo ver todo el pasado a mi alrededor. La antigua Vengiboneeza, la del Gran Mundo. — Su voz sonaba curiosamente ronca. Los labios le temblaban. Por primera vez la miró de frente, y ella descubrió en sus ojos mucho más temor y extrañeza que nunca —. A veces, Torlyri, no sé dónde estoy. Ni en qué época. La antigua ciudad yace sobre ésta como una máscara. Se eleva como una visión, como un sueño. Y me da miedo. Nunca antes había estado asustado, ¿sabes, Torlyri? Sólo quiero saber cosas. Y el conocimiento nunca produce miedo. Pero, a veces, cuando me interno en Vengiboneeza veo cosas que… que… — Vaciló —. Para mí la ciudad antigua cobra vida. Y cuando lo hace se extiende sobre las ruinas como una máscara de oro bruñido… una máscara tan hermosa que me aterroriza. Luego regreso a la ciudad del presente, derruida, y la veo extenderse sobre la civilización pretérita como un cráneo sobre un rostro.

— Hresh… — murmuró ella, estrechándole contra el pecho.

— Quiero aprender cosas, Torlyri. Aprender todo sobre el pasado. Pero a veces… a veces descubro cosas que…

Se liberó de su abrazo, se apartó unos pasos y le dio la espalda, para encaminarse hacia la montaña.

— Tal vez debamos dejar tu primer entrelazamiento para otra ocasión — propuso ella al cabo de un rato.

— No. Hoy es el día propicio.

— Tu alma está muy atormentada hoy.

— Con todo, debemos hacerlo el día señalado.

— Si otros pensamientos te distraen al punto de impedirte ingresar en el estado de entrelazamiento…

— Ya me estoy tranquilizando — dijo Hresh —. Tu presencia me ayuda, hablar contigo me serena. — Se volvió para mirarla y enderezó la espalda. De pronto su tono sonó más grave, trémulo de determinación —. Ven. Ven, Torlyri. Ya se hace tarde y tenemos cosas importantes que hacer.

— ¿De verdad crees que debemos arriesgarnos?

— ¡Estoy convencido!

— ¡Ah!, pero… ¿has hecho los preparativos? ¿Todo lo que tenías que hacer?

— He hecho lo suficiente — dijo Hresh. Le lanzó una fugaz sonrisa esplendorosa. De pronto estaba animado, ansioso, alerta. — Bueno, Torlyri, vayamos a tu cámara. ¡Es el día de mi primer entrelazamiento! ¿Me perdonarás por haberlo olvidado? Sabes que tengo muchas cosas en qué pensar. Pero ¿quién podría olvidarse del día de su entrelazamiento? ¡Ven, Torlyri, enséñame el arte! ¡Toda mi vida he estado esperando este día!

Era como si en un momento hubiese despertado de un sueño, o como si se hubiese recuperado de una enfermedad. En un instante toda su confusión y desaliento parecieron abandonarle. ¿Sería realmente así, se preguntó Torlyri, o sólo estaba fingiendo? Era cierto que parecía haber vuelto a ser el de siempre, el impaciente y fervoroso Hresh. Hresh, el de las preguntas, ávido como siempre de nuevas experiencias. Tal vez esa mañana, entre los muchos misterios de la antigua Vengiboneeza, se había visto sometido a una experiencia demasiado terrible, pero sea cual fuera la nube que le ensombrecía, parecía estar disipándose.

Y, sin embargo, no estaba segura.

No hay ningún inconveniente en esperar otro día — dijo.

— Hoy, Torlyri. Hoy es el día.

Ella sonrió y le abrazó de nuevo. Hresh era irresistible. ¿Cómo negarse?

— Pues bien. Que así sea: hoy es el día.

En el capullo, los entrelazamientos siempre se habían realizado en pequeñas cámaras especiales, dispuestas a cierta distancia del habitáculo principal. Era una relación privada, el acto más íntimo que se daba entre el Pueblo. Aún el apareamiento podía hacerse en presencia de otros miembros sin ocasionar sorpresa, pero jamás el entrelazamiento.

Desde que la tribu se había instalado en Vengiboneeza, la vieja costumbre de mantener cámaras separadas para entrelazarse había caído en desuso. La gente se entrelazaba en privado, en su propia vivienda o en algún edificio abandonado de la ciudad. Había pocas probabilidades de que alguien interrumpiera el acto. Pero un primer entrelazamiento era algo delicado, y Torlyri se había apropiado de un recinto para llevar a cabo el rito, una galería debajo del templo, donde no había posibilidad de intromisiones accidentales. Hacia allí se dirigían ella y Hresh ahora.

Al entrar en la sala principal del templo, la figura alta y esbelta de Kreun emergió de las sombras de la capilla de Mueri. Cuando estuvo cerca de ellos se detuvo y se volvió hacia Torlyri, como si quisiera decirle algo, pero sus labios sólo produjeron una especie de sollozo. Se apresuró a escabullirse y no tardó en perderse de vista.

Torlyri meneó la cabeza. Durante las últimas semanas la niña se había comportado de modo muy extraño. Desde luego, la desaparición de Sachkor, que debía ser su compañero, la había afectado mucho: Sachkor se había esfumado, y nadie le había visto dentro de la ciudad. Hresh, valiéndose de su Piedra de los Prodigios, — había llegado a la conclusión de que el joven seguía con vida. Pero ni siquiera Hresh tenía idea de dónde podía estar. Era un suceso extraño, pero más peculiar aún era el modo en que Kreun se había replegado sobre sí. misma. El sentimiento de dolor no podía explicar todos sus cambios. Ahora era una persona distinta, susceptible, silenciosa, meditabunda. Lloraba durante horas, y no hablaba con nadie. Y esta situación se prolongaba durante demasiado tiempo. Torlyri resolvió llamarla aparte y, si podía, tratar de aliviar el peso que la oprimía.

Pero no ese día, que pertenecía a Hresh.

Una amplia y sinuosa rampa de piedra, de las que tanto agradaban a los arquitectos de los ojos-de-zafiro, conducía a las cámaras de entrelazamiento de Torlyri. El camino estaba iluminado por una pálida luz anaranjada que partía de unos racimos de moras de luz situados sobre los candelabros de la pared.

Cuando comenzaron a descender por la rampa, Hresh dijo de pronto:

— He estado pensando en los dioses, Torlyri.

Aquel comentario la cogió por sorpresa. Debería estar pensando en el entrelazamiento, y no en semejantes cosas. Pero su comportamiento no la sorprendió. Muchas de las cosas que decía Hresh eran inusitadas. Hresh casi nunca se comportaba igual que el resto de la tribu.

— ¿Ah, sí? — preguntó sin mucho énfasis.

— He descubierto algo durante mis exploraciones — continuó —. Una máquina de los antiguos me mostró los animales que vivían en la época del Gran Mundo. Algunos de ellos eran muy parecidos a los animales actuales, y sin embargo había ciertas diferencias. De forma más o menos perceptible, los animales que han subsistido a lo largo de las eras desde el Gran Mundo han sufrido muchos cambios.

— Quizá sí — comentó Torlyri, preguntándose adónde iría a parar la conversación.

— Me pregunté cuál sería el dios que ocasionaba tales cambios — prosiguió Hresh —. Los ha transformado Dawinno. ¿No es él acaso quien transforma a todos los seres en el transcurso de los años, Torlyri? Dawinno crea nuevas formas a partir de otras más antiguas.

Torlyri se detuvo en la rampa, estudiando a Hresh con expresión azorada. Para ser sólo un niño, para comenzar apenas a ser un hombre, su mente era un hervidero. Sin duda, no había nadie como Hresh, jamás lo habría!

— Dawinno se lleva lo viejo, sí — explicó Torlyri con cautela —. Él crea lugar para lo nuevo.

— Él — hace surgir lo nuevo de lo viejo.

— ¿Es así como tú lo entiendes, Hresh?

— Sí. Sí. ¡Dawinno es quien transforma las cosas!

— Muy bien. — admitió Torlyri, cada vez más desorientada.

— Pero la transformación sólo es transformación — siguió el joven —. No es creación.