— Supongo que tienes razón.
Los ojos del muchacho habían cobrado un fulgor febril y brillante.
— Entonces, ¿dónde comienza todo? Considera, Torlyri, los dioses que veneramos. Veneramos al Dador, a la Consoladora, al Sanador. Y al Protector y al Destructor. Pero no hay ningún dios al cual llamemos Creador. ¿A quién debemos nuestra vida, Torlyri? ¿Quién es el creador del mundo? ¿Yissou?
Desde el comienzo de la conversación, Torlyri se había sentido intranquila, pero ahora su inquietud comenzó a incrementarse.
— Yissou es el Protector — declaró.
— Exactamente. Pero no el Creador. No sabemos quién es el Creador. Ni siquiera hemos pensado en eso. ¿Alguna vez te has preguntado estas cuestiones, Torlyri? ¿Lo has hecho?
— Yo celebro los rituales. Sirvo a los Cinco.
— ¡Y los Cinco deben servir a un Sexto! ¿Por qué no tenemos un nombre con qué invocarlo? ¿Por qué no hay rituales con que honrarlo? Él creó el mundo y cuanto hay en él. Dawinno se limita a dar nuevas formas. Al fijarme en la evidencia de su acción transformadora, comencé a preguntarme acerca de la forma original, ¿no lo comprendes? Tiene que haber un dios superior a Dawinno; y no sabemos nada de él. ¿Lo ves, Torlyri? ¿Lo ves? Se esconde de nosotros, pero es el poder supremo. Tiene el poder de la creación. Puede crear a partir de nada. Y puede transformar cualquier cosa en cualquier otra. Vaya… ¡incluso podría ser capaz de tomar bestias tan estúpidas y desagradables como los monos que han estado hostigándonos para convertirlos en algo casi humano. Tiene poder para hacer cualquier cosa, Torlyri. ¡Es el Creador! ¡Pero si incluso podría haber hecho a los mismos Cinco!
Ella lo miró paralizada.
Torlyri no era una mujer poco inteligente, pero había ciertos campos que prefería no explorar. Nadie lo hacía.
No se especulaba sobre la naturaleza de los dioses. Simplemente acataban sus designios. Es lo que había hecho durante toda su vida, con diligencia y lealtad. Los Cinco gobernaban el mundo. Con los Cinco bastaba.
Y aquí estaba Hresh, sugiriendo ideas que la perturbaban en lo más hondo. Un Creador, pensó. Bien, desde luego, tuvo que haber un comienzo para todas las cosas, ahora que se detenía a pensarlo, pero debía haber ocurrido mucho tiempo atrás. ¿Qué relación podía tener con quienes vivían ahora? Era inútil romperse la cabeza en esas cosas. La idea de que pudiese haber un tiempo en que los Cinco no existieran, de que pudiesen haber cobrado existencia por medio de algún otro, la aturdía hasta el mareo. Si los Cinco habían tenido un Creador, entonces éste debía haber tenido alguno a su vez, que a su vez…
Era un círculo vicioso. La cabeza le daba vueltas.
Y luego estaba el asunto de convertir monos en seres humanos… ¿Qué significaba aquello?
— ¡Ah, Hresh, Hresh, Hresh! — exclamó Torlyri —. Vamos a concentrarnos en el entrelazamiento, Hresh — añadió en voz baja pero firme.
— Si tú quieres…
— No es porque lo quiera, sino porque para eso hemos venido aquí.
— Muy bien — concedió —. Hoy nos entralazaremos, Torlyri.
Sonrió con ternura y cogió las manos de Torlyri entre las suyas. Entonces, ella tuvo la sensación de ser la novicia, y de que él llevaría a cabo el rito. Siempre hallaba inquietante el trato con este niño. Torlyri se mentalizó en que sólo era una criatura, que no tenía más que trece años, que apenas le llegaba al pecho, y que estaban allí para el primer entrelazamiento de Hresh, no de ella.
Siguieron avanzando juntos hasta que llegaron a la galería baja de muros de piedra y de arco ojival que conducía a su diminuta cámara de entrelazamiento. Al cruzar el estrecho pasillo cobró conciencia de una alteración en el olor de Hresh, y supo que estaba ocurriendo otro sutil cambio en la situación. Desde el momento en que entraron en aquel recinto, él había tomado la delantera. Se dio cuenta de que al fin comenzaba a ser consciente de que iba a entrelazarse por primera vez. A su alrededor percibía el olor del miedo. Por mucho que fuera Hresh, el cronista; Hresh, el sabio; seguía siendo sólo un niño, y en ese momento parecía darse cuenta. El acontecimiento estaba cobrando realidad para él.
La cámara de entrelazamiento tenía doce lados, cada uno delimitado por una piedra azul. Los bordes se juntaban en lo alto formando una compleja bóveda medio oculta por las sombras. Era una habitación reducida, que tal vez hubiese sido algún almacén para los ojos-de-zafiro. Sin duda; para ellos tenía que ser muy pequeña. Pero para los propósitos de Torlyri, el lugar era suficiente. Había apilado unas pieles para formar un lecho, y en los nichos de las paredes había colocado algunos objetos sagrados. Los candelabros de moras de luz arrojaban un débil resplandor verde amarillento.
— Échate en el suelo y serénate — le pidió Torlyri —. Yo debo llevar a cabo ciertos ritos.
Fue de nicho en nicho, invocando ante cada uno el nombre de uno de los Cinco. Los amuletos y talismanes sagrados que había en los nichos eran objetos antiguos y familiares que se había llevado del capullo. Ya estaban grasientos y desgastados por el roce de las manos. Para un primer entrelazamiento, era esencial obtener el favor de los dioses: el novicio se abriría de par en par a fuerzas externas, y si los dioses no participaban, bien podían hacerlo otros poderes en su lugar. Torlyri no tenía la menor idea de qué poderes podían ser ésos, pero ponía gran atención en no dejarles el menor resquicio.
Así, se fue moviendo por la habitación, haciendo señales, murmurando oraciones. Pidió a Yissou que protegiera a Hresh de todo mal mientras su alma se hallaba abierta. Invocó a Mueri para que librara al joven de la angustia que parecía atenazar su espíritu, a Friit para que sanara las heridas que sus caóticos descubrimientos pudiesen haberle, causado, y a Emakkis para que le diera fortaleza y resistencia. Se detuvo largo rato ante el altar de Dawinno, ya que sabía que el Destructor era una deidad a la cual Hresh se había consagrado especialmente. Y si Dawinno realmente era el Transformador, como sostenía Hresh, sería bueno invocar su gracia particular para la transformación que iba a tener lugar.
Los nichos habían sido excavados en facetas alternadas de la cámara de doce lados, de manera que en total sumaban seis. Torlyri nunca había encontrado un uso para el último, que permanecía vacío. Pero al acabar el recorrido alrededor de la habitación, se detuvo ante él, y para su sorpresa se encontró invocando a un dios desconocido, a ese misterioso Sexto del cual Hresh le había hablado poco antes.
— Seas quien seas — susurró —, si verdaderamente existes, atiende las palabras de Torlyri. Te pido que cuides de este extraño niño que ha demostrado su devoción por ti, y que le fortalezcas, y que le protejas en cuanto realice sobre este mundo que tú has creado. Es lo que Torlyri desea de ti, en nombre de los Cinco que te pertenecen. Amén.
Y, azorada ante sus propios hechos, se quedó contemplando las vacías sombras del sexto nicho.
Entonces se volvió y se puso de rodillas al lado de Hresh, sobre las pieles. Él la observaba con los ojos abiertos y una mirada penetrante.
— ¿Te has calmado? — preguntó.
— Eso creo.
— ¿No estás seguro?
— Me he serenado, sí.
Torlyri no estaba segura en absoluto. En los ojos del muchacho no descubría esa ensoñación que debía haber asomado. Probablemente no había estudiado la técnica, a pesar de que se la había enseñado y le había encargado que la practicara. Pero tal vez la mente de Hresh pudiera entrar en el entrelazamiento aun sin estar en reposo absoluto. Con Hresh nunca se estaba seguro de nada.
Del nicho de Dawinno había tomado un objeto sagrado: una piedra blanca y suave que en el centro tenía un lazo de gruesa fibra verde. Lo introdujo en la mano derecha de Hresh y cerró los dedos del niño en torno al amuleto. Sería un talismán para enfocar la concentración. Y él ya había tomado en la otra mano el amuleto que había pertenecido a Thaggoran.