— ¡Los Hombres de Casco! ¡Los Hombres de Casco! ¡Se acercan los Hombres de Casco! — gritaba una voz ronca que llegaba desde la ventana.
Incluso antes de que el significado de las palabras hubiese tenido tiempo de penetrar en su cerebro, Koshnar ya se había puesto en pie, con el corazón latiendo a toda prisa; la piel erizada, el cuerpo y la mente alertas.
Una especie de alegría salvaje se despertó en su interior. ¿Una tribu invasora? Muy bien. Que vengan. Ella se ocuparía de ellos. El ataque era bienvenido. Mejor tomar las armas contra el enemigo que permanecer allí, envuelta en absurdas y miserables cavilaciones.
De su colección de máscaras escogió la de Nialli, la más feroz. Nialli, según se decía, había sido una cabecilla dorada con el alma de diez guerreros. Su máscara era de un brillante color verde negruzco, más ancha que larga. De cada lado brotaban seis agudas púas del color de la sangre. Oprimía los pómulos de Koshmar con un peso sobrecogedor. A la altura de los ojos había dos ranuras estrechas para permitir la visión.
Se echó sobre los hombros un manto amarillo, y blandió la espada de cabecilla. Corrió por las calles que conducían a la torre del templo.
La gente se abalanzaba como enloquecida.
— ¡Deteneos! — rugió Koshmar —. ¡Todos quietos! ¡Escuchadme!
Atrapó por la muñeca a la joven Weiawala al vuelo. La joven parecía dominada por el terror, y Koshmar tuvo que sacudirla con violencia para tranquilizarla. Al fin pudo obtener de ella algunos fragmentos de la historia. Un ejército de horrendos extranjeros montados sobre unos animales monstruosos y terroríficos había atravesado el portal meridional de la ciudad, cerca de donde los ojos-de-zafiro artificiales montaban guardia. Habían hecho prisionero a Sachkor, que venía con ellos. Y se dirigían hacia el emplazamiento.
— ¿Dónde están los guerreros? — preguntó Koshmar.
Alguien dijo que Konya ya se había encaminado hacia la puerta del sur, al igual que Staip y Orbin. Hresh iba con ellos, y posiblemente Praheurt. Se decía que Lakkamai iba en camino. Nadie había visto a Harruel. Koshmar divisó a Minbain y le gritó:
— ¿Dónde está tu compañero?
Pero Minbain no lo sabía. Boldirinthe dijo que había visto a Harruel por la mañana, deambulando por los montes con el mismo aire sombrío, y tenebroso que acostumbraba a tener últimamente.
Koshmar escupió. ¡Enemigos ante la ciudad, y el mejor guerrero andaba merodeando por las montañas! El que había creado la ceremonia dé pasarse día y noche haciendo guardia contra él ataque de los Hombres de Casco, ¿y dónde estaba cuando éstos llegaban?
Pero no importaba. Haría frente ala situación sin Harruel.
Blandió la espada.
— Las mujeres y los niños al templo. ¡Cerrad la puerta del santuario una vez dentro! ¡El resto, conmigo! ¡Salaman! ¡Thhrouk! ¡Moarn! — Miró alrededor, preguntándose por qué no había acudido Torlyri. Le resultaba difícil ver a través de la máscara de Nialli. La vista lateral casi quedaba obstruida por las abruptas proyecciones angulares. Pero era una máscara terrorífica —. Torlyri. ¿Alguien ha visto a Torlyri? — Ella podría luchar tan bien como cualquier hombre.
Koshmar recordaba que su compañera había partido para iniciar a Hresh en el arte del entrelazamiento. Sí, pero, al parecer, Hresh estaba en el portal haciendo frente al invasor. Entonces, ¿dónde estaba Torlyri? ¿Y qué hacía Hresh en vanguardia, poniendo en juego su vida irreemplazable. Bien, no había tiempo que perder. Koshmar se volvió hacia Threyne, quien con ojos aterrorizados sostenía a su hijo en brazos. Furiosa, le hizo señas de que se fuera al templo.
— Ve. Escóndete. Si encuentras a Torlyri, dile que me encontrará en el portal del sur. ¡Y que se traiga la espada!
Corrió por la ancha avenida hasta la plaza que se abría en la entrada.
Cuando estuvo a mitad de camino vio a sus guerreros en fila, obstruyendo la avenida de lado a lado. Orbin, Konya, Staip, Lakkamai, Praheurt. El viejo Anijang también estaba con ellos, al igual que Hresh. Miraban al sur, inmóviles como estatuas, tan separados el uno del otro que como fuerza defensiva habrían sido inútiles. Koshmar no comprendía por qué se habían colocado en una formación tan ineficaz.
Luego se fue acercando, y también ella se detuvo apara observar asombrada hacia el portal.
Una fantástica procesión avanzaba lentamente por la avenida en dirección a ellos.
Eran sin duda los Hombres de Casco: treinta, cuarenta, cincuenta de ellos. Tal vez más. Y montaban sobre los animales más extraordinarios que Koshmar había visto nunca, o siquiera imaginado. Eran unas monstruosas bestias corpulentas. Colosales como colinas andantes, el doble de altos que un hombre, o más, y de é largo hacían tres veces su altura. A cada paso que daban, la tierra se sacudía como durante un terremoto. La piel de aquellos animales inmensos, gruesa, arrugada y densamente cubierta de pelos, era de un brillante color escarlata que hería a la vista. Sus cabezas, de alto cráneo, eran largas y estrechas. Las orejas parecían fuentes y las fosas nasales, como cavernas, tenían un ribete negro. Los ojos, feroces y dorados, eran de un tamaño sorprendente. Sus cuatro patas gigantescas, curiosamente dobladas en las rodillas terminaban en unas terroríficas garras curvas que se elevaban hacia atrás casi hasta la altura de sus protuberantes tobillos. En el lomo asomaba un par de gibas altas separadas por una especie de montura natural, lo bastante grande para que en ella viajaran con toda comodidad dos Hombres de Casco.
Pero si las bestias sobre las cuales habían entrado en Vengiboneeza eran espantosas, los Hombres de Casco eran una pura pesadilla.
Todos tenían sus misteriosos ojos de color carmesí como los de aquel espía capturado por Harruel y Konya, y un pelaje tupido y dorado. Cada uno llevaba un enorme casco terrorífico, y no había dos que fueran iguales. Éste era una torre de tres lados, formada por platillos de metal de los cuales asomaban unas púas oscuras; con un dibujo de llamas doradas incrustado en la parte frontal. Aquel otro era un casco abovedado de metal negro con dos ojos metálicos brillantes como espejos situados en las esquinas superiores. Y otro era una desoladora media máscara de canto bajo, sobre la cual había tres placas cuadradas con forma de escudo. Un guerrero llevaba algo que parecía una montaña esmaltada salpicada con polvillo plateado. Otro, un sorprendente cono rojo y amarillo con dos formidables cuernos. Aquél, un casco de oro con un agudo pico y un par de colas verdes que serpenteaban hacia arriba incansablemente. Esos cascos no tenían nada de humano. Parecían provenir de algún mundo oscuro y terrible. Era difícil determinar dónde terminaba el hombre y dónde comenzaba el casco, lo cual les daba un aire más horrendo aún.
Sachkor avanzaba en medio del grupo, montado sobre uno de los animales escarlatas de más tamaño. También le habían dado un casco, más pequeño que los suyos pero igualmente extraño. Tenía unas placas metálicas curvas dispuestas como los pétalos de una flor invertida, y arriba de todo, una gran púa dorada. Su cuerpo delgado parecía perdido sobre el lomo de la gigantesca bestia, pero montaba con serenidad, como adormecido. Su rostro aparecía inexpresivo.
Sin duda, pensó Koshmar, ésta es una tribu de monstruos montados sobre monstruos. Y han cruzado el umbral. Todo ha terminado para nosotros. Pero moriremos con valentía antes de cederles la ciudad de Vengiboneeza.
Miró a Konya; a Staip y a Orbin.
— Y bien — exclamó —. ¿Vais a quedaros aquí de pie?
¿Dejaréis que avancen? ¡Atacad! ¡Matad a cuantos podáis antes de que acaben con nosotros!
— ¿Atacar? ¿Cómo podemos hacerlo? — objetó Konya, hablando en voz muy baja pero de un modo que sabía surcar grandes distancias —. Mira el tamaño de los animales en que vienen montados: No hay forma de llegar hasta allí arriba. Esas bestias nos aplastarán como si fuésemos insectos.