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Noum era Beng, dirigiendo su atención a Koshmar, comenzó a hablar en un tono que a ella le pareció una mezcla de aullido y ladrido. No podía acostumbrarse a la forma de expresarse de los bengs, y varias veces tuyo que contenerse para no echarse a reír. Pero aunque no comprendía una palabra, se vio obligada a reconocer que se trataba de un discurso solemne, florido, cargado, sustancial.

Escuchó con cuidado, asintiendo con la cabeza de vez en cuando. Puesto que al parecer no habría batalla, al menos de momento, le correspondía recibir a estos extraños tal como correspondía a una estadista.

— ¿Entiendes algo? — preguntó a Sachkor en voz baja al cabo de un rato.

— Un poco. Dice que están aquí en son de paz, para comerciar y entablar amistad. Te dice que Nakhaba ha guiado a su pueblo hasta Vengiboneeza, que había una profecía según la cual vendrían aquí y hallarían amigos.

— ¿Nakbaba?

— Su dios principal — explicó Sachkor.

— Ah — dijo Koshmar. Noum om Beng siguió con su discurso.

Koshmar oyó pasos y murmullos a sus espaldas. Llegaban más miembros de la tribu. Miró a su alrededor y vio a los hombres que faltaban, incluso a algunas de las mujeres: Taniane, Sinistine, Boldirinthe, Miribain.

Torlyri también había llegado. Era reconfortante verla allí. Parecía inusualmente tensa y cansada, pero no obstante su simple presencia le causó gran alivio. Se cercó a Koshmar y la tocó ligeramente en un brazo.

— Me han dicho que el enemigo ha entrado en la ciudad. ¿Habrá guerra?

— No creo. No parecen ser enemigos. — Koshmar señaló a Noum om Beng —. Es el anciano de su tribu. Está dando un discurso. Creo que no terminan nunca.

— ¿Y Sachkor? ¿Está bien?

— Fue él quien les encontró. Se fue por su cuenta, los rastreó y les ha conducido de camino a Vengiboneeza. — Koshmar se llevó un dedo a los labios —. Se supone que debo estar escuchando.

— Oh, disculpa — murmuró Torlyri.

Noum om Beng prosiguió con su discurso unos minutos más, y luego terminó casi en mitad de un aullido para regresar al lado de Hamok Trei. Koshmar miró inquisitivamente a Sachkor.

— ¿Qué ha dicho?

— En realidad, no he comprendido gran cosa — respondió Sachkor con una sonrisa de disculpa —. Pero la última parte ha sido bastante clara. Nos imita hoy por la noche a un banquete. Su pueblo pondrá la carne y el vino. Al otro lado de la ciudad tienen un corral de ganado. Nosotros debemos ofrecerles un lugar donde acampar y algo de leña para el fuego. Ellos harán el resto.

— ¿Y crees que debo confiar en ellos?

— Sí.

— ¿Y tú, Hresh?

— Ya están dentro de la ciudad, y, son tan numerosos como nosotros. Creo que esas bestias rojas e hirsutas podrían ser terribles en una batalla. Ya que se han declarado amigos y, que en efecto lo parecen, debemos aceptar su ofrecimiento de amistad tal como nos lo presentan, a menos que tengamos razones para pensar de otro modo.

Koshmar sonrió.

— ¡Astuto Hresh! — Y dirigiéndose a Sachkor, añadió —: ¿Qué sabes sobre el Hombre de Casco que estuvo aquí el año pasado? ¿No se han preguntado qué sucedió con él?

— Saben que ha muerto.

— ¿Y que murió en nuestras manos?

— No lo sé con seguridad. Al parecer creen que falleció de alguna causa natural — respondió Sachkor, algo inquieto.

— Esperemos que así sea — suspiró Koshmar.

— En todo caso — aclaró Hresh — nosotros no lo matamos. Se mató mientras tratábamos de formularle algunas preguntas. En cuanto logremos hablar mejor su lengua, podremos explicárselo. Y hasta entonces, nuestra mejor táctica es…

En los ojos de Hresh asomó una expresión extraña. Se interrumpió.

— ¿Qué sucede? — preguntó Koshmar —. ¿Por qué te detienes así? ¡Sigue, Hresh, sigue!

— Mirad allí — dijo en voz baja —. Eso sí que son auténticos problemas.

Señaló en dirección al este, hacia las laderas qué se alzaban sobre ellos.

Harruel, con aire inmenso y malsano, descendía por el camino que bajaba de las montañas.

¡Así que la invasión que tanto había temido por fin estaba teniendo lugar, y nadie se había molestado en buscarle! ¡Y a Koshmar no se le ocurría nada mejor qué abrirles la ciudad y poner el asentamiento en sus manos!

El hedor había llegado hasta las narices de Harruel mientras rumiaba sus horas de centinela apostado sobre la horquilla del árbol. Su alma se encendía en furias tenebrosas y la ira le cegaba. Observó el denso follaje de la montaña, pero no descubrió nada Pero allí estaba el hedor, ese asqueroso olor a corrupción y decadencia Se dio la vuelta y vio a los monstruos rojos y peludos invadiendo la ciudad a. través de la puerta del sur, y sobre sus lomos, a los Hombres de Casco, sentados de dos en dos.

¿Quién hubiera pensado que el ataque se produjese por el sur? ¿Quién iba a sospechar que los tres guardianes mecánicos que los ojos-de-zafiro habían dejado en los pilares simplemente se harían a un lado para dejar entrar a las criaturas?

Este hedor procede de sus excrementos, pensó Harruel. Es el despreciable olor de sus despojos, que el viento trae hasta mí.

Se abalanzó sobre la ladera de la montaña, espada en mano, ávido de guerra.

El camino descendía en espiral, y en cada curva distinguía mejor lo que sucedía a sus pies. Había todo un ejército de extraños: podía ver cómo refulgían los cascos bajo el sol poniente. Y a juzgar por lo que veía, casi toda la tribu había salido a recibirlos. Allí estaba Koshmar, y Torlyri, allí estaba Hresh. Y la mayoría de los de más, reunidos en pequeños grupos. Koshmar se había puesto una de sus máscaras de guerra, pero no había batalla. Estaban hablando.

¡Hablando!

Mira, allí había dos Hombres de Casco, tal vez los cabecillas, de pie junto a Koshmar y Hresh: ¡Estaban conferenciando con el enemigo, y éste había situado sus bestias dentro del asentamiento! ¿Acaso Koshmar se estaba rindiendo sin defenderse? Sin duda se trataba de eso, decidió Harruel. Koshmar está entregando la ciudad. Ni siquiera intenta expulsar al invasor; nos está entregando como esclavos.

Tenía que haberla juzgado mejor. Koshmar tenía pasta de guerrera. ¿Por qué semejante cobardía, entonces? ¿Por qué esta fácil sumisión? Debe de estar bajo la influencia de Hresh, estimó Harruel. Ese niño no es de los que luchan. Y es tan solapado que sabe cómo envolver a Koshmar alrededor de su dedo meñique.

Con pasos pesados, Harruel atravesó el último tramo del camino y descendió a la gran avenida que partía del portal. Ya todos le habían visto: estaban señalando hacia él, murmurando. Rápidamente irrumpió en el grupo.

— ¿Qué significa esto? — preguntó —. ¿Qué estáis haciendo? ¿Cómo ha podido entrar el enemigo en nuestra ciudad?

— Aquí no hay ningún enemigo — respondió Koshmar lentamente.

— ¿No hay enemigos? ¿No?

Harruel lanzó una mirada furibunda hacia el Hombre de Casco más cercano, hacia los dos que estaban detrás de Koshmar. Sus ojillos rojos y duros le miraban fríos y huidizos. Uno de ellos tenía un cierto aire de rey, distante, superior. El otro era muy alto. ¡Dioses, qué alto! Harruel comprendió que por primera vez en su vida estaba ante alguien más alto que él. Pero el cuerpo viejo, marchito y reseco del Hombre de Casco parecía tan endeble como el de un aguazancos. Un buen ventarrón lo partiría en dos. Harruel sintió la tentación de acabar con los dos con un par de sablazos. Primero el soberbio, luego el debilucho. Pero la voz interior que intentaba disuadirlo de actos precipitados le advertía que era una locura, que no debía actuar sin estudiar mejor la situación.