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Pero resultó más complejo de lo que había pensado. Se dirigió a Noum om Beng, pues entre la tribu beng este viejecillo macilento parecía ocupar el mismo rango que él. El anciano había escogido como residencia un laberinto que en la época del Gran Mundo bien pudo haber sido un palacio, al otro lado de la torre en espiral. Allí, sentado sobre un banco de piedra negra, cubierto por un recargado tejido de muchos colores, atendía a sus interlocutores durante todo el día, en la cámara más profunda e inaccesible del edificio. Era una habitación de muros blancos, sin muebles ni adornos.

Se mostró muy dispuesto a enseñarle, y pasaban juntos muchas horas seguidas. Noum om Beng hablaba, y Hresh escuchaba con atención, tratando de captar significados en el aire con más entusiasmo que éxito.

A Hresh le resultaba fácil aprender los nombres de las cosas: Noum om Beng sólo tenía que señalar y nombrar. Pero cuando se trataba de conceptos abstractos, la cuestión se volvía mucho más difícil para Hresh. Comenzó a pensar que los supuestos conocimientos de Sachkor sobre el idioma beng estaban compuestos por una parte de vocablos sencillos, tres partes de adivinanzas y seis partes de jactancias.

El lenguaje beng y el de Hresh guardaban alguna relación, de eso no le cabía ninguna duda. Las frases se construían de modo similar, y determinadas palabras bengs parecían distorsiones lejanas de términos equivalentes en su propia lengua. Tal vez ambas derivaban de una única lengua que todos habían hablado antes de la llegada de las estrellas de la muerte. Pero, al parecer, durante los interminables milenios de aislamiento en que las tribus se refugiaron del Largo Invierno en los capullos, cada una fue alternando de forma imperceptible el modo de hablarla hasta que, al cabo de los siglos, los idiomas llegaron a tener gramáticas y vocabularios distintos por completo.

Aquel lento progreso hacía desesperar a Hresh. Había abandonado casi todas las demás investigaciones para dedicar la mayor parte de su tiempo al estudio de la lengua beng. Pero después de muchas semanas, era poco lo que sabía decir. Hablar con Noum om Beng era como tratar de ver algo a través de una gruesa faja negra puesta alrededor de los ojos, como intentar oír el sonido del viento desde un hoyo en lo más profundo de la tierra.

Sabía cincuenta o sesenta palabras distintas, pero eso no era hablar. No tenía forma de enlazar esas palabras entre sí para transmitir información útil, o para obtenerla. Y el resto del idioma seguía siendo humo y niebla para él. La voz seca y susurrante de Noum om Beng no cesaba de hablar, y Hresh podía entender que estaba diciendo cosas importantísimas, pero no discernía más de una palabra entre mil. El anciano se mostraba cortés y paciente, pero no parecía darse cuenta de lo poco que comprendía Hresh.

— Tal vez deberías intentar entrelazarte con él — sugirió un día Haniman.

Hresh se quedó atónito.

— ¡Pero ni tan sólo sé si se entrelanzan!

— Tienen órganos sensitivos…

— Bueno, sí. Pero supón que sólo los usan para la segunda vista. Supón que entre ellos el entrelazamiento es una costumbre prohibida.

El tema del entrelazamiento era conflictivo para Hresh. Seguía ardiendo en su alma el recuerdo de su único y desastroso intento de entrelazarse con Taniane. Desde aquel día no había podido intercambiar más que unas pocas palabras con ella. No había tenido ocasión de mirarla a los ojos, ni pensar en entrelazarse con ninguna otra persona. Hresh tampoco se sentía capaz de hacer el ofrecimiento a Noum om Beng. ¡Era algo tan íntimo, tan privado! Tal vez tres o cuatro años atrás, también él hubiese sugerido una estrategia tan alocada, pero ahora que había crecido se sentía menos inclinado a las imprudencias.

— Deberías intentarlo — insistió Haniman —. ¿Quién sabe? Tal vez así encontrarás el sistema para introducirte en su lenguaje.

La perspectiva de yacer en brazos del marchito Noum om Beng, de sentir su aliento cargado y seco contra la mejilla, de tocar el órgano sensitivo del anciano con el suyo no llenaba de alegría al joven. Si debía pasar por ese brete para obtener la clave que lo condujera al idioma de los bengs, lo haría, aunque…

Pero Hresh no se decidía a formular su extraña demanda de forma directa. Le parecía demasiado desconcertante, demasiado vulgar. En cambio, titubeando con su pequeña provisión de palabras bengs, trató de explicar que deseaba hallar un medio más directo y rápidos, de aprender el idioma. Y miró el órgano sensitivo de Noum om Beng y luego el suyo propio. Pero el anciano no pareció captar el mensaje implícito.

Tal vez había alguna otra forma. ¿La segunda vista? De vez en cuando Hresh intentaba atisbar un poco la mente de algún Hombre de Casco, sin internarse demasiado. Pero nunca había osado hacerlo con Noum om Beng. Hresh recordaba con demasiada claridad aquel explorador beng que tiempo atrás se había quitado la vida cuando el muchacho intentó aplicar sobre él la segunda vista. En opinión de Hresh, Noum om Beng era demasiado astuto para dejarse sondear sin advertirlo, y no tenía modo de saber cómo reaccionaría el anciano ante semejante intrusión mental.

Esto eliminaba el Barak Dayir. Su talismán, su clave mágica para conseguirlo todo. May posiblemente era su única esperanza de lograr algún conocimiento real del idioma beng.

La siguiente vez que Hresh fue a visitar a Noum oro Beng, llevó con él el Barak Dayir, bien cubierto en el viejo estuche de terciopelo.

Se sentó a los pies de Noum om Beng durante una hora o más, escuchando el incomprensible monólogo del anciano. Las pocas palabras que comprendió flotaron de forma enloquecedora a su alrededor, como brillantes burbujas en una oscura nube de gas, y como de costumbre, no comprendió nada de lo que el Noum oro Beng decía. Al fin, el marchito Hombre de Casco calló y miró hacia abajo, como esperando que Hresh lo retribuyera con un discurso igualmente largo.

Sin embargo, Hresh extrajo la Piedra de los Prodigios y la dejó caer del estuche sobre la palma de su mano. La roca emitió una ligera tibieza y la típica luz dorada. Murmuró los nombres de los Cinco e hizo con la otra mano las señales, y extendió la piedra pulida para que Noum om Beng pudiera contemplarla.

La reacción del anciano fue dramática e inmediata, como si en un solo instante hubiera rejuvenecido treinta o cuarenta años. Sus ojos rojos brillaron con un repentino fulgor vigoroso y carmesí. Con un ruido parecido a una tos, se puso en pie y se arrojó de rodillas ante la mano extendida de Hresh con tal ímpetu que las alas púrpuras de su casco casi golpearon a Hresh en el rostro.

Noum om Beng se mostró asombrado, traspasado por el respeto. De sus labios partió una corriente de balbuceos, de los cuales Hresh sólo alcanzó a comprender uno, que Noum om Beng repitió muchas veces.

— ¡Nakhaba! ¡Nakhaba!

¡Gran Dios! ¡Gran Dios!

En esas extrañas semanas que siguieron a la partida de Harruel, Taniane se encontró muchas veces deseando haber ido con él.

Si Hresh se hubiera marchado, ella de buena gana lo habría seguido. Cuando Harruel, con tanta furia, había ordenado a Hresh que eligiera entre la tribu y su madre, Taniane ni siquiera se atrevió a respirar, consciente de que se estaba decidiendo su destino. Pero Hresh había rehusado ir, y Taniane, dejando escapar el aliento en su siseo, había apartado de su mente la declaración que un momento atrás habría hecho de renunciar a su Pueblo y a su vida en Vengiboneeza.

De forma que allí estaba. Pero ¿por qué? ¿Con qué fin?

Si se hubiera ido, ante ella se extendería una existencia nueva y difícil. Ya conocía las penurias de la vida en el exterior de la ciudad. Podía imaginar las nuevas adversidades que le depararía el reinado de Harruel.

Era grosero, bruto, cruel, peligroso. Tenía el alma fría y el carácter fogoso. Tal vez no siempre había sido así, pero desde la Partida, ella había visto cómo iba cambiando hasta convertirse en su propia ley. Murmuraba, rumiaba, objetaba las decisiones de Koshmar, se marchaba a las colinas en viajes solitarios por donde le venía en gana, organizaba su propio ejército sin pedir siquiera permiso a Koshmar, y finalmente llegó a desafiar a la cabecilla… y a violar a Kreun, simplemente arrojándola al suelo y sirviéndose de ella contra la voluntad de la muchacha.