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— Ven — le dijo Koshmar —. Entrelacémonos.

— Sí — respondió Torlyri —. ¡Con gusto!

En esos días, Koshmar representaba un gran consuelo para ella. Se entrelazaban a menudo, con más frecuencia que durante los últimos años, y en cada entrelazamiento Torlyri sentía que Koshmar vertía fortaleza, calidez y amor en su alma.

Torlyri sabía que su enamoramiento de Lakkamai había herido en lo más hondo a Koshmar. Ella nunca se lo había expresado con palabras, pero después de tantos años juntas, con o sin entrelazamiento de por medio, no podía ocultar sus sentimientos. A pesar de eso, Koshmar se había apartado para permitir que Torlyri hiciera lo que quisiera. Y ahora que todo había terminado, que Lakkamai había soltado de su abrazo a Torlyri como por casualidad, Koshmar no le hacía recriminaciones, no se burlaba, no se mostraba cruel. Sólo le ofrecía amor, fortaleza, calidez…

No debía resultarle fácil. Pero lo hacía.

Y en un momento en que, como Torlyri no ignoraba, ella misma estaba pasando por una gran tensión. La separación de Harruel había representado un golpe terrible para ella. Koshmar nunca había tenido que soportar una afrenta semejante. Ninguna cabecilla lo había hecho. Ser humillada delante de toda la tribu, ser rechazada, ser despreciada… Once personas le habían dado la espalda. ¡Qué agravio, qué dolor! Y luego ver cómo los Hombres de Casco invadían la ciudad, con derroche de trabajo y energía, con sus bestias colosales y apestosas, con sus costumbres extrañas. En una época, el capullo fue un mundo entero, y Koshmar había sido la suprema gobernante. Pero ahora el Pueblo había conocido un mundo mucho más grande, y ella no era más que la cabecilla de una pequeña tribu dividida que ocupaba un diminuto rincón de la gran ciudad, y tenía cerca la presencia de una tribu mucho más numerosa, que la oprimía, que se inmiscuía, que invadía…

Todo esto amenazaba con eclipsar el brillo del poder de Koshmar. Perjudicaba su prestigio, su confianza, su espíritu mismo. Pero Koshmar, con extraordinaria resistencia, había soportado los golpes. Y tenía fuerzas de sobra para compartirlas con su amada Torlyri, lo cual despertaba en ella la más honda gratitud.

Mientras yacían juntas, los dedos de Koshmar se hundieron con afecto en el pelaje tupido y negro de Torlyri. El familiar calor de su mano era reconfortante. Torlyri sintió que Koshmar temblaba, y le sonrió.

— Tú — musitó Koshmar —. Mi más querida amiga. Mi único amor…

Sus órganos sensitivos se tocaron. Sus almas se fusionaron en íntima comunión.

Torlyri se preguntó cómo pudo haber deseado a Lakkamai más que a Koshmar.

Más tarde, sin embargo, mientras descansaban en la Serenidad que sucede al entrelazamiento, advirtió que se trataba de una pregunta ociosa. Lo que Lakkamai le había brindado era algo completamente distinto al amor que compartía con Koshmar. Lakkamai le había ofrecido pasión, turbulencia, misterio. Con él había disfrutado de una unión que ella confundió con la comunión de las almas, pero ahora entendía que no había sido sino fusión de los cuerpos. Profunda, sí. Intensa y profunda, pero no duradera. Algo verdadero, pero efímero. Ambos se habían deseado, y durante un tiempo habían saciado esa sed entre sí. Y luego él había dejado de quererla, o bien algo lo llamaba con mayor intensidad, y cuando Harruel pidió compañeros para que se le unieran en su conquista de las tierras salvajes, Lakkamai había dado un paso al frente sin siquiera mirarla, sin pensar en ella. Ni tan sólo le había pedido que se fuera con él. Tal vez pensó que no sería correcto, que ella debía permanecer fiel a sus obligaciones como mujer de las ofrendas de la tribu. O quizá no le hubiese importado. Acaso ya hubiese obtenido de Torlyri cuanto deseaba, y ya no quisiera más de ella, y estuviese dispuesto a una nueva aventura.

Torlyri se preguntó qué habría hecho si Lakkamai le hubiese pedido que se marchara con él y que abandonara la tribu, sus deberes y Koshmar.

No pudo responder a la pregunta. Se alegró de que Lakkamai no se lo hubiese pedido.

Harruel iba delante del resto durante la marcha, solo, rodeado de un manto de aislamiento real. Era una forma de destacar su poder y su distancia. Y le daba ocasión de pensar.

Sabía que no tenía ningún plan concreto, salvo marchar sin detenerse hasta que los dioses le indicaran el destino que le tenían deparado. A pesar de las comodidades y tranquilidad que representaba, Vengiboneeza ya no era ése su destino: Vengiboneeza… una ciudad muerta que había pertenecido a otros. Era un lugar para esconderse y aguardar, pero, ¿aguardar a qué? A nada, pensó. ¿A que las ruinas blanquecinas se derrumbaran y los asfixiaran entre nubes de polvo? Y aunque Vengiboneeza pudiese ser revivida de algún modo, si los edificios fuesen reparados, si las máquinas volvieran a funcionar, no sería su vida Detestaba la idea de vivir en una ciudad que otros habían abandonado. Era como dormir sobre las sábanas sucias de un extraño. No. Vengiboneeza no era sitio para él.

Pero aún no sabía con certeza cuál era su lugar. Pensaba seguir andando hasta que lo descubriera.

En verdad, por aquel día ya habían caminado cuanto podían. La noche se acercaba. Habían pasado a un terreno agradable, de suaves valles ondulados, abundantemente tapizado de pastos nuevos, rojos y verdes. Más adelante, la tierra descendía de forma brusca y ante ellos se extendía algo que a Harruel le pareció extrañamente hermoso y hermosamente extraño.

En el centro del amplio valle había un gran hoyo circular, poco profundo y bastante ancho, delimitado a la perfección por un nítido borde. En el centro había una densa vegetación que constituía un oscuro bosque de misterios y prometía profusa cacería.

El hoyo parecía demasiado simétrico para ser natural. Harruel se preguntó quién podía haber construido algo tan inmenso y por qué. Si era alguna ciudad o centro ceremonial del Gran Mundo, ¿por qué no había ruinas? Desde arriba, no se veía más que una depresión vasta y poco profunda, casi del mismo diámetro que Vengiboneeza, perfectamente circular, rodeada por un reborde y muy poblada de vegetación. Bien, en cualquier caso, era mejor que el sitio de donde procedían.

Casi llevaban una semana cruzando una zona de bosques desalentadores, donde las ramas se anudaban estrechamente por medio de espesas enredaderas negras y lustrosas que no dejaban pasar la luz del sol. El suelo del bosque era seco y árido, cubierto de un manto polvoriento. Allí sólo crecía una planta voluminosa y clara, con forma de cúpula, carnosa y sombría, que brotaba sin aviso en cuestión de momentos y surgía de la tierra a velocidad sorprendente. Era pegajosa y desprendía una sustancia urticante. Y, sin embargo, durante la noche unos extraños animalitos de patas largas y pelaje azul aparecían por el bosque en busca de estas plantas solemnes y en cuanto daban con una se abalanzaban al interior para devorarla desde dentro hacia fuera. Estas criaturas eran difíciles de atrapar, excepto cuando se alimentaban, mientras se dejaban arrastrar por el frenesí de su glotonería. Así, se les podía aferrar por las piernas. Pero no eran sabrosas en absoluto, pues si se comían asadas, la carne todavía era más insípida que cruda. Harruel se alegró cuando hubieron dejado aquel sitio atrás.

Se volvió y miró a su espalda, hacia el amplio risco que acababa de cruzar, y que ya se hundía en la oscuridad vespertina procedente del este. El cielo casi estaba negro, salvo en un punto donde un único haz de luz dorada chocaba contra un muro de nubes de contornos nítidos. Cerca de él divisó a Konya y Lakkamai, y al resto de su gente, que venía a mitad de camino desde el bosque en grupitos espaciados.