Amplificando la voz entre las manos, Harruel gritó a Konya:
— Acamparemos aquí. Pásalo.
Del sur soplaba una brisa tibia. Anunciaba promesas de lluvia. De las copas de los árboles partió una gran bandada de voluminosas aves, de plumaje gris y brillantes cuellos plateados, estilizadas como serpientes, que se dirigía hacia el nordeste. Tenían un aspecto desagradable, pero durante el vuelo cantaban como un coro de dioses. Una o dos semanas antes, al otro lado del bosque, Harruel había visto bandadas de unas delicadas avecillas de alas verdes y azules que refulgían como un puñado de joyas contra el cielo, y que graznaban como diablos. Se preguntó cómo podía existir semejante disparidad entre la voz y la imagen.
Si Hresh estuviese allí, se lo habría preguntado. Pero no estaba con él.
Permaneció de pie con los brazos cruzados hasta que Konya y Lakkamai se acercaron hasta él.
— Aquí hay agua buena — anunció Harruel —. Y estos arbustos tendrán frutos en abundancia. Creo que mañana podremos cazar cuanto queramos. — Señaló el hoyo que se abría a sus pies —. Mirad allí abajo. ¿Qué os parece?
Konya fue hasta el lugar donde el borde descendía. Hundió la mirada en el declive verde y sombrío.
— Qué extraño — murmuró al cabo de un rato —. Es como un gran cuenco redondo. Nunca había visto nada parecido.
— Ni yo — admitió Harruel.
— Debe de haber abundante caza allí. ¿Ves donde el borde se eleva como una barrera curva? Los animales pueden entrar, pero no salir. Tienen que vivir allí confinados.
— Una ciudad — dijo Lakkamai, solemne —. Al parecer fue una ciudad en los viejos tiempos.
— No estoy tan seguro. Creo que es algo construido por los dioses. Pero ya veremos mañana.
Los demás comenzaban a llegar. Harruel se apartó a un lado mientras los demás se ocupaban de las tareas del campamento.
Eso era algo que también habría preguntado a Hresh. Ese hoyo poco profundo e inmenso en medio del valle.
¿Por qué estaba allí, cómo se había formado? Uno siempre podía confiar en que Hresh daría alguna respuesta. A veces sólo ofrecía conjeturas, pero por lo general respondía con la verdad. Los libros se lo explicaban casi todo, y además tenía poderes de brujo, o tal vez poderes divinos, que le permitían ver más allá de la visión normal y aún más allá de la segunda vista.
A Harruel no le gustaba Hresh. El niño siempre le había parecido problemático, escurridizo, incluso peligroso. Pero no podía negar el poder de la extraña mente de Hresh, y la profundidad de los conocimientos que extraía del cofre de las crónicas. Y al final, Hresh había decidido no ir con él. Por un momento Harruel pensó en obligarlo, pero luego decidió que sería poco prudente, si no imposible. Koshmar podía haber intervenido. O el mismo Hresh podía haber tramado algún truco para evitar tener que obedecerle. Nadie, ni siquiera Koshmar, había logrado jamás que Hresh hiciera algo que no quisiera.
A pesar de todo, Harruel había emprendido la marcha, escogiendo una ruta sin la ayuda de la sabiduría de Hresh. Se dirigían rumbo al oeste y al sur, siguiendo el sol todo el día hasta que se ponía. No tenía sentido ir en otra dirección, ya que por allí habían llegado, y detrás no había más que planicies vacías, mecánicos oxidados y ejércitos peregrinos de hijks. Por este camino se escondía la promesa de lo desconocido. Y era una tierra verde y fértil, que parecía palpitar y estallar con la vitalidad de la Nueva Primavera.
Cada día había impuesto el ritmo de la marcha, y los demás se habían afanado por seguirle. Caminaba deprisa, aunque no tanto como si hubiese ido solo. Después de todo, Minbain y Nettin debían llevar a sus hijos. Harruel pensaba actuar como un rey firme, pero no estúpido. El rey fuerte, según creía, exige más de su pueblo de lo que éste le daría si no lo pidiera, pero nunca debe exigir más de lo que los súbditos son capaces de brindar.
Harruel sabía que le temían. Su tamaño y fortaleza, y la naturaleza sombría de su alma, le aseguraban el respeto. También quería que le amaran, o al menos que le veneraran. Eso no sería tan fácil; sospechaba. que la mayoría de ellos le consideraba una criatura brutal y salvaje. Probablemente aquel sentimiento se debía a la violación de Kreun. Bueno, aquello había sido un momento de locura; no se enorgullecía de su comportamiento, pero no podía rectificar lo que ya estaba hecho. Él sabía que era mejor de lo que creían los demás, puesto que se conocía mejor. Ellos no podían ver sus complejidades internas, sólo su exterior duro y salvaje. Pero llegarían a conocerle, se dijo Harruel. Verían que, a su modo, él era un jefe astuto, fuerte y sobresaliente; un hombre de destino, un rey correcto. No una bestia, ni un monstruo: fuerte, pero a la vez sabio.
Durante una hora, hasta que anocheció, los hombres cazaron y las mujeres recolectaron moras azuladas y pequeñas, y nueces rojas, redondas y de cáscara urticante. Luego todos se sentaron alrededor del fuego para comer. Nittin, quien jamás había sido entrenado como guerrero pero que estaba demostrando una inusual destreza con las manos, había atrapado una criatura cerca del arroyo que cruzaba la zona: una bestia ágil y esbelta, que cazaba peces, con un largo cuerpo púrpura y un espeso collar de cerdas rígidas y amarillas. Las manos, en el extremo de unos brazos pequeños y regordetes, casi parecían humanas, y en sus ojos brillaba un destello de inteligencia. Su carne alcanzó para alimentarlos a todos, y no se desperdició un solo bocado.
Después llegó la hora de aparearse.
Ahora las cosas funcionaban distintas que en los viejos tiempos del capullo, cuando el pueblo copulaba con quien deseaba pero sólo mostraban interés frecuente en aquella actividad las parejas de progenitores. En Vengiboneeza todo había cambiado. La tribu entera había tomado la costumbre de formar pareja y criar hijos. Y de copular sólo con el compañero. El mismo Harruel había acatado ese hábito hasta el día en que se encontró con Kreun al bajar de las montañas.
Pero ahora, durante la travesía, Lakkamai no tenía compañera, puesto que Torlyri, la de las ofrendas, no había dejado el asentamiento. Estar sin pareja cuando todos la tenían no parecía importarle mucho, pero Lakkamai raramente se quejaba de las cosas. Era un hombre callado. Sin embargo, Harruel dudaba mucho que Lakkamai se conformara con pasar el resto de su vida sin aparearse, y no había más mujeres que las compañeras de los otros hombres y la niña Tramassilu, quien no llegaría a la edad de aparearse hasta al cabo de muchos años.
También sucedía que Harruel, ahora que había descubierto una sed voraz de apareamiento, no pensaba limitarse a Minbain por el resto de sus días. Con los años, la mujer iba perdiendo los restos de su antigua belleza, y el esfuerzo de criar a Samnibolon consumía sus energías. Mientras, Galihine, la mujer de Konya, seguía en la flor de la juventud, y las muchachas Weiawala y Thaloin eran ardientes como niñas. Incluso a Nettin le quedaba algo de atractivo. Así, poco después de comenzar la travesía, Harruel anunció la nueva costumbre y aquella misma noche tomó a Thaloin.
Si Minbain tuvo algo que objetar, lo guardó para sus adentros, al igual que Bruikkos, el compañero de apareamiento de Thaloin.
— Nos aparearemos como queramos — declaró Harruel —. Todos nosotros, no sólo el rey. — Había aprendido por la experiencia con Kreun que debía cuidarse de no tomar privilegios sólo para sí: podía llegar hasta allí, pero no más lejos, pues los demás podían levantarse en contra de él o atacarle mientras dormía.
No le agradó cuando noches más tarde Lakkamai y Minbain se fueron juntos a copular. Pero era la regla, y no pudo oponerse. Harruel se tragó su descontento. Con el tiempo se acostumbró a que los demás hombres se aparearan con Minbain, y él mismo lo hizo cuantas veces le apeteció.
Para entonces, nadie daba importancia a eso de copular con libertad. Esa noche, a la hora de aparearse, Harruel tomó a Weiawala. Tenía el pelaje suave y lustroso, y el aliento, dulce y suave. Su único defecto era que le sobraba pasión, y se le echaba encima una y otra vez, hasta que se veía obligado a empujarla a un lado para poder descansar.