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A lo lejos, los animales susurraban, chillaban, rugían durante la noche. Entonces vino la lluvia, cálida y torrencial, y extinguió el fuego. Todos se apiñaron, empapados. Harruel oyó que alguien decía al otro lado que al menos en Vengiboneeza habían tenido con qué cubrirse de la lluvia Se preguntó quién habría sido: seguramente un agitador en potencia. Pero Weiawala, que se adhería a él, le distrajo del tema. Harruel olvidó las protestas. Al cabo de un rato la lluvia menguó y se hundió en un profundo sueño.

Por la mañana levantaron el campamento y descendieron por la ladera, tambaleándose y deslizándose sobre una senda que la lluvia había dejado poco transitable. Los que la noche anterior no habían prestado gran atención a la gran depresión en el centro del valle, ahora la estudiaban con gran interés a medida que se acercaban. En particular, Salaman se sintió fascinado por ella y más de una vez se detuvo a contemplarla.

Cuando ya estaban cerca, tan cerca que ya no distinguían la forma redonda sino sólo la curva del borde, Salaman dijo de pronto:

— Ya sé qué es esto.

— ¿Lo sabes? — preguntó Harruel.

— Debe ser el punto donde una estrella de la muerte se estrelló contra la Tierra.

Harruel se echó a reír secamente.

— ¡Oh, sabio! ¡Oh, vidente!

— Búrlate si quieres — dijo Salaman —. Estoy convencido de que tengo razón. Mira esto.

En el camino que se extendía ante ellos había un trecho más bajo. Había contenido las aguas de la lluvia y ahora apenas era más que un estanque de suave fango gris. Salaman levantó una roca tan pesada que apenas podía sostenerla en alto, y la arrojó con toda la fuerza de que fue capaz. Aterrizó sobre el charco salpicando en todas direcciones. Mittin, Galihine y Bruikkos acabaron llenos de barro.

Salaman ignoró sus airadas protestas. Corrió hacia delante y señaló el lugar donde la roca había quedado incrustada. Yacía algo enterrada sobre el suelo húmedo, y a su alrededor, con forma regular, el fango había sido desplazado para formar un cráter circular nítidamente bordeado por un saliente.

— ¿Lo veis? — intervino —. La estrella de la muerte aterriza en mitad del valle. La tierra se levanta a su alrededor. Y éste es el resultado.

Harruel le miró, asombrado.

No tenía forma de saber si Salaman decía la verdad o no. ¿Cómo se podía saber qué había sucedido hacía cientos de miles de años? Lo que le sorprendió y dejó estupefacto fue la agudeza del razonamiento de Salaman. Haber imaginado todo eso, haber visualizado el cráter, adivinado cómo podía haberse originado, comprender que podía crear el mismo efecto lanzando una roca contra el fango… el mismo tipo de comportamiento que hubiese tenido Hresh. Pero nadie más. Salaman nunca había dado señales de tal agudeza. Había sido sólo un guerrero silencioso y joven, obediente en el cumplimiento de su deber.

Harruel se dijo que debería vigilar de cerca a Salaman. Tal vez le sería muy útil, pero también podía crearle problemas.

— Aquí vemos la roca sobre el barro. Pero ¿por qué no se ve la estrella de la muerte sobre este cráter? En el centro no hay más que vegetación… — objetó Konya.

— Han pasado muchos años — aventuró Salaman —. Tal vez la estrella de la muerte haya desaparecido mucho tiempo atrás.

— ¿Y por qué ha quedado el cráter?

— Las estrellas de la muerte bien pueden estar formadas de un material poco resistente. Quizás eran inmensas bolas de hielo. O masas de fuego sólido. ¿Cómo voy a saberlo? Hresh nos lo habría dicho, pero yo no. Sólo sostengo que la cuenca que hay ahí delante se formó de esta manera. Puedes estar de acuerdo conmigo o no, Konya. Como te parezca — respondió Salaman, encogiéndose de hombros.

Se acercaron más. Al llegar cerca del borde, Harruel vio que no era tan regular como había creído desde lo alto. Estaba gastado y redondeado, y en algunos sitios apenas se distinguía. Desde la planicie lo habían visto con claridad por contraste con el valle circundante, pero aquí advertían en qué medida lo había erosionado y gastado el paso del tiempo. Eso hizo que Harruel creyera más en la teoría de Salaman, y en el mismo Salaman.

— Si realmente aquí cayó una estrella de la muerte, no tendríamos que aventurarnos — dijo Konya.

Harruel, de pie sobre el borde, contempló la espesura que se extendía por sus pies, donde ya casi distinguía el movimiento de rollizas criaturas, y le devolvió la mirada.

— ¿Por qué no?

— Es un sitio maldito por los dioses. Es un lugar de muerte.

— A mí me parece lleno de vida — disintió Harruel.

— Las estrellas de la muerte cayeron como señal de la ira de los dioses. ¿Debemos acercarnos a un sitio donde una de ellas estuvo enterrada? El aliento de los dioses permanece en este lugar. Aquí hay fuego. Aquí hay un destino aciago.

Harruel reflexionó un instante.

— Rodeémoslo — propuso Konya.

— No — replicó finalmente Harruel —. Éste es un sitio de vida. Sea cual fuera la ira de los dioses, no se dirigió contra nosotros, sino contra el Gran Mundo. De otro modo, ¿cómo podríamos haber sobrevivido al Largo Invierno? Los dioses han querido arrebatar el mundo a quienes antes fueron sus dueños para ofrecérnoslo a nosotros. Si aquí cayó una estrella de la muerte, es un sitio sagrado.

Le impresionó su propia sagacidad y su inesperado estallido de elocuencia, que le hizo palpitar las sienes por el esfuerzo. Y supo que ya no podía permitir que se impusiera la cautela de Konya. Había que seguir adelante, siempre adelante. Eso hacían los reyes.

— Harruel; sigo creyendo que… — insistió Konya.

— ¡No! — gritó Harruel. Trepó al borde del cráter, pasó por encima y se internó en el hoyo verde. Los animales que pacían le miraron con calma, sin temor. Tal vez no habían visto nunca seres humanos ni enemigos de ningún tipo. Era un lugar protegido —. ¡Seguidme! — gritó Harruel —. ¡Aquí hay carne para todos! — Y se lanzó al centro, junto con el resto, incluso junto a Konya, que no tardó en unirse al grupo.

El pecho de Koshmar se agitaba presa de la furia constantemente. Pero lo ocultaba por el bien de la tribu, de Torlyri y de sí misma.

No transcurría hora sin que reviviera el Día de la Ruptura. De día la obsesionaba, y de noche la perseguía en sueños. Oía cómo Harruel repetía una y otra vez: «El imperio de las mujeres ha terminado. A partir de hoy, yo soy el rey.» ¡Rey! Qué palabra más absurda. ¡Hombre cabecilla! Los hombres cabecilla eran para gente como los beng, no para el Pueblo! «¿Quién vendrá conmigo?», había preguntado Harruel. Su voz áspera resonaba incansable en su mente. «Esta ciudad es una maldición, y debemos abandonarla! ¿Quién se unirá á mí para construir un gran reino lejos de este lugar? ¿Quién irá con Harruel? ¿Quién? ¿Quién?»

Konya. Salaman. Bruikkos. Nittin. Lakkamai.

«¿Quién irá con Harruel? ¿Quién? ¿Quién? Continúa siendo cabecilla todo lo que quieras, Koshmar. La ciudad es tuya Me iré de aquí y dejaré de causarte problemas.»

Minbain. Galihine Weiatuala. Tbaloin. Nettin.

Uno tras otro fueron al lado de Harruel, mientras ella permanecía de pie, como una mujer de piedra, dejando que se marcharan, sin saber qué hacer para detenerlos.

Los nombres de los que se habían marchado eran un flagrante insulto para ella. Había pensado en pedir a Hresh que no registrara aquel suceso en las crónicas. Pero luego comprendió que era necesario señalarlo. Todo: la ruptura de la tribu, la derrota de la cabecilla. Pues de eso se trataba: de una derrota, la peor que hubiese sufrido ninguna otra cabecilla de la tribu. Las crónicas no sólo debían ser recopilaciones de triunfos. Koshmar se dijo con severidad que debían registrar la verdad, la verdad íntegra, para ser de utilidad a las generaciones futuras, aún por nacer.