Uno de cada seis adultos había elegido alejarse de su gobierno. Ahora la tribu se hallaba dolorosamente, extrañamente reducida. Había perdido a al unos de sus más valientes guerreros, mujeres prometedoras, dos niños, toda una esperanza de futuro. ¿Esperanza? ¿Qué esperanza podía caberle ahora? «La ciudad es tuya», había dicho Harruel, aunque luego agregó: «Mejor dicho, ahora pertenece a los Hombres de Casco.» Sí. Era cierto. Andaban por Vengiboneeza como hormigas. Realmente, ahora era su ciudad. Deambulaban por todas partes. Cuando encontraban miembros del Pueblo en algún distrito alejado, lanzaban miradas de enfado y palabras ásperas, como si los bengs no desearan intrusiones en sus dominios. Sólo de vez en cuando Hresh y sus Buscadores salían a merodear por las ruinas en busca de los tesoros del Gran Mundo, aunque Hresh parecía acudir al sector beng más a menudo para celebrar los encuentros con el anciano. Esa relación parecía tener una existencia propia, totalmente al margen de las tensiones que se iban acumulando entre ambas tribus. Pero, en lo demás, el Pueblo se había ido replegando en el asentamiento, y se limitaba a lamerse las heridas que le había infligido el Día de la Ruptura.
A veces Koshmar se preguntaba si no sería mejor alejarse totalmente de Vengiboneeza, regresar a campo abierto y comenzar desde cero. Pero cada vez que se le ocurría esta idea, optaba por ignorarla. En esta ciudad debían hallar su destino: eso decía el Libro del Camino. ¿Y qué clase de destino era andar a la deriva como bestias, cediendo la ciudad a otra tribu? El Pueblo había llegado hasta allí con un propósito que aún no habían logrado. Por lo tanto, debemos quedarnos, resolvió con energía Koshmar.
Si alguna vez vuelvo a ver a Harruel, se dijo, lo mataré con mis propias manos. Esté despierto o dormido cuando lo encuentre, lo mataré.
— ¿Te pasa algo? — preguntó un día Torlyri.
— ¿Pasarme algo? ¿Por qué?
— Tienes la boca contraída como si algo te angustiara, como si estuvieras luchando contra ello.
Koshmar se echó a reír.
— Algún resto de comida entre los dientes. Nada más, Torlyri.
No dejaba que nadie supiese el dolor que le atormentaba. Recorría el asentamiento con la cabeza y los hombros erguidos, como si nada hubiese sucedido. Se esforzaba en ocultar sus preocupaciones cuando Torlyri y ella se entrelazaban, cosa que ahora hacían a menudo. Torlyri había quedado muy dolida tras el abandono de Lakkamai, y necesitaba mucho el amor y el apoyo de Koshmar. Cuando se mezclaba con la tribu irradiaba alegría, optimismo, buena voluntad. Era su deber. Todos habían quedado conmocionados por la Ruptura y la llegada de los Hombres de Casco. Se había dado una reacción retardada, que afectaba casi a todos. El Pueblo, que durante toda su existencia había vivido en el capullo creyendo ser el único sobre la Tierra, ahora se veía prácticamente invadido por extraños, y eso no era fácil de aceptar. Sentían la presencia de las almas de los bengs alrededor, oprimiendo sus propios espíritus como el ambiente denso y cerrado que anuncia las tormentas estivales. Y la pérdida de los Once… el desgarro de la trama humana de la tribu, el cercenamiento de lazos de amistad y familia que habían prevalecido durante toda una vida, el impacto rotundo de semejante cambio… ay, sí, eso era duro. Muy duro.
Había tanto dolor a su alrededor que Koshmar no podía permitirse flaquear. Pero cada vez iba a su capilla con más frecuencia, donde se arrodillaba para hablar con el espíritu de Thekmur y con el de las anteriores cabecillas, y aceptaba todo el consuelo que podía obtener de la sabiduría que le ofrecían. Había encontrado cierta hierba aromática que crecía en las rendijas de los muros de la ciudad, y que cuando le prendía fuego en el altar le producía un estado de ensueño. Entonces lograba oír las voces de Thekmur y de Nialli, y de Sismoil y las demás que la habían precedido. ¡No la despreciaban, alabados fueran los dioses! Se mostraban misericordiosas y amables, aun cuando ella hubiese fracasado como cabecilla. Aunque hubiese fracasado.
Lo esencial era aprender a convivir con los Hombres de Casco. Resistir su avance por cualquier medio, menos la guerra. Crear una división de la ciudad que no fuera una humillante reclusión: su sector, nuestro sector, y un sector común.
Pero al parecer, los bengs no pensaban lo mismo.
— No quieren que andemos más por aquí — informó Orbin, señalando una ajada copia del mapa que había trazado Hresh, e indicando un cuadrante al nordeste de la ciudad, contra la muralla de montañas —. Han cercado el sector con una cuerda, y cuando ayer Praheurt se acercó a ellos, le gritaron y le hicieron señas.
Haniman le contó algo similar.
— Aquí — dijo —. A lo largo del borde de las aguas. Están erigiendo una especie de ídolos de madera y cubiertos con pieles, y se muestran enfadados cada vez que uno de nosotros se acerca.
— Cuéntalos — ordenó Koshmar —. Quiero saber con exactitud cuántos bengs hay. Haz una lista, describe a cada uno por el aspecto de su casco. — Hizo una pausa —. ¿Sabes escribir?
— Hresh me ha enseñado un poco — contestó Haniman.
— Muy bien. Haz la lista. Si nos vemos obligados a luchar es necesario que sepamos contra cuántos tendremos que combatir.
— ¿Les declararías la guerra, Koshmar? — preguntó Haniman.
— No debemos permitir que nos digan por dónde podemos ir y por dónde no.
— Pero son demasiados. ¡Harruel y Konya ya no están con nosotros!
Koshmar le miró con ira.
— Nunca más vueltas a mencionar esos nombres, niño. ¿Acaso eran nuestros únicos guerreros? Podemos hacer frente a cualquier peligro. Ve y haz la lista de los bengs. Cuéntalos.
Al cabo de unos días, Orbin y Haniman informaron que eran ciento diecisiete, incluidas las mujeres y los niños, excepto los más pequeños, que no salían de las casas. Al menos cuarenta parecían ser guerreros. Koshmar estudió las cifras con inquietud. El Pueblo sólo contaba con once guerreros, no todos en buen estado para combatir. Cuarenta era una fuerza muy numerosa.
Y esos bermellones, las bestias de los bengs, que andaban resoplando y merodeando a voluntad… constituían otra fuerza de peso, aunque distinta. Deambulaban por la ciudad, por donde les venía en gana, y con frecuencia acababan dentro del territorio del Pueblo, derribando edificios pequeños, pisoteando objetos que la gente había dejado a la intemperie para secar, asustando a los niños. Koshmar era consciente de que si se presentaba batalla, sus guerreros tendrían que enfrentarse a soldados bengs montados en aquellos monstruos. Sería un combate sin esperanza.
No hay modo de luchar contra esta gente, se dijo.
Acabarán por apropiarse de la ciudad sin siquiera levantar un dedo.
Debemos abandonar este lugar de inmediato, sin tener en cuenta lo que dice la profecía del Libro del Camino.
No. No. No.
— Debes enseñarnos la lengua beng a todos — dijo Koshmar a Hresh.
Si debían enfrentarse a los bengs — lo cual era improbable, pues en realidad se esforzaban muchísimo en mostrarse corteses y hasta amistosos — era imprescindible que pudieran espiarlos y comprender lo que decían. Hresh había descubierto una forma de comunicarse, tal como. Koshmar había esperado. Pero él argumentaba que aún no estaba preparado para enseñar a los demás. Necesitaba lograr una base más firme, y más tiempo para analizar y clasificar lo que sabía, antes de poder impartir su saber a la tribu.
Ella estaba segura de que Hresh mentía: sólo trataba de ocultar ante ella y Tolryri la fluidez con que hablaba el idioma de los bengs. Siempre había sido así: le gustaba proteger su prestigio y poder, conservando sus conocimientos en secreto. Pero ahora era imprescindible que compartiera su saber con los demás, y ella le dio a entender que no se trataba de un juego.