Выбрать главу

— Todos mueren, Hresh.

— Pero, ¿por qué?

— Porque el cuerpo se gasta. La fuerza se acaba. ¿Ves qué blanco se ha vuelto mi pelaje? Cuando el color se va, es que la vida se aleja. En mí interior las cosas también están cambiando. Es algo natural, Hresh. Todas las criaturas lo experimentan. Dawinno creó la muerte para nosotros, para que podamos hallar la paz al final de nuestra labor. No hay por qué temerla.

Hresh, en silencio, asimilaba las palabras.

— Aún así, no quiero morir — declaró, después de unos instantes.

— A tu edad es algo impensable. Pero dentro de unos anos lo comprenderás. No trates de encontrarle sentido ahora.

Se hizo otro silencio. Thaggoran vio que el niño contemplaba el cofrecillo de las crónicas, en cuyo interior había dejado atisbar a Hresh más de una vez. Incluso le había permitido tocarlo, a pesar de que aquel acto estaba en contra de toda regla. El niño era ávido, persuasivo. No parecía haber ningún mal en dejar que viera los libros antiguos. Más de una vez, Thaggoran se había sorprendido deseando que el pequeño hubiera nacido antes, o que él mismo hubiera ocupado su lugar en época posterior. Se trataba de un cronista de nacimiento, de eso no cabía duda. Personas como él sólo aparecían una vez en una generación entera, en el mejor de los casos. Y, sin embargo, era sólo un niño, y los años le separaban de la posibilidad de ser el sucesor. Yo habré muerto mucho antes de que esta criatura se haga hombre, pensó Thaggoran. Y sin embargo… sin embargo…

— Deberías llevar a cabo tu cometido con las piedraluces — intervino Hresh finalmente.

— Así es. Debería.

— ¿Puedo quedarme a mirar?

— En otra ocasión, quizá — respondió Thaggoran.

Sonrió, acarició el delgado brazo del niño y le dio un suave empujón para echarle del recinto. Una vez más se centró en las piedraluces. Una vez más tocó a Vingir, y luego a Dralmir. Pero algo andaba mal. La sintonía era discordante. La trémula luz que precedía a la adivinación no aparecía. Miró alrededor, y allí estaba Hresh, espiando por el rellano de la puerta. Thaggoran ahogó una risa y gritó con toda la gravedad de que fuera capaz:

— ¡Oh, Hresh! ¡Fuera!

Bajo la luz crepitante y opaca de una lámpara negruzca alimentada con grasa animal, Salaman observaba los oscuros que se retorcían y entrelazaban ante él. A lo largo de su espina dorsal sintió que el temor ascendía desenrollándose como una serpiente de piedra. Tenía diez años, casi once. Se acercaba al primer umbral de la virilidad. Nunca antes había estado allí; en realidad, nunca había creído que existieran esas cavernas.

¿Tienes miedo? — preguntó Thhrouk a sus espaldas.

— ¿Yo? No. ¿Por qué?

— Yo sí — dijo Thhrouk.

Salaman se giró. No esperaba semejante franqueza. Se suponía que un guerrero no debía admitir sus temores. Thhrouk, al igual que Salaman, pertenecía a la clase guerrera, y tenía por lo menos un año más que este último. Casi estaba en edad de entrelazarse. Pero su rostro aparecía tenso y rígido de ansiedad. Bajo la luz vacilante de la lámpara, Salaman miró los ojos de Thhrouk, húmedos y brillantes por el fuego. Parecían dos piedraluces en su rostro, vidriosos, hieráticos. Los músculos se le dibujaban en las mandíbulas, y los de la garganta, agarrotados, protuberantes, revelaban una gran intranquilidad.

— ¿De qué tienes miedo? — dijo Salaman osadamente — ¡Anijang nos sacará de aquí!

— ¡Anijang! — exclamó Thhrouk —. ¡Un viejo obrero insensato!

— No es tan insensato — replicó Salaman —. He visto cómo lleva un calendario. Sabe contar el tiempo, los anos, y todo, por si no lo sabes. Es más listo que lo que crees.

— Y ya ha estado aquí otras veces — añadió Sachkor, al final de la hilera — Conoce el camino.

— Eso espero — suspiró Thhrouk —. No me gustaría nada tener que pasar el resto de mi vida perdido en estas catacumbas.

Desde lo alto llegó un agudo tintineo de rocas que caían; y luego un sonido más fuerte y ahogado, como si el techo del túnel empezara a desmoronarse. Thhrouk se inclinó hacia delante y se aferró al hombro de Salaman, enterrando los dedos con alarma. Pero entonces oyeron más adelante la voz de Anijang, que entonaba un desafinado Himno de Balilirion. Todo en orden.

— ¿Aún estáis ahí, niños? — gritó el hombre —. Manteneos más cerca de mí, ¿de acuerdo?

Salaman avanzó, agachándose para esquivar una roca que asomaba. Los otros dos le seguían. Por entre sus piernas corrían pequeñas criaturas escurridizas, de ojos rojos y esféricos. Un hilo de agua fría serpenteaba por el trayecto. Estaban allí en misión de «desconsagración»: en las viejas cavernas húmedas había objetos sagrados que no debían quedar ahí cuando el Pueblo abandonara el capullo. No era un trabajo agradable, pero Sachkor, Salaman y Thhrouk eran los tres guerreros más jóvenes, y tales cuestiones constituían parte de su disciplina. Era una tarea inmunda. El mismo Harruel habría querido evitarla, pero no le había sido necesario.

Anijang los aguardaba al otro lado de la curva. Habían caído algunas rocas que se apilaban a su lado hasta la altura de los tobillos, y Anijang observaba el boquete por donde habían entrado.

— Un nuevo túnel. Bah, es viejo. Muy viejo. Viejo y olvidado. Sólo Yissou sabe cuántos pasajes habrá…

— ¿Tenemos que ir por aquí? — preguntó Thhrouk.

— No está en la lista — señaló Anijang —. Seguiremos adelante.

En el laberinto había nichos dedicados a cada uno de los Cinco Celestiales. Todos contenían objetos sagrados que se habían depositado allí en los primeros tiempos del capullo. Ya habían encontrado el nicho de Mueri y el de Friit, pero eran dioses poco importantes: la Consoladora, el Sanador. A continuación debía venir el santuario de Emakkis, el Dador, y luego, en los niveles más profundos, el de Dawinno, y por fin el de Yissou.

Lo intrincado de ese mundo subterráneo y sombrío cohibía a Salaman. Por primera vez, ahora que el Pueblo se disponía a partir del capullo, comprendía en parte lo que significaba haber ocupado ese lugar durante setecientos mil años. Algo así sólo podía haberse construido a lo largo de un período vastísimo. Cada uno de esos túneles había sido abierto a mano, por hombres como él mismo, a fuerza de perforar y horadar con paciencia roca y tierra, entre el frío y la oscuridad, de retirar escombros, de lijar muros, de construir vigas que sirvieran de sostén… Abrir cada pasaje debía de haberles llevado una eternidad. ¡Y cuántos eran! Docenas, cientos, utilizados durante un tiempo y luego abandonados. Salaman se preguntó por qué no habían conservado el mismo grupo de cámaras y corredores de forma permanente, dado que la tribu no había aumentado en tamaño durante los siglos que llevaban viviendo en el capullo. La respuesta, pensó, debía residir en la necesidad humana de tener una actividad constante en que ocuparse, aparte de comer y dormir. Durante un tiempo que escapaba a todo entendimiento, el Pueblo había permanecido prisionero de esas montañas junto al gran río, dormido, a resguardo del crudo invierno exterior en confortable y prolongado reposo; tenían cultivos que cuidar y animales que criar, ejercicios y rituales que observar, pero no bastaba con eso. Tenían que hallar otras formas de emplear su energía. Y así habían construido ese laberinto. ¡Yissou! ¡Qué tarea titánica tuvo que representar!

Mientras avanzaban, Salaman distinguía extrañas sombras aquí y allá. En las profundidades se agitaban misteriosos destellos de luz. Ocasionalmente vislumbraba enigmáticas figuras a lo lejos: pilares agazapados, pesados arcos… La obra olvidada de hombres olvidados. Allí había un universo entero de cavernas. Salas antiguas, altares abandonados, hileras de nichos, bancos de piedra. ¿Para qué? ¿Cuántos años hacía? ¿Cuánto tiempo llevaban de abandono?