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Un instante más tarde, Noum om Beng acercó su órgano sensitivo al de Hresh. No lo tocó, pero lo puso tan cerca que entre ambos apenas quedó un hilo de luz. Entonces, sus mentes se unieron.

No fue como la unión que resultaba de la segunda vista, ni del entrelazamiento. Ni como ninguna otra cosa que Hresh hubiese experimentado anteriormente con la Piedra de los Prodigios. La mente de Noum om Beng no yacía abierta ante él. Pero podía mirar en el interior de ella, del modo en que se puede contemplar una sala de tesoros desde el exterior. Hresh vio lo que a su mente parecieron compartimentos con paquetes cuidadosamente sellados en cada uno. Sabía que en realidad no eran compartimentos ni paquetes, sólo imágenes mentales, equivalentes mentales.

De la mente de Noum oro Beng soplaba una corriente helada y desoladora. Era un sitio frío, frío como las antiguas cavernas que transcurrían por debajo del capullo tribal, por donde Hresh había deambulado algunas veces de niño.

— Esto es para ti — indicó Noum om Beng. Y con gravedad cogió un pequeño paquete cuidadosamente envuelto de uno de los compartimentos superiores y se lo entregó a Hresh —. Ábrelo — orden anciano —. Vamos. ¡Ábrelo! ¡Ábrelo!

Los dedos temblorosos de Hresh tironearon del envoltorio. Por fin pudo sacar el contenido. Era una caja tallada en una sola piedra verde brillante y translúcida. Noum om Beng hacía gestos bruscos. Hresh levantó la tapa de la caja.

La joya, el envoltorio y la cámara de los tesoros desaparecieron de golpe. Hresh se encontró sentado en la oscuridad, parpadeando, confundido. Aferraba el Barak Dayir firmemente con el órgano sensitivo. Al cabo de un rato pudo distinguir a Noum om Beng, serenamente sentado al otro lado de la habitación. El anciano lo contemplada.

— Suelta el amplificador — dijo Noum om Beng —. Si sigues aferrándolo te hará daño.

— ¿El amplificador?

— Eso que llamas Barak Dayir. ¡Suéltalo! ¡Desenrolla tu torpe cola de él, niño!

La voz de Noum om Beng, fina, áspera y tajante, silbaba y golpeaba como un látigo. Hresh obedeció de inmediato desenrolló el órgano sensitivo y dejó caer la Piedra de los Prodigios al suelo, con un ruido tintineante.

— ¡Recógela, niño! ¡Guárdala en el estuche!

Se dio cuenta de que Noum om Beng hablaba en la lengua de los bengs, y que él comprendía cuanto le decía, sin tener que recurrir al Barak Dayir.

Entendía el significado de las frases, y cada palabra que el hombre decía se relacionaba con las demás.

De algún modo, Noum om Beng había traspasado a la cabeza de Hresh el idioma de los Hombres de Casco. Con manos temblorosas, Hresh guardó la piedra. El anciano seguía mirándolo. Sus extraños ojos rojos brillaban fríos, severos, desprovistos de toda pasión. En él no hay amor, pensó Hresh. Ni por mí, ni por nadie. Ni siquiera por sí mismo.

— ¿La llamas amplificador? — preguntó Hresh, empleando vocablos bengs que acudían fácilmente a sus labios a medida que los necesitaba —. Nunca antes había oído esta palabra. ¿Qué significa? ¿Y qué es nuestra Piedra de los Prodigios? ¿De dónde procede? ¿Cómo funciona?

— A partir de ahora me llamarás Padre.

— ¿Por qué debo hacerlo? Soy hijo de Samnibolon.

— En efecto. Pero me llamarás Padre. Hresh, el de las respuestas, así te llamas, ¿no? Pero tienes pocas respuestas en tu mente, niño, y muchas preguntas.

— Cuando era más pequeño me llamaban Hresh, el de las preguntas.

— Y todavía lo sigues siendo. Ven aquí. Más cerca. Más cerca.

Hresh se acuclilló a los pies del anciano. Nouin orín Beng le contempló largo rato en silencio. De pronto, la mano ganchuda del anciano salió disparada y azotó la mejilla de Hresh, tal como Harruel había hecho el Día de la Ruptura. Fue un golpe inesperado, y escondía una fuerza igualmente insospechada. Hresh ladeó la cabeza con violencia. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y después de las lágrimas la ira. Tuvo que contenerse para no devolver el golpe de inmediato. Apretó los puños las mandíbulas, las rodillas, hasta que el espasmo de furia pasó.

Cualquiera que sea su provocación, nunca debo devolver el golpe, se dijo Hresh. Si llegara a pegarle tan fuerte como él lo ha hecho, lo mataría. Le partiría el cuello como un junco seco.

Y luego pensó: «No. Esto no llegaría a suceder. Caería muerto antes de que mi mano alcanzara su rostro.»

— ¿Por qué me has pegado? — preguntó Hresh, desconcertado.

Por toda respuesta, Noum om Beng le golpeó en la otra mejilla. Este golpe fue tan duro como el primero, pero no le cogió por sorpresa, y Hresh atenuó el impacto apartando — la cabeza.

Hresh le miró.

— ¿He hecho algo que te ha molestado? — preguntó.

— Acabo de golpearte por tercera vez — repuso Noum om Beng, aunque su mano no se había movido.

La llaneza y la calma de la respuesta le dejaron intrigado por un momento. Pero sólo durante un momento. Luego comprendió cuál había sido su error.

— Siento haberte ofendido, Padre — dijo lentamente.

— Mejor. Mejor.

— Y desde hoy te mostraré respeto — le prometió Hresh —. Perdóname, Padre:

— Te pegaré muchas veces — anunció Noum om Beng.

Y cumplió su palabra, como Hresh descubrió en tantas otras cosas. Casi no transcurría reunión entre ellos en la cual Noum om Beng no levantara la mano a Hresh. A veces ligeramente, como en son de burla, en otras ocasiones con fuerza inusitada, y siempre cuando Hresh menos lo esperaba. Era una disciplina severa y sorprendente, y a Hresh solía hinchársele el labio, o el ojo le quedaba palpitando, o el dolor de mandíbulas no se le iba durante días enteros. Pero jamás devolvió los golpes, y al cabo de un tiempo comprendió que aquel régimen de azotes formaba parte esencial del método discursivo de Noum om Beng: una especie de puntuación o énfasis que debía aceptarse con naturalidad y sin objeción. Aunque en el mismo momento Hresh no comprendía qué había dicho para merecer el golpe, por lo general lo entendía más tarde, tal vez media hora después, o quizás al cabo de varios días. Siempre era alguna estupidez que había hecho, sobre la cual le llamaba violentamente la atención, o algún error de razonamiento, alguna falta de percepción, alguna equivocación intelectual.

Con el tiempo, Hresh se sentía menos molesto por el golpe en sí que por el reconocimiento del error que representaba. Noum om Beng le demostró, con el transcurso de los meses, que era inteligente, pero que el alcance de su mente, del cual tan orgulloso se había sentido, tenía sus limitaciones. Fue una revelación dolorosa. Así transcurrían sus reuniones, él sentado tenso y rígido ante el anciano de los bengs, aguardando sombríamente la próxima prueba inesperada de que no había llegado al nivel previsto por Nourn om Beng.

— Pero ¿de qué hablas con él? — le preguntó Taniane, puesto que ahora habían comenzado a intimar de nuevo, aunque evitando cuidadosamente toda referencia a aquella desafortunada invitación que él le había formulado.

— Casi siempre habla él. Prácticamente todo el rato. Y suele ser sobre filosofía.

— No conozco esta palabra.

— Son ideas sobre ideas. Algo remoto, nebuloso. No comprendo ni la décima parte de lo que me dice.

Noum om Beng proponía los temas, y no permitía que la conversación derivase si él no lo había previsto. Hresh deseaba preguntarle el origen y la historia de los Hombres de Casco, que le hablara de la caída del Gran Mundo, de las condiciones del mundo en su época, y de muchas otras cosas. De vez en cuando Noum om Beng le hacía comentarios sorprendentes, pero no mucho más que eso.