— Me ha dicho que los Hombres de Casco salieron al mundo mucho antes que nosotros — confió Hresh —. Que hay muchas otras tribus en el exterior, y que gran parte del mundo está en manos de los hjjks. Pero lo he averiguado a través de los indicios que esconden sus respuestas.
En realidad, casi todas las preguntas de Hresh quedaban sin respuesta. Algunas generaban castañazos, presumiblemente por impertinentes, aunque Hresh nunca llegó a deducir algún esquema que explicara las razones por las que Noum om Beng le pegaba. Un día, una pregunta sobre la naturaleza de los dioses merecía un bofetón, y al siguiente recibía el mismo castigo por haber manifestado una inocente curiosidad trivial hacia los hábitos de los bermellones. Tal vez Noum om Beng prefiriera que no le preguntase nada. O tal vez quisiera tener desorientado a Hresh. Desde luego, si era así, lo conseguía.
— ¿Te pega? — preguntó Taniane, asombrada.
— Forma parte de su enseñanza. No hay nada de personal en ello.
— Pero semejante insulto… Que alguien te pegue con la mano…
— Es sólo un tipo de observación filosófica — contestó Hresh.
— ¡Tú y tu filosofía! — Pero lo dijo con amabilidad, y su sonrisa fue cálida. Luego agregó —: Esto te está cambiando, Hresh. Las conversaciones con este anciano.
— ¿Cambiándome?
— Estás muy concentrado en ti mismo. Casi no me hablas, ni a mí, ni a ningún otro miembro de la tribu.
Cuando no estás con Noum om Beng, te quedas en tu cuarto o, supongo, deambulas por los callejones de Vengiboneeza. Y ya no sales de exploración con Los Buscadores…
— Koshmar no quiere que salgamos hasta que no averigüemos qué traman los bengs.
— Pero tú sales. Lo sé. Vas solo, y no pareces buscar nada. Andas merodeando sin propósito alguno.
— ¿Cómo lo sabes?
— Porque una o dos veces te he seguido — confesó Taniane, con una sonrisa descarada.
Él se encogió de hombros sin preguntarle por qué, y la conversación se interrumpió. Pero no podía negar que ella estaba en lo cierto. En su alma se estaban operando cambios que no podía compartir con los demás, puesto que apenas los comprendía él mismo. Guardaban relación con la revolución del Árbol de la Vida, donde Hresh había comprendido de forma tan concluyente que el Pueblo no tenía razones para considerarse integrado por seres humanos. Estaban relacionados con la llegada de los bengs, con la partida de Harruel, y con toda la situación en que se encontraba la tribu en Vengiboneeza. Tenían que ver con muchas otras cosas, y entre ellas, con su propia relación — o falta de relación con Taniane. Pero eran demasiadas cosas para examinar de golpe. Como le había dicho Torlyri en una ocasión, nadie puede ocuparse de más de una cosa enorme a la vez.
Hresh se aproximaba a la cámara de Noum om Beng una vez más, y sentía cierta intranquilidad en el pecho, una opresión en el estómago. Las visitas cada vez le resultaban más duras.
Al principio no había sido así, meses atrás. Noum om Beng le había parecido un anciano marchito y extraño, frágil, remoto y ajeno. Para Hresh no había significado más que un almacén de nuevos conocimientos; una especie de cofre de crónicas que aguardaba ser abierto y leído. Pero ahora que podían hablar un mismo lenguaje y que Hresh comenzaba a vislumbrar la verdadera naturaleza de Noum om Beng, comprendía la profundidad y el poder del hombre, y su fría austeridad, y no podía evitar inquietarse por estar desnudándole su mente. Desde la época de Thaggoran, no había conocido a nadie como Noum om Beng; aunque Thaggoran había sido una figura muy familiar, y Hresh había sido demasiado joven para que en sus conversaciones le inquietara algo. Con Noum om Beng era distinto. Él utilizaba palabras incomprensibles para Hresh, y eso lo aterrorizaba.
— Hoy pareces preocupado — dijo Noum om Beng, mientras Hresh entraba en la cámara. Era un día seco, de mediados de verano. El comentario inicial era casi tan inesperado como los golpes que Noum om Beng le propinaba generosamente. El anciano casi nunca mostraba interés por el estado de ánimo de Hresh.
El joven respondió, sentándose ante el banco de piedra del anciano:
— Koshmar me ha pedido que comience a enseñar al Pueblo el lenguaje de los bengs, Padre.
— ¡Pues hazlo, entonces! ¿Por qué has vacilado tanto?
Hresh sintió que se ruborizaba.
— El conocimiento es mi derecho particular. Me siento responsable de él, Padre.
Noum om Beng se echó a reír. Su carcajada sonó como una tos.
— ¿Crees que podrás conservarlo todo para ti? ¡Enséñalo, niño, enséñalo! Llegará un día en que el mundo hablará el idioma beng; prepara a tu gente, que se anticipen a ello. Hresh se humedeció los labios.
— ¿Quieres decir que todo el mundo será beng, Padre?
— Todo lo que no sea hjjk.
Hresh pensó en Harruel, que construía su pequeño reino en tierras inhóspitas, y se preguntó cómo encajaría en ese nuevo orden. O en Koshmar, que para el caso era lo mismo. Pero no comentó nada de esto a Noum om Beng.
— Entonces, ¿crees que cuando los dioses destruyeron el Gran Mundo fue para despejar el camino hacia la supremacía de los bengs?
— ¿Quién sabe? — respondió Noum om Beng —. ¿Quién conoce las intenciones de los dioses? Ellos son severos. Toda lucha es recompensada finalmente con una lluvia de estrellas de la muerte. Es lo que ha sucedido una y otra vez, y lo que será sucediendo en las épocas futuras. Las razones de esto no son comprensibles. Todo lo que se puede hacer es seguir esforzándose, luchando ante todo, para sobrevivir, crecer y conquistar. Al fin, perecemos. Comprenderlo no es importante. Lo único que importa es sobrevivir, crecer y conquistar.
Noum om Beng nunca había explicitado con tanto detalle su filosofía. Hresh, aceptándola como si se tratara de una lluvia de golpes, permaneció temblando, esforzándose por asimilar lo que acababa de oír.
— ¿Vendrán a destruirnos las estrellas de la muerte? — preguntó por fin.
— Tardarán mucho tiempo. Por ahora estaremos a salvo de ellas durante tantos años que ni siquiera se pueden contar. Pero llegarán, cuando tú y yo hayamos sido olvidados y haya transcurrido mucho tiempo. Así actúan los dioses: envían las estrellas de la muerte al mundo con periodicidad. Siempre ha sido así, desde el principio.
— ¿Debo deducir de tus palabras que las estrellas di la muerte que destruyeron el Gran Mundo no fueron las primeras que han caído sobre la Tierra?
— En efecto. Entre cada caída de las estrellas de la muerte transcurren millones de años. Esto es lo que sé, niño. Este conocimiento me ha sido transmitido desde los antiguos. Las estrellas de la muerte cayeron sobre el Gran Mundo y habían caído sobre la civilización que existía antes del Gran Mundo. Y sobre la que hubo antes de ésa…
Hresh se quedó mirándole, sin abrir la boca.
— Nada sabemos sobre esos mundos anteriores. El pasado siempre se pierde y se olvida, por mucho que la gente se esfuerce en salvarlo. Sólo sobrevive como sombras y sueños y como imágenes difusas. Pero los del Gran Mundo supieron leer esas imágenes, y también los humanos que vivieron antes que ellos — continuó Noum om Reng.
— Los humanos… antes que ellos.
— Desde luego. Los humanos ya eran viejos cuando surgió el Gran Mundo. Pero las estrellas de la muerte son más viejas aún. Cuando las estrellas cayeron la penúltima vez, no había humanos. O si existían, no eran más que simples criaturas como hoy somos nosotros, con toda una vida por delante, y sobrevivieron a esa época tal como nosotros hemos podido subsistir al Gran Invierno.
Hresh ni siquiera pudo parpadear mientras Noum om Beng pronunciaba estas palabras finales, que cayeron sobre él como los últimos golpes de un hacha que derriban el más poderoso de los árboles.