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— Una vez, mucho tiempo atrás, los humanos vivieron su época de grandeza y gobernaron el mundo — prosiguió Noum om Beng — y creo que recordaban que las estrellas de la muerte habían caído cuando ellos eran muy jóvenes como especie, o bien que redescubrieron el recuerdo de su caída, no sabría decirlo con seguridad. Y la época de grandeza de los seres humanos, aunque larga, transcurrió por completo entre una y otra lluvia. La culminación de los humanos surgió y se desarrolló durante ese período. Y luego apareció el Gran Mundo, y floreció, y entonces cayó la horda de estrellas de la muerte más reciente. Ahora el mundo es nuestro y construiremos algo grande sobre él, tal como en su día hicieron los humanos y luego los pueblos del Gran Mundo. Dentro de millones de años, las estrellas de la muerte volverán a caer. No hay alternativa. Así funciona el mundo, así ha sido desde el comienzo de los tiempos.

Hresh permaneció sentado, mudo, luchando contra el horror de lo que acababa de oír, temblando bajo el peso de un pasado inimaginable, que se levantaba sobre él como una sucesión de torres apiladas una sobre otra, hasta llegar a las estrellas.

Al cabo de un largo rato, preguntó:

— Si eso es así, Padre, entonces no importa lo que hagamos. Podemos crecer y florecer, y construir algo más grande que el Gran Mundo, y luego la rueda volverá a girar, y todo lo que hayamos construido será destruido igual que el Gran Mundo. No es cierto que la destrucción sobreviene como castigo para destruir una civilización perversa. Seamos buenos o malos, acatemos o no la voluntad de los dioses, las estrellas de la muerte volverán a caer. Llegarán, sin duda, cuando sea el momento indicado y caerán sobre el justo y sobre el malvado, sobre el holgazán y sobre el diligente, sobre el cruel y el manso por igual. Bien podríamos quedarnos sin hacer nada, puesto que de todas formas seremos destruidos. Éste es el mundo que los dioses han creado para nosotros. Parece algo severo en extremo. Pero los dioses están más allá de nuestra comprensión. ¿Es esto lo que quieres decir, Padre?

— Es la verdad que está a mi alcance.

— No — se rebeló Hresh —. Es una creencia demasiado cruel. Implica que en el universo hay un error, que las cosas son incorrectas en su esencia.

Noum om Beng permaneció sentado en silencio, asintiendo. Algo parecido a una sonrisa surcó su rostro arrugado.

— ¿Morimos, verdad? — preguntó el anciano.

— Al final de nuestros días, sí:

— ¿Se debe ello a un castigo?

— Sucede porque hemos llegado al final. A veces los perversos viven mucho, y los buenos mueren jóvenes. De forma que la muerte no es un castigo, a no ser que todos. merezcamos el mismo castigo.

— Precisamente, niño. No tiene sentido, ¿cómo pretender comprenderlo? Los dioses han deparado la muerte a cada uno de los seres mortales. También decretaron la muerte para el Gran Mundo. También les espera la muerte a los hjjks, que gobiernan hoy, y a los bengs, que vendrán tras ellos. Si llamas a esto un error del universo, te equivocas. Es la misma organización del universo. El universo es perfecto; somos nosotros quienes tenemos taras. Los dioses saben lo que hacen. Nosotros nunca lo averiguaremos. Pero eso no significa que nuestros esfuerzos no deban aspirar a una meta.

Hresh agitó la cabeza.

— Si nada tiene sentido, si la muerte nos ha de llegar a todos nosotros, y a cada civilización le esperan sus estrellas de la muerte, entonces bien podríamos vivir como bestias. Pero no lo hacemos. Seguimos esforzándonos. Proyectamos, soñamos, construimos. — Arrebatado por su propio fervor, gritó —: Quiero averiguar por qué. Dedicaré mi vida a descubrir por qué.

Advirtió que estaba hablando en voz demasiado alta. Se dio cuenta también de que llevaba mucho rato sin llamar «Padre» a Noum om Beng, como insistía el anciano. Y, sin embargo, no le había pegado. Sin duda, era un día muy especial.

Noum om Beng se puso en pie, desplegando al máximo su fantástica altura y llenando el lugar a su modo, como un aguazancos de papel que hubiese cambiado de forma. Miró a Hresh desde las alturas, y al muchacho le resultó imposible desentrañar los pensamientos que surcaban su rostro, aunque intuyó debían ser muy profundos.

Por fin, Noum om Beng dijo:

— Sí. Consagra tu vida a descubrir por qué. Y luego ven„y dime la respuesta. Si aún sigo con vida, me gustaría mucho saberla. — Noum om Beng se echó a reír —. Cuando yo tenía tu edad, me afligía por la misma pregunta; yo también he buscado la respuesta. Ya ves que he fracasado. Quizá para ti sea distinto: Quizá, niño. Quizá.

13 — ENTRELAZAMIENTOS

Lo que en otros tiempos había sido el cráter de una estrella de la muerte — ahora ya estaban seguros de ello — se había convertido en la capital del reino de Harruel. Los territorios coincidían. El borde del cráter era el límite de ambos. Harruel había llamado Yissou a su reino, y a la capital, Ciudad de Yissou.

En opinión de Salaman, eran nombres absurdos.

— No se debería poner a un reino el nombre de un dios — dijo a Weiawala, en la morada que compartían —. Mejor habría sido que le hubiera puesto su propio nombre, y lo mismo a la ciudad, al menos eso sería honesto.

— Pero al darle el nombre de Yissou al reino, éste queda bajo la protección especial del dios — alegó Weiawala sin mucha convicción.

— Como si Yissou no fuera el Protector de todos los que lo aman, con o sin estas pequeñas muestras por nuestra parte. — Salaman sonrió —. Bueno, Harruel se ha vuelto muy devoto últimamente. Si le hablas, él te meterá a Yissou aquí y a Yissou por allá, y que Emakkis sea nuestro guía y consuelo, y que Friit nos guarde, a cada dos palabras. Toda esta piedad se envilece en la lengua de un bruto criminal como Harruel, si me permites decirlo.

— ¡Salaman!

— Te lo digo a ti. Sólo a ti. — E hizo unos gestos de burla como si se postrara ante la imagen de Harruel —. ¡Buenos días, majestad! ¡La fragancia de Yissou sea contigo, majestad! ¡Qué día tan agradable amanece en la Ciudad de Yissou, majestad!

— ¡Salaman!

Se echó a reír y la atrapó por detrás, cogiéndole los senos y besándole el suave pelaje de la nuca.

¡Ciudad de Yissou! ¡Por favor! ¡Vaya un nombre estúpido, propio de un rey estúpido!

Aún no era un reino, ni siquiera una ciudad. En el verde centro del cráter, ese lugar de espesos bosques donde tiempo atrás había caído una estrella de la muerte — así lo había sostenido Salaman — ahora se levantaban siete rústicas chozas de madera, irregulares, atadas con enredaderas. Eso era la Ciudad de Yissou. Cada una de las cinco parejas tenía una desvencijada choza, y Lakkamai, el único soltero, contaba con una cabaña propia. La séptima construcción, no mejor que las demás, era el palacio real y casa de gobierno. Allí Harruel daba audiencia una hora o dos al día, aunque poco trabajo tenía como rey. En una comunidad de once adultos y un puñado de niños, escaseaban las disputas que requirieran su intervención, y hasta el momento no habían recibido ninguna visita de los embajadores de reinos distantes que exigieran una bienvenida formal. Pero allí se sentaba, jugando a ser el rey, en el centro de su colección de chozas que presumían de ciudad.

No era mucho rey ni mucho reino, no. Ni mucha ciudad. Y, sin embargo, pensó Salaman, lo habían hecho solos y en poco tiempo. La Ciudad de Yissou aún no había cumplido los dos años. Habían despejado gran parte de la espesura, construido casas, cazado animales que hoy vivían en un cercado, donde podían ser atrapados y sacrificados cuando fuera necesario. Había una empalizada de altos troncos a medio erigir, que rodeaba todo el borde del cráter. Harruel decía que era para protegerse del ataque de animales y bestias salvajes, y quizá para él no significara más que eso. Sin duda, sería útil si alguna vez se acercaban enemigos. Pero Salaman también la veía como unta afirmación de soberanía, como la proclamación de la extensión del poder real de Harruel.