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En Vengiboneeza, Salaman había preferido dejar la sabiduría para Hresh y el heroísmo para Sachkon En silencio, había prestado servicios a Harruel, y cuando éste se apartó de Koshmar, él se apresuró a prestarle su apoyo. Ahora Harruel había llegado a depositar en Salaman su confianza hasta el punto de depender de él en la toma de decisiones. En cierto sentido, Salaman era el anciano de la nueva tribu que Harruel había fundado. Y, sin embargo, iba con mucho cuidado para no parecer jamás un posible rival de Harrueclass="underline" él sólo era un fiel oficial. Salaman sabía muy poco de historia — ése había sido el campo privado de Hresh — pero tenía la idea de que siempre que ocurrían cambios súbitos de poder, quienes ascendían a las posiciones más altas eran los oficiales leales.

A pesar de todo, Salaman no compartía estos pensamientos con nadie. Ni siquiera había comentado a Weiawala sus esperanzas para los años futuros, aunque durante los entrelazamientos ella vislumbraba algo de la verdad. Aun en esos momentos, él intentaba enmascarar sus proyectos. La cautela sería su lema.

Habían llegado a la atalaya. Weiawala se apoyó en él mientras Salaman miraba el mar. La joven parecía tener deseos de aparearse.

El sol brillaba en lo alto; el aire era límpido y casi temblaba de pureza. El cielo mostraba un azul inmaculado. La brisa del sur, intensa y dulzona, traía un aroma cálido y seco. Tal vez más tarde arreciara el viento y resecara la tierra, pero por ahora eran brisas apacibles, tiernas y mansas.

Aquel día, el mundo yacía ante él.

Salaman imaginaba que lo veía todo: las ciudades derruidas del Gran Mundo, las huellas de los cráteres de las estrellas caídas, las planicies desnudas por donde se habían deslizado los ríos de hielo las terroríficas colmenas donde vivían los hjjks… Y sobre este escenario, superpuesto, el nuevo mundo, el mundo de la Nueva Primavera, su mundo, el mundo de su Pueblo. Lo veía en toda su complejidad, abriéndose, expandiéndose, estallando de vida. Se estaba gestando una prodigiosa recuperación a partir de una época aciaga. Y él estaría en el centro mismo del proceso. Él y sus hijos, y los hijos de sus hijos, amos del futuro imperio de Yissou.

— Nettin va a tener otro hijo, ¿sabes? — dijo Weiawala de pronto.

Sus palabras rompieron el ensueño como el estridente chillido de las aves perfora un sueño sereno y profundo al amanecer. Sintió una oleada de ira. Por un instante Salaman lamentó haberla traído a este lugar. Luego se calmó y consiguió esbozar una sonrisa de asentimiento. Weiawala era su amada. Weiawala era su compañera; debía aceptarla tal cual, se dijo. Aunque lo interrumpiera y distrajera.

— No lo sabía. Qué buena noticia…

— Sí. ¡La tribu crece deprisa, Salaman!

Así era. Weiawala ya había dado a luz un niño al que habían llamado Chham, y Galihine a una niña llamada Therista. Thaloin había dado otro retoño a la tribu: Ahurimin. Ahora, el vientre de Nettin volvía a asomar. En una actitud que suscitaba abiertamente el fastidio de Harruel, sólo Minbain no había podido concebir desde que llegaron a la Ciudad de Yissou. Tal vez fuera demasiado vieja, pensó Salaman. A veces, cuando Harruel bebía demasiado vino de uvas de terciopelo, le oía insultándola en voz alta, exigiéndole otro heredero. Pero los hijos no se hacen gritando a la compañera, como más de una vez había señalado Salaman a Weiawala.

De todas formas, en opinión de Salaman, Harruel no estaba demostrando ser muy inteligente al insistir en tener otro hijo. Lo que la ciudad necesitaba en este momento eran mujeres. Un solo hombre bastaba para engendrar una tribu entera de niños en una semana, si se entregaba a la tarea. Para un hombre, insuflar un hijo en, el vientre de una mujer era cuestión de un momento, después de todo. Pero cada mujer podía producir, como mucho, un hijo por año. Así, el aumento anual de la tribu se veía limitado por el número de mujeres. Debemos concebir niñas, pensaba Salaman, pata que en la próxima generación haya más vientres.

Pero tal vez fuera un concepto demasiado complejo para Harruel. O quizá quisiera otro varón que le permitiera asegurar el trono. Probablemente fuera esto. El pequeño hijo de Harruel, Samnibolon, ya daba muestras de una fuerza inusuaclass="underline" sin ninguna duda, sería un futuro guerrero. Y Harruel, que tal vez comenzaba a inquietarse por el paso de los años, debía ansiar otros hijos como él en quienes confiar durante los años de su ancianidad.

Weiawala deslizó un brazo por debajo del de Salaman. Él sintió la tibieza de su muslo cerca del cuerpo. Luego el órgano sensitivo de su compañera rozó ligeramente el suyo.

No desea copular, pensó, sino entrelazarse.

A Salaman no le entusiasmó la idea, pero no la rechazaría.

Hasta entonces, el entrelazamiento había sido el vínculo más débil de su relación. Weiawala era una buena compañera de apareamiento, pero no para entrelazarse. Su espíritu era muy simple. En ella no había plenitud, no había riqueza. Si hubiera permanecido en Vengiboneeza, habría formado pareja con ella, pero para el entrelazamiento se habría dirigido a alguien como Taniane. Ella sí que era fuego puro; era compleja. Pero ahora Taniane no estaba, y Harruel no alentaba las parejas de entrelazamiento a la antigua usanza en la Ciudad de Yissou. La población era tan pequeña que tales uniones, que por lo general no coincidían con las relaciones de pareja, bien podían producir recelos y conflictos. De vez en cuando Salaman se entrelazaba con Galihine, quien escondía algo de la chispa que ansiaba, pero no lo hacía con frecuencia. La mayoría de las veces se entrelazaba con Weiawala, aunque sin gran entusiasmo. La tocó con el órgano sensitivo, para aceptar su invitación.

Pero al entrar en contacto con ella, Salaman sintió algo extraño y perturbador, algo muy familiar que llegaba desde lo lejos hasta sus sentidos despiertos.

— ¿Has sentido eso? — preguntó, alejándose de ella.

— ¿Qué?

— Un sonido. Como un trueno. Cuando nuestros órganos sensitivos se tocaron…

— Sólo he sentido tu proximidad, Salaman.

— Como un estampido en el cielo. O en el suelo, no estoy seguro. Y una sensación de amenaza, de peligro.

— No he sentido nada, Salaman.

Él acercó de nuevo el órgano sensitivo al de Weiawala.

— ¿Y bien? ¿Quieres…?

— ¡Shhh! ¡Weiawala…!

— Disculpa.

— Por favor, déjame oír.

La mujer asintió secamente, con aire de sentirse herida En el silencio que siguió, Salaman volvió a escuchar, extrayendo energías del órgano sensitivo de ella para aumentar su propia percepción.

¿Un trueno en las colinas del sur? Pero el día brillaba claro y despejado.

¿El retumbar de un tambor?

¿Pisadas contra el suelo? ¿Alguna horda de bestias en procesión?

Todo era demasiado débil, demasiado confuso. Sólo se oía una sutil vibración, un mínimo indicio, una sensación de que se presentarían problemas. Tal vez con la segunda vista pudiera detectar algo más. Pero Weiawala estaba perdiendo la paciencia. El órgano sensitivo de la mujer acariciaba el suyo, hacia arriba y hacia abajo, sofocando sus percepciones bajo un torrente de deseo. Tal vez sólo fuera su imaginación, pensó. Tal vez sólo estuviera sintiendo el murmullo de las hormigas en algún túnel subterráneo. Apartó la idea.

En ese momento en que Weiawala temblaba de frenesí contra él, era imposible pensar en truenos distantes en un día despejado, o en el sonido imaginario de una estampida de bestias lejanas. El entrelazamiento, cualquier entrelazamiento, aun un pálido encuentro con Weiawal y su estrecha alma, constituía una experiencia irresistible. Se volvió hacia ella. Se tendieron juntos en el suelo. La abrazó y cuando sus órganos sensitivos se estrecharon, sus mentes se abrieron al caudal de la unión.