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Torlyri encontró a Hresh en su habitación del templo, enfrascado en los libros de las crónicas. Hizo un sonido de advertencia al entrar, para no tomar por sorpresa al cronista mientras tenía los libros sagrados fuera del cofre. Él la miró extrañamente, casi como censurándola, y cerró el libro enseguida para ocultarlo de su vista. ¡Como si yo pretendiera espiar los secretos del cronista!, pensó Torlyri.

— ¿De qué se trata? — preguntó, algo nervioso.

— ¿Te molesto? Puedo volver en otro momento.

— Sólo estaba consultando algunos detalles históricos de poca importancia — dijo Hresh — . Nada serio. — Su tono sonaba artificialmente indiferente —. ¿Puedo ayudarte en algo, Torlyri?

— Sí. Sí. — Se acercó unos pasos más a él —. Enséñame las palabras de los Hombres de Casco. Enséñame a hablar con los bengs.

Los ojos de Hresh se abrieron de par en par.

— Ah, desde luego…

— ¿Lo harás?

— Sí — prometió —. Sí, Torlyri, lo haré. Sólo unas semanas más y…

— Ahora.

— Ah… — farfulló él, como si le hubiera asestado un golpe en el corazón. Le lanzó una mirada tan sorprendida que la hizo reír.

Torlyri no acostumbraba a dar órdenes, y era evidente que su tono brusco le había cogido por sorpresa. Le miró con gravedad, con firmeza, sin ceder un ápice en la repentina ventaja que había ganado. Hresh, con aire incómodo, pareció meditar la respuesta con un cuidado inusual, rechazando una y otra posibilidad. Ella siguió estudiándole con severidad inusitada, muy cerca de él. Hresh podía sentir su tamaño y fortaleza.

Finalmente respondió, tras bajar la mirada:

— Muy bien. Creo saber lo suficiente del idioma beng. Tal vez pueda transmitírtelo de forma comprensible. Sí. Sí. Estoy seguro de poder.

— ¿Ahora?

— ¿Te refieres a este mismo instante?

— Sí — contestó ella —. A menos que tengas cosas más importantes que hacer.

Lo volvió a pensar.

— No — dijo tras una larga pausa —. Podemos empezar ahora, Torlyri.

— Te estoy muy agradecida. ¿Llevará mucho tiempo?

— No. No mucho.

— Muy bien. ¿Lo haremos aquí?

— No — replicó Hresh —. Prefiero que sea en tu cámara de entrelazamiento.

— ¿Qué?

— Lo haremos por medio del entrelazamiento. Será la forma más rápida. Y la mejor, ¿no crees?

Ahora le tocó a Torlyri sorprenderse. Pero como mujer de las ofrendas, ella y Hresh ya se habían entrelazado antes; ella se había entrelazado con casi todos los miembros de la tribu, no le resultaría difícil. Así, lo llevó a la cámara de entrelazamiento, y una vez más se echaron juntos y se abrazaron, y sus órganos sensitivos se enroscaron, y sus almas se unieron. En aquel otro entrelazamiento, el día de la iniciación de Hresh, ella había percibido algo muy extraño en él, el carácter intrincado de su mente, y una soledad de la que ni siquiera él era consciente; ahora volvió a sentir todo eso, pero en un grado mucho más acentuado, cómo si el joven padeciera algún dolor. Olvidando sus propias necesidades, ella quiso rodear a Hresh con su amor y calidez, y aliviar su intranquilidad. Pero Hresh no estaba dispuesto a permitirlo, tenía otros, propósitos. Rápidamente echó una barrera para ocultar sus sentimientos. Torlyri nunca había creído posible que alguien pudiera separarse de forma tan tajante del compañero de entrelazamiento, pero, desde luego, Hresh era distinto de todos los demás. Entonces, resguardado detrás de ese muro impenetrable, el muchacho se llegó hasta ella y, empleando como puente su comunión de entrelazamiento, comenzó a enseñarle el lenguaje de los bengs de un modo totalmente profesional e impersonal.

Más tarde, cuando el encantamiento se quebró y sus almas volvieron a estar separadas, él le habló en beng y ella comprendió, y respondió en la misma lengua.

— Ya está. — le dijo —. Ahora sabes hablar en beng.

¡Pícaro Hresh! Desde luego, tenía que conocer a la perfección el idioma beng desde hacía mucho tiempo. Ahora le pareció evidente. Koshmar tenía razón: Hresh había estado evitando la misión, fingiendo necesitar más estudios, mantener en secreto sus conocimientos. No era la primera vez que Torlyri le veía aferrarse a sus secretos. Quizás era típico de los cronistas convertir en misterio todo lo que sabían, pensó, para que la tribu dependiera por completo de su saber único.

Pero no se había negado a enseñarle. Y ahora ella había conseguido sus propósitos. Ahora estaba preparada para hacer lo que tanto temía, iría hasta el beng del hombro herido y le diría cuánto le necesitaba y — ¿sería verdad, sería posible?, se preguntó — también cuánto le amaba.

Cuando hubo concluido con Torlyri, Hresh regresó a su cuarto y permaneció sentado un rato, con la mente en blanco, simplemente dejando que su espíritu se recuperara del extremo cansancio al cual le había sometido. Luego se puso de pie y salió. La plaza estaba vacía y el sol de la tarde, aún alto al oeste del cielo estival, parecía hincharse y remolonear antes de hundirse lentamente en el mar.

Sin ningún propósito especial, comenzó a alejarse rápidamente del asentamiento, hacia el norte.

Ya habían quedado atrás los días en que debía pedir permiso a Koshmar para poder salir de Vengiboneeza, siempre acompañado de un guerrero. Iba solo a donde quería, por donde quería. Pero no era habitual que se alejara del asentamiento a horas tan avanzadas del día. Nunca había pasado solo la noche fuera. Sin embargo, mientras seguía caminando y las sombras se cernían sobre la ciudad, comprendió que la noche estaba cayendo y que él seguía alejándose. No pareció importarle. Siguió caminando.

Después de tantos años de haber vivido en Vengiboneeza, aún no había llegado a explorar toda la ciudad. La zona por donde vagaba — Friit Praheurt, aventuró, o tal vez Friit Thaggoran — le era desconocida casi por completo. Los edificios estaban bastante mal conservados, tumbados y vencidos por la fuerza de los terremotos, con las fachadas caídas y los cimientos socavados. Tuvo que abrirse camino por montículos de escombros, losas levantadas, fragmentos rotos de estatuas. De vez en cuando descubría indicios de la presencia beng: trozos de cinta de colores para marcar alguna senda, la mancha de pintura amarilla que estampaban en forma de estrella sobre los edificios que consideraban templos ocasionales montones de hediondos excrementos de bermellón. Pero no vio ningún beng.

La noche le sorprendió encaramado sobre un montículo piramidal de columnas rotas de alabastro, que tal vez en otro tiempo habían formado parte del pórtico de algún templo ya caído, de anchas alas. Sin temor alguno a su alrededor corrían unas pequeñas criaturas pe idas que se movían a saltitos, de largos cuerpos estrechos y patas cortas y frenéticas. Parecían inofensivas. Una le subió hasta la rodilla y permaneció allí un rato, meneando la cabeza, mirando en una y otra dirección con aire perspicaz, pero sin moverse. Cuando Hresh intentó acariciarla, huyó.

La oscuridad se hizo más intensa, pero él no se movió de allí. Se preguntó cómo sería pasar la noche en ese lugar.

Koshmar se pondrá furiosa conmigo, pensó.

Torlyri se preocupará mucho. Tal vez también Taniane.

Se encogió de hombros. La ira de Koshmar ya no le importaba. Si Torlyri se inquietaba, ya se le pasaría cuando volviera al asentamiento. Y con respecto a Taniane, probablemente no advirtiese que esa noche él no estaba en el asentamiento. Las apartó de su mente. Intentó olvidarlo todo y a todos: al Pueblo, a los bengs, al Gran Mundo, a los humanos, a las estrellas de la muerte. Permaneció sentado tranquilamente, observando cómo asomaban las estrellas nocturnas. Se serenó. Estaba como en trance.