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Cuando el cielo estuvo totalmente oscuro, vislumbró por el rabillo del ojo algo que se movía. De inmediato se puso alerta, con el corazón desbocado y la respiración entrecortada.

Se puso en pie y miró alrededor. Sí. Decididamente, algo se movía allí, al otro lado del camino, cerca de los cimientos del templo derruido. Al principio pensó que se trataba de alguna de aquellas pequeñas criaturas peludas que había salido en busca de presas, pero luego, bajo el blanco resplandor de las estrellas distinguió un brillo metálico y unas patas articuladas. ¿Qué era esto? ¿Un mecánico de alguna especie? ¡Pero los mecánicos habían muerto! Y aquello no se parecía a los mecánicos del Gran Mundo que había visto en las visiones, ni a los objetos oxidados y derruidos que había encontrado sobre la colina durante la travesía. Ésos habían sido unas criaturas enormes e imponentes. En éste había algo de cómico: era una criatura esférica y frenética, tal vez la mitad de alto que él, que se desplazaba con solemnidad sobre unas curiosas varillas de metal.

Entonces descubrió otra. Y otra. Había una media docena, escarbando en los escombros de la calle. Con prudencia, Hresh se aproximó a ellas. No le hicieron caso. Sobre la superficie superior tenían unos pequeños globos que emitían haces brillantes de luz, y que enfocaban como si buscaran algo. De vez en cuando se detenían a revolver las ruinas con unos brazos metálicos que emergían de los cuerpos como látigos. A veces se introducían entre dos losas, como ajustando algo oculto entre ellas. O haciendo reparaciones.

Hresh contuvo el aliento. Había estado ante las pruebas desde hacía mucho tiempo: de algún modo, alguien reparaba la ciudad de Vengiboneeza. A pesar de las ruinas, la ciudad estaba al cuidado de poderes invisibles, de fantasmas de alguna clase, de fuerzas del Gran Mundo que trabajaban en las sombras en un estúpido intento de reconstruir el lugar. Era algo evidente, pensó. Gran parte de la ciudad estaba en ruinas, pero no en un estado tan lamentable como cabía esperar al cabo de tanto tiempo. Algunas zonas ni siquiera parecían deterioradas. Podía creer con facilidad en alguna clase de seres que se movían por la ciudad tratando de remendarla. Pero nunca había tenido pruebas de que esas criaturas existieran. Nadie las había visto, y los miembros de la tribu preferían no. especular sobre ello, pues si las había, debían ser espíritus, y, por ende, terroríficos. ¡Y, sin embargo, allí estaban! ¡Esas cosas redonditas que escarbaban entre los escombros!

No prestaron más atención a Hresh que a los animalitos peludos. Se acercó por detrás y los estudió. Sí, sin duda intentaban ordenar las cosas: succionaban nubes de polvo disponían vigas y losas formando pilas ordenadas, reforzaban arcos y marcos de puertas… Entonces, mientras Hresh observaba, uno de ellos tocó una conexión de metal que había sobre una puerta de piedra roja situada en ángulo sobre el suelo, y la puerta se deslizó como sobre un riel aceitado. En el interior brillaba una luz. Hresh echó un vistazo por detrás del pequeño mecánico y vio una sala subterránea, profusamente iluminada, en la cual se alineaban todo tipo de máquinas resplandecientes, al parecer en buen estado de conservación. Era una vista excitante y fantástica: ¡otra sala de los tesoros del Gran Mundo, totalmente desconocida! Se inclinó hacia delante, mirando con interés.

Una mano le tocó por detrás, haciéndole saltar de miedo y desconcierto. Sintió que le cogían.

— ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? — gritó una dura voz beng.

Al darse la vuelta, Hresh distinguió a un corpulento guerrero beng de rostro chato y amenazador, casi tan imponente como el mismo Harruel. Llevaba un casco formado por un monstruoso cono de bronce del cual emergían unas curiosas astas inmensas de metal, que ascendían a alturas impresionantes. Sus ojos escarlatas brillaban sombríos y pavorosos, y sus labios se curvaban en una mueca iracunda. Detrás de él descubrió la masa gigantesca de un bermellón.

— Soy Hresh, del Pueblo de Koshmar — respondió Hresh con la voz más poderosa que pudo emitir, aunque a sus propios oídos no sonó muy fuerte.

— No tienes nada que hacer aquí — dijo con frialdad.

— Éste es el templo del dios Dawinno, y he venido en peregrinación sagrada. Te pido que te vuelvas y que me dejes seguir mis oraciones.

— No hay ningún dios Dawinno. Vuestra tribu no puede entrar aquí.

— ¿Quién lo ordena?

— Hamok Trei, rey de los bengs. Te he seguido por media ciudad esta noche, pero no seguirás invadiendo nuestro territorio. Tu vida queda confiscada.

¿Confiscada?

El beng llevaba una espada, y de su faja pendía una afilada arma de hoja corta. Hresh le miró conteniendo su desagrado. El beng le doblaba en tamaño. No cabía pensar en ninguna clase de combate, aunque él llevase un arma, que no era el caso. La huida parecía igualmente imposible. Tal vez pudiera sorprender al guerrero con la segunda vista, pero aun eso le pareció arriesgado e incierto. Pero morir allí, solo, en manos de un extraño, por la única razón de estar en un sitio que Hamok Trei le había vedado…

Hresh levantó el órgano sensitivo y se dispuso a valerse de él. Sostuvo la mirada púrpura del Hombre de Casco. El beng levantó la espada.

Si me toca, pensó Hresh, le atacaré con todo el poder que poseo. No me importa si le mato o no.

Pero no fue necesario. Con un movimiento rápido y brusco, el beng señaló a Hresh con la espada y luego la movió en dirección al asentamiento de los bengs. Sólo quería llevar a Hresh ante Hamok Trei.

— Vendrás conmigo — ordenó, señalando al bermellón. Como si Hresh hubiese sido tan liviano como el aire, así de fácil, el beng le cogió con una mano y lo depositó entre las grandes gibas de la criatura. Luego el Hombre de Casco saltó detrás de él y posó el órgano sensitivo sobre la grupa del bermellón. Con un movimiento lento, agonizante y tambaleante, que casi provocó náuseas a Hresh, la inmensa bestia roja se dirigió hacia el territorio de los bengs.

Pero en esa noche quien acudió para dictar sentencia no fue Hamok Trei sino Noum om Beng. El marchito anciano, a quien el captor de Hresh había convocado, se acercó con paso vacilante y aire intrigado. Cuando le explicaron la situación, se echó a reír.

— No debes ir a donde no te corresponde, niño — aconsejó el cronista beng, y palmeó a Hresh con amabilidad en la mejilla —. ¿No viste las señales?

Hresh no respondió. No reconocería ninguna autoridad a las señales bengs en lo referente a gobernar los movimientos del Pueblo por la ciudad.

Noum om Beng le acarició de nuevo, con más suavidad aún, como el roce de una pluma. Luego se volvió y dijo bruscamente al captor de Hresh:

— Lleva a este niño de vuelta con los suyos.

La fría luz de la luna de medianoche caía sobre la ciudad cuando Hresh llegó al asentamiento. Todos dormían excepto Moarn, quien oficiaba de centinela. Miró a Hresh sin interés mientras el guerrero beng se alejaba en su montura.

El sueño tardó en llegar, y cuando por fin logró dormirse, Hresh soñó con un ejército de pequeñas y brillantes criaturas mecánicas que recorrían interminables calles en ruinas, y con los objetos misteriosos y resplandecientes que yacían ocultos en las profundidades de la tierra.

Por la mañana esperó que la ira de Koshmar se cerniera sobre él. Pero para su alivio, y también para su humillación, nadie pareció haber reparado en su ausencia.

Torlyri había ensayado las palabras cientos de veces. Pero al acercarse al asentamiento de los Hombres de Casco, éstas parecieron huir de su cabeza. Se sentía completamente perdida entre la confusión y el torbellino que llevaba a la deriva, incapaz de hablar siquiera su propio idioma correctamente, para no mencionar el de los bengs.