Habían transcurrido tres días desde el entrelazamiento con Hresh. Hasta entonces no había reunido el valor necesario para hacer el viaje. La mañana era cálida y húmeda, y soplaba un obstinado viento bochornoso que levantaba grises nubes de polvo sobre las calles secas y las arremolinaba en irritantes torbellinos a su alrededor. Repetidas veces pensó en regresar. La visita le parecía una completa locura. Nunca lograría hacerse entender. Y si lo conseguía, si lograba encontrar al hombre a quien venía a ver, ¿de qué le serviría? Sólo obtendría dolor, de esto estaba segura Y de eso ya había tenido suficiente.
Tensa, con el rostro rígido, Torlyri se obligó a seguir avanzando por la larga y estrecha avenida de edificios derruidos y blancos que conducía al distrito Dawinno Galihine. A la entrada de la zona beng, un centinela encasquetado se asomó y la miró con aire inquisitivo.
— ¿Te esperan? — preguntó —. ¿Qué haces aquí? ¿A quién vienes a ver?
Hablaba el agudo idioma de los bengs, que parecía formado por ladridos. Las palabras deberían haberle resultado incomprensibles. Y, sin embargo, las había en tendido a la perfección. ¡Había dado resultado! Fiel a su palabra, Hresh le había enseñado el idioma.
Pero ¿conseguiría hablarlo ella?
Las palabras no acudieron a su boca. Estaban atrapadas en lo profundo de su mente y no querían aflorar a los labios. «He venido a ver al hombre de la cicatriz en el hombro», debía decir. Pero no había forma de articularlo. Se sentía tímida como una niña. El tono de la voz del hombre le resultó hostil y frío, y sus palabras le parecieron un rechazo, una expulsión. Pero tal vez fuera la forma habitual de interrogar. El miedo la asaltó. La resolución que la había llevado hasta allí nunca había sido tan fuerte, y a la vez en ese preciso momento se desvanecía No estaba allí para ver a nadie, había sido un error. No tenía nada que hacer allí. Sin replicar dio la vuelta.
— Espera — ordenó el beng —. ¿Adónde vas?
Se detuvo, luchando contra sí misma, pero incapaz de hablar.
— Por favor, por favor… — logró articular por fin.
Comprendió que había hablado en el idioma beng. ¡Qué extraña se sentía, empleando esas palabras desconocidas! Vamos, pensó. Di el resto: «He venido aquí para ver al hombre de la cicatriz en el hombro.» No. No podía decirlo, no a ese extraño de rostro siniestro. A nadie. Apenas podía articularlo mentalmente.
— ¿Eres la mujer de las ofrendas?
Torlyri le miró.
— ¿Me conoces?
— Todos te conocen, sí. Aguarda aquí. En este sitio. Aquí, mujer de las ofrendas. ¿Me comprendes? — Señaló un punto en el suelo —. Aquí. Aguarda!
Torlyri asintió.
Estoy hablando en su idioma, pensó maravillada. Comprendo lo que me dice. Abro boca y salen las palabras.
El centinela giró de golpe y desapareció en el asentamiento beng.
Torlyri permaneció de pie, temblando. Quiere que espere, se dijo. ¿Que espere qué? ¿Que espere a quién? ¿Qué debo hacer?
Aguarda le dijo una voz desde su interior.
Muy bien. Esperaré.
Los minutos transcurrían, y el centinela no regresaba. El viento cálido y cargado de polvo soplaba a través de la hondonada de antiguos edificios vacíos con una fuerza tal que tuvo que protegerse el rostro. De nuevo pensó en marcharse rápidamente y en silencio antes de que alguien volviera. Pero vaciló. No quería quedarse ni partir. Su propia indecisión comenzó a divertirla ¡A tu edad!, se dijo. Esos miedos, esa ridícula timidez. Como una niña. Igual que una jovencita.
— ¡Mujer de las ofrendas! ¡Aquí está, mujer de las ofrendas!
El centinela había regresado. Y con el soldado venía él. No había sido necesario decir nada. El centinela se había dado cuenta. ¡Qué situación tan incómoda! Pero eso facilitaba mucho las cosas.
El centinela dio un paso al lado y el otro se acercó. Torlyri vio el hombro con la cicatriz, sus hermosos ojos penetrantes, el casco dorado, alto y redondeado. Empezó a temblar, y furiosa se ordenó tranquilizarse. Nadie la había obligado a ir hasta allí. Ella misma lo había escogido. Aquella situación era autoimpuesta.
Supo que en cualquier momento se echaría a llorar. Pero no podía controlarse, tenía demasiado miedo. Su alma se encontraba en peligro. Mientras había existido entre ellos la barrera del idioma, los primeros coqueteos por parte de ella habían sido algo totalmente seguro, un juego inocente, un pasatiempo divertido. Siempre podía fingir que entre ellos no sucedía nada, que nadie se había comprometido, que no había ningún objetivo definido, ninguna entrega. En realidad, así habían sucedido las cosas.
Pero ahora que ella comprendía la lengua de los bengs…
Ahora que podía decir lo que sentía…
El viento sopló más fuerte, más cálido. Su pesada carga de polvo oscureció el cielo por encima de Dawinno Galihine. A Torlyri le pareció que si soplaba un poco más, acabaría por derribar los endebles edificios que habían soportado temblores de tierra durante setecientos mil años.
El hombre de la cicatriz en el hombro la miraba con curiosidad, como si lo sorprendiera que ella hubiese venido, a pesar de que ya había visitado el asentamiento beng muchas veces antes. Durante mucho rato, ambos permanecieron en silencio.
Entonces, por fin, dijo:
— ¿Mujer de las ofrendas…?
— Me llamo Torlyri. — Torlyri. Es un nombre muy hermoso. ¿Entiendes lo que te digo?
— Si hablas despacio, sí. ¿Y tú? ¿Me comprendes?
— Hablas nuestra lengua de forma deliciosa, suena muy hermosa. Tienes una voz tan suave… — Sonrió y posó las manos a ambos lados del casco, dejándolas descansar allí un instante, acaso de indecisión. Entonces, rápidamente soltó la correa que sujetaba el casco a la garganta y se lo quitó. Torlyri nunca lo había visto sin él. En realidad, nunca había visto a ningún beng con la cabeza descubierta. La transformación no la inquietó. Su cabeza parecía extrañamente más pequeña y su estatura menos. Pero, de no ser por el color del pelaje y de los ojos, era idéntico a cualquier hombre de su tribu.
El centinela, que había estado rondando por atrás, tosió ostentosamente y se dio la vuelta. Torlyri comprendió que el hecho de quitarse el casco debía de ser una especie de, invitación a la intimidad, o tal vez un acto de entrega más profundo. Su temblor, que había cesado sin que se diera cuenta, volvió a agitarla.
— Mi nombre es Trei Husathirn. ¿Vendrás a mi casa? — la invitó.
Ella iba a decir que sí, que aceptaba con gusto. Pero se contuvo. Conocía el lenguaje de los bengs, sí. O al menos cuanto Hresh había conseguido aprender y transmitirle. Pero ¿cómo podía estar segura de las implicaciones de las palabras? ¿Qué significaba en realidad la pregunta «vendrás a mi casa»? ¿Era una invitación a copular? ¿A entrelazarse? ¿A formar pareja? Entonces, que Yissou me proteja, pensó ella, si piensa que estoy dispuesta a ser su pareja con sólo conocer su nombre. ¿O sólo le proponía abandonar aquella calle ventosa y tórrida, barrida por los vientos, ya que podían estar bebiendo vino y comiendo tortas en algún sitio más cómodo?
Ella se quedó estudiando su rostro, orando para tomar la decisión adecuada.
Él rompió el silencio, diciendo con voz que a Torlyri le pareció algo herida, aunque resultaba difícil asegurarlo con un idioma tan áspero como el de los bengs:
— Entonces, ¿no quieres venir?
— Yo no he dicho tal cosa.
— Entonces, vayamos.
— Debemos comprender… No puedo quedarme mucho tiempo…
— Desde luego. Sólo un rato.
Le indicó que partieran, pero la mujer permaneció donde estaba.
— ¿Torlyri? — dijo él, acercándose hasta ella pero sin tocarla.
Sin el casco parecía extrañamente vulnerable. Deseó que se lo volviera a poner. Lo que la había atraído de él en primer lugar fue el casco, esa sencilla cúpula dorada y brillante ligeramente coronada de hojas, tan distinta de los cascos infernales que prefería la mayoría de sus compañeros de tribu. Su casco, sí, y algo en su mirada, en su forma de sonreír y de comportarse. Del hombre que se escondía detrás de aquellos ojos aún no sabía nada.