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— Le ofrecí mi amistad a un hombre y él me hirió.

— A veces ocurre. Pero no siempre.

— Pertenecemos a tribus distintas. No hay antecedentes…

— Hablas nuestro idioma. Aprenderás nuestras costumbres. — Le ofreció de nuevo el casco —. Hay algo entre tú y yo. Lo sabes. Lo supiste desde siempre. Aun cuando no podíamos comunicarnos, existía algo. El casco es para ti, Torlyri. Lo he guardado muchos años en esta caja, pero ahora te lo ofrezco a ti. Por favor. Por favor.

Ahora él era quien temblaba. No podía hacerle eso. Con mucho cuidado, cogió el casco que le tendía y lo sostuvo sobre su cabeza como si tratara de ponérselo. Luego, sin colocárselo, lo oprimió contra el pecho y con suavidad lo apoyó en el costado.

— Gracias — susurró —. Lo guardaré toda mi vida.

Ella le tocó la cicatriz con ternura, afectuosamente. El hombre acercó la mano a la espiral blanca que comenzaba en el hombro izquierdo de Torlyri y recorrió su cuerpo hasta los senos, donde se detuvo. Ella se acercó más. Y entonces Trei Husathirn la abrazó y la condujo hacia el lecho de pieles.

Bajo el viento cálido y cortante del sur, Taniane sentía que su alma se agitaba con ansias del cuerpo y del espíritu.

A lo largo del vientre y de los muslos la recorría una pulsación vibrante que llegaba hasta los órganos sexuales. Era inequívoco. La convenía aparearse. Tal vez Haniman anduviese cerca. O si no, Orbin. Éste nunca se negaba.

Pero luego sintió en la frente y en la base del cuello una tensión que descendía por la columna y parecía inclinarla a favor del entrelazamiento. Hacía mucho tiempo que no se entrelazaba. Sí, era algo que no solía hacer, por falta de un compañero con quien fusionar su espíritu. Pero hoy la urgencia la acuciaba. Tal vez, pensó, sólo necesitara copular, y en cuanto acallara el cuerpo con el placer ansiado, esa otra presión desaparecería.

Pero había algo más que la perturbaba, y que no era el apareamiento ni el entrelazamiento: era una inquietud una profunda sensación de impaciencia e intranquilidad que no parte tener una causa determinada La sentía en los dientes, detrás de los ojos, en la boca del estómago. Pero sabía que todo esto sólo era la manifestación exterior de algún sufrimiento del alma. No era la primera vez que lo sentía, pero ese día era más intensa, como si unas ráfagas enloquecedoras e incesantes de viento cálido avivaran los rescoldos. Guardaba alguna relación con la partida de Harruel y sus seguidores. Taniane había llegado a la conclusión de que debían de estar viviendo maravillosas aventuras en tierras lejanas y fabulosas, mientras ella continuaba inútilmente atrapada en la polvorienta y derruida Vengiboneeza. Y también tenía que ver con los cada vez más omnipresentes bengs, quienes pretendían mostrarse amistosos, pero de una forma muy peculiar. A su modo, por amistoso que fuera, sin prisa pero sin pausa, se habían apoderado de cada zona de la ciudad como si fueran los amos del lugar, y la tribu de Koshmar una mera banda abigarrada de intrusos a quienes toleraban por pena. Taniane también se sentía Inquieta ante la pasividad que mostraba Koshmar ante esta circunstancia. No había catado de parar lo pies a los bengs. No había hecho nada para poner a raya su intromisión. Se limitaba a encogerse de hombros y dejarlos actuar como les venía en gana.

Koshmar ya no parecía ella misma. En opinión de Taniane, la secesión de Harruel había acabado con la cabecilla. Y, evidentemente, Koshmar y Torlyri tenían algún tipo de problema.

Era raro ver a Torlyri en el asentamiento, se pasaba casi todo el día entre los bengs. Se rumoreaba que tenía un amante en la otra tribu. ¿Por qué lo toleraba Koshmar? ¿Que le estaba pasando? Si ya no se veía con fuerzas para segur en su puesto de cabecilla, entonces, ¿por qué no se hacía a un lado y dejaba el lugar a alguien con más decisión? Koshmar ya había superado el límite de edad. Si la tribu siguiera viviendo, superado el capullo, pensó Taniane, Koshmar ya habría partido en busca de la muerte, y seguramente ella sería la cabecilla. Pero ya no había límite de edad y Koshmar no tenía intención de ceder el mando.

Taniane no quería derrocar a Koshmar por la fuerza ni creía que el Pueblo la apoyara en semejante empresa, a pesar de que era la única mujer de la tribu con edad y espíritu apropiados para ser cabecilla. Pero había que hacer algo. Necesitamos un nuevo liderazgo, pensó. Y pronto. Y la nueva cabecilla, se dijo Taniane, debía hallar el modo de acabar con la intromisión de los bengs.

Cruzó la plaza y entró en el almacén donde se guardaban los artefactos del Gran Mundo. Esperaba hallar a Haniman para solventar la más sencilla de las necesidades que la acosaba esa mañana.

Pero en lugar de Haniman encontró a Hresh, que estaba estudiando los misteriosos dispositivos antiguos que él y Los Buscadores habían descubierto. Desde la llegada de los bengs, casi se habían olvidado de las máquinas. Al oírla entrar, levantó la vista, pero no dijo nada.

— ¿Te molesto? — le preguntó.

— No especialmente. ¿Puedo ayudarte en algo?

— Estaba buscando a… bien, ya no importa. Pareces triste Hresh.

— Tú también.

— Es este maldito viento. ¿Crees que alguna vez dejará de soplar?

Se encogió de hombros.

— Cuando cese, cesará. En el norte hay lluvia y el aire seco va en busca de ella.

— Cuántas cosas sabes, Hresh.

— No sé casi nada — dijo Hresh, apartando la mirada.

— Realmente, hay algo que te preocupa.

Se acercó a él. Hresh tenía los hombros encorvados. No decía nada y jugueteaba ociosamente con un artefacto plateado e intrincado cuya función nadie había podido determinar. Qué delgado es, pensó. Qué delicado. De pronto, en su corazón brotó un profundo amor por él. Comprendió que Hresh debía de tenerle miedo. Él, cuya gran sabiduría y misteriosas facultades habían aterrado a Taniane. Quiso abrazarlo y consolarlo como hubiese hecho Torlyri. Pero él se mantenía apartado tras un manto de dolor.

— Cuéntame qué te preocupa — le pidió.

— ¿Quién ha dicho que algo me preocupa?

— Lo veo en tu cara.

Sacudió la cabeza, molesto.

— Déjame tranquilo, Taniane. ¿Estás buscando a Haniman? No sé dónde está. Posiblemente haya ido con Orbin al lago a pescar, o si no…

— No he venido aquí a buscar a Haniman — respondió. Y luego, para su propia sorpresa, se oyó decir —: He venido a buscarte ti, Hresh.

— ¿A mí? ¿Qué quieres de mí?

— ¿Puedes enseñarme un poco el idioma de los bengs? ¿Qué te parece? Sólo un poco… — respondió, improvisando desesperadamente.

— ¿Tú también?

— ¿Acaso alguien más te lo ha pedido?

— Torlyri. Está enamorada de ese beng de la cicatriz con quien siempre anda coqueteando y riendo. ¿Lo sabías? Hace unos días vino hasta mí con una mirada de lo más curiosa. Enséñame a hablar en beng, dijo. Tienes que enseñarme beng. Ahora mismo. Insistió mucho. ¿Alguna vez habías visto que Torlyri insistiera en algo?

— ¿Y tú qué hiciste?

— Le enseñé a hablar el idioma beng.

— ¿Cómo? Creía que aún no sabías lo suficiente para enseñar a nadie excepto unas pocas palabras.

— No — reconoció Hresh en voz baja —. Mentía. Sé hablar en beng como un beng. Usé el Barak Dayir para aprenderlo del anciano de su tribu. No quería que nadie más lo supiera. Eso era todo. Pero cuando Torlyri me lo pidió así, no pude negarme. De modo que ahora también ella lo sabe.

— Y yo seré la próxima en hablarlo.

Hresh se mostró inquieto, muy preocupado.

— Taniane, por favor. Taniane…

— ¿Por favor qué? Enseñarme es responsabilidad tuya, Hresh. Enseñamos a todos. Son nuestros enemigos. Tenemos que conseguir entenderlos si queremos negociar con ellos, ¿no te das cuenta?