Su madre palmoteo de entusiasmo, porque lo encontraba más apuesto y galán esta segunda vez que la primera, pero el padre, para no verlo salir, se estuvo tres días sin aparecer por la casa, de caza en unas dehesas suyas, con dos monteros improvisados entre sus pastores.
En esa segunda ocasión tuvo que ir hasta Barcelona, porque don Quijote ya había atravesado media España, pero no le fue difícil dar con él. En todas partes o habían oído hablar del caballero loco, o lo habían visto o conocían a alguien que lo había visto.
Cuando llegó de vuelta al pueblo, victorioso y ufano. Tomé Carrasco, harto de chilindrinas, le lanzó la terminante:
– Basta de perder el tiempo. Decídase, señor bachiller, y haga por recibir las órdenes y hacerse clérigo como mi señor cuñado -se refería al hermano de su madre, obispo de Sigüenza, que se había ofrecido hacía años a favorecer a su sobrino-, pero se acabó de comer en mi mesa la sopa boba. O las órdenes, o ya sabéis dónde está la puerta.
La madre, ante el ultimátum, rompió a llorar y Sansón Carrasco no se atrevió a decirle que se encontraba negado para las cosas de Iglesia.
En esas andaba cuando murió don Quijote. El padre, en consideración al difunto y a la amistad que parecía haber reinado entre su hijo y aquel mentecato, le otorgó, al menos tácitamente, un aplazamiento.
Y aplazamiento fue igualmente para Sancho la muerte de don Quijote.
Llegó a casa con los ojos enrojecidos y taciturno. Dio la noticia y se echó a dormir, porque no había dormido ni un minuto en toda la noche. Dijo a su mujer: «Despiértame de aquí a un rato». Pero Teresa, su mujer, le dejó dormir todo lo que quiso, que no fue mucho, porque le despertaron sobresaltado las campanas, doblando a media mañana.
– ¿Qué hora es? ¿Cuánto he dormido? ¿Quién toca las campanas?
Estaba bañado en sudores fríos y tenia la boca seca. En los escasos minutos de reposo había tenido profundos y espesos sueños en los que andaban él y don Quijote por esos mundos, en su vida caballeresca.
Mandó Sancho a comprar un poco de vino a su hijo, San-chico, y sin que nadie le dijera nada, Sanchíca, la mayor, la preferida de su padre, se puso a freírle unos torreznos.
Bebió algo de vino, pero no probó los torreznos, y en eso estaba cuando apareció Cebadón con un recado del ama Quiteria.
Cuando se quedaron solos Teresa Panza y sus dos hijos, les dijo:
– Ay, hijos, a vuestro padre os lo han cambiado. No ha tocado estos torreznos. ¿Cuándo se ha visto algo así? Los meses que ha pasado con don Quijote han hecho de él otra persona, y no se le conoce. Antes era socarrón y alegre, amigo de dichos y de burlas, de pitos y chirigotas, y ha vuelto un hombre taciturno. Hasta le encuentro más delgado. ¿No habrá enfermado? ¿No habrán contraído los dos una de esas enfermedades raras que andan sueltas por el mundo?
– Será -dijo Sanchica-, porque la muerte de su amo le ha llenado de pesar. Pasará el tiempo y todo se remediará. No hay mal que cien años dure y no hay nada que no remedie un jarro de vino. No tenga vuesa merced cuidado y déjelo de mi mano, que en dos días le voy a devolver el marido como se usaba.
– Ojalá sea como dices. Pero te aseguro que es muy otro del que era. Ayer mismo, antes de salir para la casa de don Quijote, se me quedó mirando, y me dijo: «Ven acá, Teresa. Dime: ¿Qué quedará de mí en este mundo? ¿Seré dueño de mi vida, dueño de mi fama?;Se habrá escrito todo lo que de mí convenía saber o me queda aún por vivir vida memorable? Mira que se muere don Quijote, ¿y qué será de mí? ¿Me espera nueva vida o habré de languidecer aquí esperando la muerte, contando mis aventuras con don Quijote, como un soldado viejo? ¿Se acabó todo? Al morir don Quijote, ¿no me he quedado a medio hacer? Yo antes no era así, a mí antes no me preocupaban estas cosas».
– ¿Y tú qué le dijiste, madre?
– ;Qué querías que le dijese? Que de cuándo acá la vida de un pobre. se acaba con un amo. Cambian los amos, pero los criados son los mismos. ¿Adonde irá el buey que no are? Le dije, quítate cuervos de la frente, ventílate el ánimo, orea el pecho y tus cuidados, levanta la cabeza y mueve los pies, que amanecerá Dios y medraremos, y bien se está San Pedro en Roma.
– ¿Y él te dijo más?
– Sí me dijo. Me dijo: «Tienes mucha razón, Teresa mía, pero dime, dime: ¿Me espera nueva vida o habré de apocarme aquí aguardando la muerte, contando mis aventuras con don Quijote, como un soldado viejo? ¿Se acabó todo?». Y me contó que no podía figurarme lo mucho y bien que había estado esta segunda vez con su amo, y que en nada se había parecido a la primera, y no tanto porque hubiera llegado a ser gobernador, como por haber descubierto en don Quijote un verdadero compañón como no lo había tenido antes, y que sólo ahora que se moría, sabía lo que se le moría a él por dentro, y que a todo parecía que le estaba perdiendo el gusto. Os digo, hijos, que vuestro padre me preocupa.
No le podía oír Sancho ninguna de estas razones, porque se había ido con Cebadón a la caballeriza, detrás de la casa, y estaba poniéndole la jáquima al rucio.
Mientras se atareaba Sancho y Cebadón le echaba una mano, empezó éste a cantar unas coplas. Tenía una voz barnizada y donosa.
– Cebadón, ¿no vas a guardar ni un minuto de luto por tu amo? ¿Cómo puedes cantar un día como hoy?
Cebadón era un mozo y, ante la autoridad de Sancho, suspendió el sonecito.
Cebadón era el único a quien aquella muerte le había dejado indiferente. No sólo porque llevara poco tiempo en la casa. Tampoco había tenido demasiado trato con su amo. Cuando él llegó, don Quijote vivía los días de mayor exaltación y frenética actividad, ejercitando las armas detrás del corral y leyendo en voz alta, encerrado en su aposento, aquellas novelas de las que le gustaba hacer todas las voces, imitaba la voz de las princesas, cuando eran princesas las que hablaban, o la de los gigantes cuando lo hacían éstos o, en fin, la de los caballeros, y se servía para ésta de la suya propia, que ponía en un punto que ni el más asenderado de los comediantes se le hubiese igualado. Y Cebadón pensó: «¿En casa de quién he entrado a servir? Está como un cencerro;).
Y la verdad es que tampoco tenía en mejor consideración a Sancho, pero le obedeció cuando le afeó la conducta.
Al cabo de unos minutos, como se hacia incómodo el silencio entre los dos hombres, Sancho le dijo:
– Canta si quieres, Cebadón; cantando y más cantando, la pena se va aliviando.
– No. Ya no tengo ganas.
– Y tú, Cebadón, ¿qué piensas hacer ahora que tu amo ha muerto?.
– ;Yo? -respondió alegremente el mozo-. Se sorprendería voacé, señor Sancho, de las cosas de las que soy capaz. A mí me espera el mundo, y me lo voy a poner por montera.
CAPÍTULO SÉPTIMO
De allí a un buen rato aportó por la casa de don Quijote maese Nicolás. Traía en una mano la bacía y en la otra un zaque con la navaja, las tijeras, un peine y algunos pomos con aceite de estoraque, agua de rosas, jaboncillo de Venecia, solimán y otros lucentores para amortajarlo. No le parecía decoroso que su amigo se presentara con aquellas confusas barbas ante las de Dios el día del Juicio.
Se encontró cerrada la puerta del mechinal donde lo había dejado, y por no armar escandalera en la casa de un muerto llamó con la voz apagada al ama Quiteria, y se llevó un gran susto cuando la vio aparecer precisamente del cuarto donde yacía don Quijote.
El ama ni siquiera se entretuvo en saludarlo, sino que se fue a su aposento, como urgida por algo. Ya a solas en él, abrió un arca. y guardó entre sus tesoros de tela blanca el pañizuelo que acogía las dos gotas de cera que habían estado en contacto con los párpados de don Quijote.
Cuando salió, vio llegar a Antonia, con el hábito de Santa Clara.
– ¿Cómo es que has tardado tanto? -preguntó.
Oyeron a maese Nicolás que pedia un poco de agua caliente.