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– ¿Y ha dicho vuestra merced que todo lo que hablemos aquí, saldrá algún día en letra impresa? -preguntó el cura, que parecía haberse quedado en ese paso de su alegato, con la pluma en ristre y la mirada suspensa y los ojos, tras los cristales estrellados, vagamente soñadores-. ¿Va a decirnos que contamos entre nosotros con otacustas y delatores?

La verdad es que apenas habían prestado atención a la soflama del bachiller.

En cambio aquella insinuación de que los presentes saldrían en los papeles les inquietó lo indecible, y se abrió allí un murmureo de conjeturas, discusiones y advertencias. Hubo quien, el barbero sin ir más lejos, vivió con ilusión esa posibilidad de saltar a la fama, sin necesidad de pasar por la locura de don Quijote, y empezó a maquinar en su interior las palabras que a partir de ese momento pronunciaría. Vio maese Nicolás, y lo vio el cura, que lo que el bachiller decía tenía su lógica, y supusieron, por haber leído la primera parte de la historia, que la segunda no le iría a la zaga a la primera en cuanto a exactitud se refiere, y unos de una manera y otros de otra, todos se atusaron el pelo y se retocaron el vestido como para quedar en una pintura.

Otros en cambio, como Sancho, que ya estaba de por sí muy confuso y harto inquieto con la fama, miraron esa posibilidad llenos de miedo, recelo y franca hostilidad.

– Déjenme de famas de hoy, denme las de mañana. Ya no le tengo miedo a nada ni a nadie, que he sido gobernador, y aquello no fue cosa de brujería.

CAPITULO DÉCIMO

– No es cosa de brujería -protestó el bachiller-. Ya han visto cómo han salido vuestras mercedes con pelos y señales en la primera parte de esta historia. Se diría que llevaron pegado a los talones utu espía de cámara, y hasta yo mismo hubiera figurado en esa crónica de haberme encontrado el año pasado en el pueblo cuando hizo don Quijote su primera salida. Si no me hubiese hallado en Salamanca haciéndome ostiario y exorcista, ahí figuraría mi nombre en letra impresa. ¡Y qué tendrá la letra impresa que a todos subyuga como la luna llena! Y del mismo modo que se ha publicado esa primera parte, habrá una segunda. De eso no les quepa la menor duda. En ella se relatarán todas las cosas que al loco de don Quijote y al no menos loco de Sancho, y sabes Sancho que lo digo sin ánimo de ofender, les han sucedido estos últimos tres meses, y en la que se asiente en libro todo esto mismo que ahora está teniendo lugar.

– No me ofendo, señor bachiller, porque sé que apreciasteis a mi amo y sé que me apreciáis a mí. Pero pensad que de no haber mediado este loco, como me llamáis, y de no haber cuidado de él, quizá estaría don Quijote a estas horas criando malvas en un barranco, como el estudiante Grisóstomo, y no por manda. Y en cuanto a que todo ande justo en esa historia es cosa dilucidada hace más de un año por vos y por mí, en aquel careo que tuvimos delante de don Quijote. Y ahora seguid con lo que estabais diciendo.

– Y a ese día voy, Sancho. Decía -prosiguió el bachiller- que me verán vuesas mercedes en ese segundo tomo que no tardará en ver la luz departiendo con don Quijote y contigo, como lo hice, cuando le traje la primera parte de su historia, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Yo mismo lo había comprado recién impreso a mi amigo el licenciado don Tomé de Pisa, que es también gran amigo de su autor, Miguel de Cervantes. Y también saldré en esa segunda parte hablando con don Quijote aquella noche en el bosque, en que a cuenta de su Dulcinea y de la dama que me inventé sobre la marcha y a la que llamé Casildea de Vandalia, lo reté a duelo, confiando en vencerle, venciéndome él. No tengo la menor duda de que en el nuevo libro que está por aparecer me verán vuesas mercedes vestido como caballero de los Espejos quizá se diga en sus páginas que me hizo el traje el alfayate de este pueblo, Mateo Halcón, cosiéndole los espejuelos a una sobrevista amarilla, y allí se dará cabal cuenta de la conversación que don Quijote y yo tuvimos emboscados, antes de cruzar nuestras lanzas, y cómo se me rompieron dos costillas del costalazo que recibí, y no una ni tres, sino dos, que así son de exactos los historiadores que nos han tocado en suerte. Y saldrá también lo que sucedió en Barcelona todavía no hace ni un mes. Todo ello vendrá también en ese libro que acabará por ver la luz tarde o temprano, más temprano que tarde. Y si no, al tiempo. Se ha muerto don Quijote, amigos, pero nos queda Sancho que nos confirmará con puntualidad la exactitud de tales pasos, cuando salgan de las prensas estas nuevas aventuras, de la misma manera que por nuestros propios ojos veremos entonces la realidad de ahora, ya esfumada.

Y se contará no como lo han hecho el historiador apócrifo que se dice de Tordesillas, sino el verdadero Cide Hamete, el trujimán de Cide Hamete y el señor de Cervantes, que es quien ha puesto en danza todo este tinglado, hasta, ya digo, estas mismas palabras mías de ahora, todas, sin olvidar una; y hasta que acaba de entrar ahora mismo por esa puerta Antonia Quijano, sobrina de don Quijote, va a venir allí puesto con letras bien grandes, y declarará lo que trae vestido, una basquiña de color uva y una camisa con los picos de randas, y cuerpo bajo bien ligero, que le está dando no poco calor, con su cara bonita, blanca como la harina, y un escote que no envidia la aurora.

Era blanca como la harina hasta ese momento, pero cuando oyó que el bachiller Sansón la requebraba sin venir a cuento y al asalto, delante del muerto, en la sacristía, se puso como la misma grana, y aunque llevara años esperando que aquel bobalicón colocara los ojos en ella o en su escote, que lo hiciese tan manifiesto, presentes el cura, el barbero y los otros deudos, la llenó de cólera. Y sí, así era en efecto. Llegaba en ese momento algo sudorosa Antonia Quijano, sobrina de don Quijote, vestida como acaba de decirse.

Traía la muchacha una bandeja con diferentes frutas de masa, recién sacadas de la sartén, amarguillos de almendra, sequillos y algunos dulces, así unos vasos de aguapié fresco con que entretenerles el hambre y la sed. Iba a preguntarle a don Pedro dónde podía dejar aquello que no fuese delante del muerto, por parecerle poco adecuado, pero así como oyó hablar al bachiller Sansón, se le encendió el genio.

– ¿Pero es que no les da sofoco estar hablando de estas cosas con mi señor tío de cuerpo presente? -reprochó la muchacha-. ¿Estamos acaso en día de mercado? ¿Es que no se respeta nada? Y usted, don Pedro, ¿no ve en todo esto que acaba de decir-este señor estudiante de pacotilla materia más que

de sobra para que lo encerraran en los palacios de nuestro Santo Oficio? ¿Es que no hay un poco de cordura m siquiera en ¡a sacristía de un lugar tan sagrado como éste? Vamos a ver. ¿quiere alguien explicarme que los fantasmas que le volvieron loco a mi tío son diferentes de estos otros que al parecer se están apoderando, tomándolo de memoria, de lo que decimos, para correr luego a llevarlo a una imprenta? ¿Acaso les ha sorbido el seso a vuestras mercedes el mismísimo demonio?