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Y la muchacha les abrasó a todos con su mirada de fuego, dejó la bandeja sobre las cartas que estaba escribiendo don Pedro y salió corriendo, que lo mismo podía ser de contrariedad que de furia, si es que no era de hiperestesia y agotamiento y de que tenía los nervios a flor de piel por aquellos nueve días de agonía pasados en vilo al pie del lecho de don Quijote.

Y se hubiera salido de la sacristía, de no haber estado cerrándole el paso, junto a la puerta, el ama Quiteria.

– Sosiégate, niña -le dijo-, y no te vayas, que estos señores me van a oír.

Traía Quiteria más surtidos peteretes, melcochas, unas como suplicaciones o barquillos y garrapiñadas, que dejó al lado de la otra bandeja, y poniendo las manos enjarras, exclamó:

– ¡Válgame Dios, y qué vergüenza! ¡Y qué desgracia también! ¿Les parece bien asustar a una niña como ésta el día que ha perdido los mismos ojos por los que veía? ¿No se apiadan de quien acaba de quedarse más sola que la torre de esta iglesia? ¿No les enternece? Es como si este buen hombre -y sacudió la cabeza para señalar la momia de don Quijote-, muriéndose, se hubiese llevado con él el poco juicio que tenían vuestras mercedes en la mollera. Ya una vez le quemamos los libros y le tapiamos el aposento donde quedaban los que se sÁlvaron de aquella hoguera, pero díganme qué hemos de quemarles a vuestras mercedes para que no disparaten como disparataba el señor Alonso, que en paz descanse. No asusten a las criaturas, no nos metan dudas en el ánimo a los buenos cristianos, no nos lo apoquen, no nos hagan creer en fantasmas que no existen, y recen por el alma de este buen hombre que si vivió como vivió, tuvo la gracia de morir como lo hizo, que no todos tendremos acaso tal merced.

Y dicho esto, la sobrina y el ama se salieron y volvieron a sus fogones, y quedaron el cura, el bachiller, Pedro Alonso y el barbero, y tres vecinos que habían venido a velarlo un rato, sin decir palabra, royendo en silencio los dulces que les habían traído, de espaldas al muerto, en!a otra punta de la sacristía, que era casi tan grande como la iglesia, y Sancho no, porque se había salido hacía más de media hora a preparar el entierro.

Y así se pasó la tarde y fue llegando la noche.

CAPITULO UNDÉCIMO

Con el sol desangrándose en el horizonte se apaciguaron aquellos ardentísimos calores, y en cuanto se quedó serena la tarde, entre dos luces, sacaron el cuerpo de la sacristía, lo metieron en un cajón hecho de tablas y lo bajaron con dos cuerdas a la sepultura. Los mismos que habían abierto la fosa, la fueron cerrando.

Las paletadas de tierra sobre el ataúd sonaban de modo siniestro, pero no lograban acallar ni el parpadeo de los luceros vespertinos, que acababan de salir de sus madrigueras, ni el tartamudeo alegre de los grillos más madrugadores, que aún quedaban por el campo y no se habían extinguido, pese a que el verano hacía ya mucho que había pasado. Silenciosos y caprichosos los murciélagos garabateaban el cielo deslucido con sus alborotados y fúnebres gallardetes. Vencejos, aviones y golondrinas habían dejado en el cielo el vacío de su partida.

Era un cementerio angosto, sin un árbol, cerrado como corral con bardas en las que crecían jaramagos y otras yerbas raquíticas. Esparcidas por el suelo había hasta seis docenas de tumbas, con sus cruces de forja o de palo, algunas caídas o torcidas, lo que hacía que aquello pareciese un poco un almacén de bujerías. Las de hierro, estaban enmohecidas; las de palo, podridas o deslustradas, aspaban sus brazos con desaliento entre ortigas y vistosos cardos que parecían haber florecido a deshora. Vestían las tumbas hierbas hermanas de las que se esbozaban en las bardas, y junto alas tapias y barbacanas se espigaban algunas malvas polvorientas comidas por las orugas, y voraces zarzamoras mostraban sus rozagantes y orientales racimos negros y rojos, ya medio secos y pasados. También contra la pared estaban, en sus corazas de alcornoque, las cinco colmenas de don Pedro, cuya miel repartía a los pobres, una miel muy famosa porque decían que estaba hecha con las flores del cementerio, y las flores, con los sueños de los muertos, y que todo eso contribuía a hacerla más célebre que la de la Alcarria y a competir con la que ordeñaba el otro maestro de esas artes que era el barbero.

Había venido a darle el adiós a don Quijote todo el pueblo, hubieran pasado antes por la sacristía o no, viejos, hombres, mujeres y niños, desde el regidor con su corporación, hasta el último ganapán, alguaciles, boticarios, braceros, incluso un mercader de lana que había llegado esa tarde a comprar género al pueblo, se sumó al duelo.

Se había corrido la voz y todo el mundo sabía que lo que fuese a suceder esa tarde en el cementerio lo recogerían puntuales y puntillosos escribanos, con pelos y señales, y que saldría a la luz en libro, y unos por amor al difunto y otros por amor a la posteridad, nadie quiso perderse aquel suceso, hasta el punto de que la mayor parte se vistió con sus mejores galas, así parecía aquello más una boda que un entierro.

En primer término estaban, junto al cura, los amigos del hidalgo. El bachiller se había puesto su cuello de lechuguilla y se había colgado la espada de un talabarte de ante nuevo, y parecía un apuesto matasiete, sobre todo con aquel sombrero a orza que nadie supo de dónde sacó. Tampoco el barbero se había olvidado de vestir calzas y ferreruelo, y sólo su porte, y una lechuguilla desusada por grande y ensortijada, le hubieran acreditado como miembro no ya de cinco academias, sino de cien. Incluso Sancho, no teniendo otras prendas con que pudiera honrar mejor a su amo, echó mano de aquel traje verde, de finísimo paño, que le dieron los duques para la montería. En medio de aquel cortejo funebrísimo, sobresalía y admiraba a todos los vecinos la figura del escudero vestido de pies a cabeza con greguescos, jubón y montera verdes, que parecía un papagayo.

Cuando se dieron por concluidas las obsequias fúnebres de don Quijote, insistió de nuevo el cura con el escribano, señor De Mal, para que dejara constancia de que metían en tan angosto y profundo agujero al mismo caballero que había salido a la luz en letras de molde como don Quijote de la Mancha, con el fin de que nadie viniera a aquella sepultura a remover sus huesos con nuevas honras ni aventuras impresas.

– Dé fe por escrito de que Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, ha pasado de esta vida presente a otra mejor y que queda muerto de muerte natural, estorbando con este testimonio, firmado por los testigos, que nadie le resucite falsamente y vuelva a imprimir inacabables historias de sus hazañas, así se llame el historiador como quisieran llamarlo todos los demonios.

Después de esto, se disponían a marchar de allí, cuando, sin que nadie lo advirtiera, se arrancó el bachiller Sansón Carrasco en un gesto inaudito. Sacó de debajo de un capotillo negro que llevaba la adarga que había sido de don Quijote, o lo que de ella quedaba después de la derrota de la playa de Barcelona. La había descubierto en el montón de armas viejas del sobrado esa misma mañana, mientras vagaba por la casa buscando su cadáver, y allí, sobre la marcha, como hombre de recursos que era, se le ocurrió la traza. Sobre el cuero de ese famoso escudo había escrito el bachiller con un poco de pez caliente, de la que se usa en la Mancha para aderezar los odres y pellejos de vino, estas palabras enigmáticas:

Quien puede, quiera. Quien quiere, pueda.

– Ahí queda eso -dijo el Bachiller apoyándolo sobre la cruz que el enterrador había clavado a la cabecera de la sepultura, y a continuación rescató de la faltriquera el sonetico, y lo enjaretó con los responsos.

La gente dijo: «Ha tenido un entierro de primera, no lo podía haber soñado mejor nadie de este pueblo, ni el conde», y al propio don Quijote, que tanto le preocupaba lo que la gente decía o no de su valentía, de sus hazañas y de su cortesía, le habría placido ver el concurso del vulgo deslenguándose en sus alabanzas, porque si en vida habían dicho de don Quijote que era un grandísimo loco y Sancho un mentecato, muerto ya el caballero, aquélla fue la hora de las loas. No obstante como es imposible hallar unanimidad ni siquiera en los entierros, algunos, mirando a Sancho, con aquellas galas de papagayo, murmuraron a los oídos de sus vecinos: «A ése se le ha subido a la cabeza». Pensaban que hacía ostentación de todos los dineros que traían desvividos a los envidiosos.