Hasta el ama Quiteria o Antonia, que tanto habían deplorado las locuras de su amo y de su tío y tanto las habían combatido, tenían que hacer esfuerzos para no quedarse oyendo aquella montaña de disparates y acababan por aceptarlos con una risa indulgente, como travesura de un niño que tanta más gracia hace cuanto más aspada e inocua es.
El bachiller Sansón Carrasco, acaso el que llevaba la voz cantante en aquel póstumo homenaje a don Quijote, se dio cuenta de ello, y se atrevió a decirle al ama:
– Quiteria, se diría que todo lo severa que fuiste con tu amo en esta vida, lo eres ahora piadosa con su memoria, y hasta yo aseguraría que te resultan graciosas las mismas locuras por las que hace dos semanas te llevaban todos los demonios. Y a ninguno se nos ha despintado de la memoria el recio rapapolvo que no hace m horas echaste a todo el mundo. a cuento de esas locuras. ¿Tan pronto se te han olvidado las cosas que decías?
– ;Y qué, si así fuera, señor bachillerillo? -respondió crispada.
Todos rompieron a reír de ver aquella suspicacia.
– No he terminado aún -prosiguió ella, rehaciéndose-. Desde luego, siempre quise a mi amo mejor que loco, cuerdo, y me dolía que vuesas mercedes le espolearan sus desvaríos, pero no soy tan mala como para preferirlo muerto a loco, y fíjense en lo que voy a decir: si por mí fuera, le retornaría a la vida aunque con ello volviera a perder la cordura que recobró los últimos días, y Dios me perdone esta blasfemia. Y claro que me río de esos disparates. ¿Cómo no había de reírme, si no los habrá tan graciosos en ninguna parte ni criatura tan inocente ni menos lesiva que él? Sólo que ahora ya no pueden hacerle daño, ni nadie se le reirá en las barbas, ni le faltarán al respeto. ¿Y qué es este nuevo uso de llamarle a todas horas don Quijote, cuando él era y no podía ser otro que el señor Quijano? ¿Qué es eso de llamarle con su nombre de loco, cuando tenía uno bien cristiano de cuerdo? El día en que nos dijo a todos, ya soy cuerdo, y enterró todas sus locuras pasadas, sabed, señores, que ahorcó su nombre de don Quijote, y harían vuesas mercedes muy mal si siguiesen llamándole como a él no le gustaría que lo llamaran ya más, de haber vivido. Ay, y qué bueno era y cómo nos trataba entre los algodones de su finura.
Y llegado a este punto el ama dio un profundísimo gemido y rompió a llorar desconsolada y súbitamente. Se tapó la cara con una rodea, dio media vuelta y salió de la sala.
Nadie entendió tan brusco cambio de humor, ni cómo se había pasado de las risas y el jolgorio al rompimiento de lloro.
La salida inesperada del ama les estropeó a todos el banquete, y no hubo nadie tan poco piadoso que no pensara si la habían ofendido o en qué, y a todos se les acordó que estaban allí porque había muerto un hombre, y no estaba bien no honrarle con alguna seriedad y más reposo.
De todos modos, Sansón Carrasco, el mis malicioso de todos, trató de descargar la culpa y dijo no hallar entre las cosas que allí se habían dicho ninguna que le faltara el respeto a la memoria del finado ni a ninguno de los deudos. Antes al contrario, todos los presentes lo tenían por una bellísima persona que harto bien había muerto mirando los últimos meses de vida que había llevado. Así que se sorprendieron de ver llorar al ama, pero no se hubieran extrañado de haber sabido las razones por las que lloró y sus sentimientos hacia su señor.
Siguió el banquete. Se hicieron algunos esfuerzos por animarlo de nuevo, y lo probó Sansón Carrasco, y lo intentaron otros, pero sin éxito. Acabaron lo que quedaba de vino, se dio cuenta de los últimos pasteles y se partió todo el mundo a su casa, donde se recogieron con un sentimiento ambiguo.
Cuando marchaba cada cual hacia su casa en medio de una noche oscurísima, rompió a llover lo que no había llovido en cien años, acaso para que nadie olvidara aquella noche.
Y siguió lloviendo incluso durante una semana seguida, con frío y viento, pasándose así del verano al invierno sin antesala, como quien abre una puerta de una patada y dice: aquí estoy yo.
CAPÍTULO DECIMOTERCERO
Llovió tanto y tanto que los caminos se llenaron de barro y lodo y la gente, si podía, excusaba tener que salir de casa.
El hueco dejado por la muerte de don Quijote en las vidas de sus amigos y parientes se hizo bien patente en ese tiempo, sobre todo ante la imposibilidad de trabajar los campos. Se estaban todo el día dando vueltas por la casa como hurones a los que se les hubiera tapado la boca de su madriguera, pensando y pensando.
Como los días de su enfermedad habían discurrido apaciblemente, ni al ama ni a la sobrina les hubiera importado volver a tenerlo así, en la cama, llevando pía la vida y alimentado con caldos de gallina, sin que nada le doliese y sin quejarse de nada. Sólo que se murió, y aquellos días tristes, encapotados, con el cielo entoldado y cada vez más cortos, se encargaban de recordarles que había muerto, llenándoles la cabeza de obsesivos temores tristes, pensando y pensando.
El grandísimo caserón de los Quijano quedó más silencioso y reposado que nunca. Y tuvieron las dos mujeres tiempo de vaciar el aposento que había sido del hidalgo, limpiarlo de polvo, regalar a los pobres del pueblo las ropas y zapatos que no podían ellas aprovechar, y hablar de don Quijote y de lo que iba a sucederles en adelante.
– Porque hay que ver -advirtió la sobrina- que son cosas que acaban de suceder, y ya le bailan a una en la cabeza, como si nunca hubieran pasado.
– A ti te bailarán, niña -dijo Quiteria-, que a mí no se me despintan, y no pasa minuto que no me acuerde de tu tío y piense para mis adentros, «ahora se hallaría en el patio, sentado, acariciando a sus galgos barcinos; ahora se estaría en el aposento de los libros, ahora miraría desde el palomar si venían o no lluvias, o cortándoles las alas a los palomos…». Desde que se nos escapó de casa ¡a primera vez, hoy hace un año y dos meses y trece días, y aún te diría los minutos, podría señalarte todo lo que nos ha sucedido, paso por paso. Primero los tres que estuvo perdido por ahí, en la Venta de los Astures. Esa vez vino mucho peor que salió, asegurando que ya era caballero y con el don puesto, él, que nunca lo había tenido ni falta que le había hecho tenerlo. Luego los veinte días que lo tuvimos en casa, sin que se mejorara en nada, o por mejor decir, cada día peor, aunque le quemáramos los libros y le tapiáramos el aposento donde los posaba, metido entre estas cuatro paredes todo el santo día como un lobo enjaulado, hasta que dio con el sandio de Sancho Panza y volvió a salirse a voltear el mundo, por donde anduvo otros diez días…
– ¿Sólo diez días estuvo con Sancho esa primera vez? A mí -dijo la sobrina con desenvoltura- se me hizo que anduvo más tiempo fuera. Habrá que preguntarle a él, que habrá llevado la cuenta aunque sólo sea para cobrarse los jornales.
– Esa cuenta le salió más que bien, porque a los tres pollinos que tuviste que darle sumó los muchos dineros que al parecer se encontraron en una maleta, y que tu tío, como era así de ilusionista y dadivoso, en vez de guardárselos como dueño que era de la aventura y señor de Sancho, permitió que éste los embaulara en su faltriquera. Pregúntale, pregúntale a Sancho cuanto quieras, que no te dirá nada que no te confirme yo de los días que se estuvieron fuera, que bien llevaba yo la cuenta aquí -y Quiteria se aporreó la frente con el dedo, aunque hubiera debido golpearse con él no la cabeza, sino el corazón.
Se acercó en ese momento Cebadón. Traía la colodra con la leche. Quiteria selló la boca y no volvió a abrirla hasta que el mozo, después de dejar la leche y llevarse una quilma de salvado, no se hubo alejado hacia el corral.
– ¿No has notado, Antonia, lo jaranero que anda este mozo desde que murió tu tío?
– ¿Y qué he de notar, sino que es un atolondrado de tomo y lomo, y medio idiota, todo el día cantando por los rincones, llueva o haga so!? ¿Qué le has visto tú de extraño?