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Mientras duraba esta plática estaban las dos mujeres escogiendo lentejas, sentadas a la mesa, y Quiteria dejó su tarea y levantó la vista de aquellas áridas semillas, para clavarla en Antonia. Se lo pensó antes de hablar, y Antonia, sabiéndose mirada, también dejó quietos los dedos y sostuvo la mirada de Quiteria con impasible tristeza.

– Cuánta pena me da, Antonia, oírte decir esas cosas y que creas que tu tío se andaba mejor por esos mundos, pobre, roto y burlado, que aquí sujeto con nosotras. Quiero pensar que se trata de tu puericia, que te hace hablar de esa manera, como si no tuvieras entrañas, o como si pensaras que la juventud y la vida van a ser cosa de siempre. Pero antes de lo que te piensas, tú misma te verás vieja y acaso loca como tu tío, que esas cosas he oído yo decir que se pasan de padres a hijos, por la sangre.

No creía Quiteria lo que acaba de decir, ni lo sentía, pero le devolvía en esas palabras el réspice de la hidalguía. Lo hacía, digamos, que con claros fines pedagógicos, más que por vengativa o rencorosa, que nunca lo fue.

Se conocían bien las dos mujeres. Muchas veces antes se habían zaherido.

Acogió esas palabras Antonia con una sonrisa sarcástica, y se puso a rumiar una respuesta adecuada, por lo que es casi seguro que ni siquiera oyó lo que Quiteria seguía diciéndole.

– Para mí, mientras vivió el amo, aunque anduviera lejos, por esos mundos, la casa seguía viva, y notaba su presencia en todos estos aposentos, corrales y sobrados. Y se ha muerto él, y se diría que ya nada me retiene aquí, y digo lo de aquél, que donde no está mi dueño, está mi duelo.

Y hubiera llorado Quiteria de no haber sido Antonia, la fría, la dura, la empedernida Antonia, la que estaba delante, así que se contuvo las lágrimas.

Antonia seguía buscando algo que molestara a Quiteria, pero no lo encontró, y pensó: ya tendré ocasión.

Anduvo Quiteria inquieta unos días. Hacía en la casa sus tareas taciturna y ausente, cuando no estaba en bregas y enojos con Antonia. Nada en apariencia había cambiado. Se levantaba y se acostaba a la misma hora que lo había hecho siempre, pero su corazón se marchitaba antes de tiempo.

Consideró:

– Ya soy vieja.

En cuanto a Antonia, esperaba no sabía qué, entre torbellinos azarosos que la tenían también a ella asustada y medrosa, con su secreto, y pensaba a su vez:

– Si no lo remedio pronto, me convertiré en alguien igual que Quiteria. ¡Qué triste es la vida!

Y concluyó la muchacha en el fondo de su corazón que su señor tío Alonso Quíjano había obrado con harto egoísmo dejándose morir antes de haberla casado, negocio este para el que un hombre valía, según ella, más que una mujer. Y con aquella manda absurda en el testamento, que hizo que pensara de nuevo: «¡Viejo loco!».

CAPITULO DÉCIMO CUARTO

Lo dicho por Antonia el día anterior respecto de la hacienda y de que ella la pondría en su punto, sí la dejaban, fue una mera fantasía, un bonito juego de pólvora. Ella sabía, lo sabia Quiteria y lo sabía todo el mundo, que el estado en que don Quijote la había dejado era calamitoso. Y lo supieron no precisamente en el último minuto. El desmoronamiento de las fortunas escasas suele ser por lo general tan lento como rápido suele serlo el de las grandes. Aunque el pobre don Quijote no pudo sospecharlo, primero porque estuvo loco mucho tiempo, y en segundo lugar porque los pocos días en que cobró la razón nadie, por no entristecer esas últimas horas, se molestó en advertírselo, y así había testado a favor de su sobrina en el pleno convencimiento de que ella iba a heredar tanto al menos como en su día heredó él.

A Antonia, sin embargo, con preocuparle lo suyo, no era lo que más inquieta la traía, sino aquella manda que añadió su tío en el testamento y que parecía condenarla sin remisión. O perdía la hacienda de una manera o la perdía de otra.

El señor De Mal concedió, con la hipocresía de los administradores rapaces, dos semanas de tregua después de que muriera don Quijote. Se dijo: «Asi son ¡os negocios, y yo no tengo la culpa de que don Quijote fuese un manirroto y su sobrina una niña».

Lo cierto es que el señor De Mal, viejo de unos sesenta años, viudo y sin hijos, pensaba en quien cuidara de su vejez. Y con esa facilidad que tienen algunos para arreglarse los deseos a conveniencia, pensó en Antonia. «Yo seré su salvador, y ella se casará conmigo».

Pasados esos días, el señor De Mal fue dando curso a las demandas y pretensiones de aquellos que habían prestado dinero al caballero. La pasión libresca del hidalgo y su ociosidad habían ido sangrando su patrimonio sin que se notase demasiado. Al morir don Quijote, como cucarachas, empezaron a salir de todas partes agiotistas y prestamistas, algunos venidos incluso de pueblos cercanos, con sus correspondientes documentos. El señor De Mal convenció a todos de que la ruina del caballero era aún mayor de la que se veía a simple vista, y les persuadió asimismo de que le dejaran satisfacer una parte de esas deudas de su propio pecunio, a cambio de que le cediesen el documento en el que don Quijote se obligaba. Aquellos usureros de poca monta, asustados por el señor De Mal, de tan acicalada probidad, y ante el temor de quedarse sin cobrar, aceptaban cancelar sus deudas a cambio de esas pequeñas satisfacciones. De ese modo en pocos días el escribano se hizo dueño de todas las deudas del hidalgo por un tercio de su monto, lo que equivalía a decir que pasó a serlo también de todas sus tierras, viñedos, bodegas y ganados.

Mientras, no tanto para tranquilizar a la sobrina, como para poder maniobrar a su gusto, el escribano la abordó con lagotero confusionismo. Le hizo creer que aquel embrollo acabaría desliéndose tranquilamente de la noche a la mañana, y un buen día, cuando no había transcurrido ni un mes de la muerte del hidalgo, el señor De Mal presentó las cuentas.

Estaban con el escribano Quiteria y Antonia. Teñido con la jerga de los abogados, el señor De Mal vestía el pésimo estado de las cuentas con galas vistosas e ilusorias. Aún necesitaba unas semanas para asestar el golpe definitivo, que esperaba de la Audiencia de Toledo con resoluciones terminantes.

Quiteria estudiaba en la cara de la sobrina si aquello de lo que hablaban era o no bueno, porque no comprendía las palabras del escribano.

Pero bien pronto lo comprendió la sobrina. Le entraron ganas de llorar de rabia y furia, y lo hubiera hecho, de no haber estado presente Quiteria, porque no quería que pensara que ella, que no había sido capaz de llorar la muerte de su tío, lloraba ahora por su hacienda.

– ¿Heredo humo? -le preguntó al señor De Mal.

Y el señor De Mal, que tan buenos negocios había hecho a cuenta de don Quijote, no se atrevió a otra cosa que a ir poniendo ante la sobrina los documentos que probaban que la mitad de las propiedades iban a tener que irse una detrás de otra, para pagar a todo el mundo, aunque ese «todo el mundo» se limitaba ya únicamente a él sólo, cosa que ocultó no tanto por vergüenza como por interés. Acaso hubiera desbaratado los últimos chanchullos todavía en los registros.

– Al judío le debemos -y en aquel «le debemos» se hubiera dicho que ponía el señor De Mal a disposición de Antonia Quijano toda la lealtad que había servido a don Quijote- tanto y tanto, y es preciso vender tal tierra y tal otra, y las tres yeguas y aquel viñedo.

Se marchó el señor De Mal, dándole unos días a Antonia para que lo pensara. Se dijo el escribano: «Estas cosas es mejor llevarlas a cabo por las buenas que por las malas, y mejor así que entrar en pleitos. Y que a la niña se le vayan bajando las ínfulas. Si quiere, ella conmigo será princesa».

Quiteria, asustada por lo que había visto, preguntó a Antonia:

– ¿Es grave lo que sucede? ¿Qué nos espera?

– A ti nada -respondió de una manera seca Antonia-. La que está en apuros soy yo, no tú, el que tenía un tío loco era yo. Mi tío no era nada tuyo.