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– Como quieras, Antonia, pero piensa si no será mejor que anunciemos nuestra boda cuanto antes, porque la palabra de matrimonio que te daba hace un rato, cuando no tenia nada, te la reitero ahora, que ya tengo lo que en más valor debiera considerar una doncella, y no podría retirarte esa palabra aunque quisiera, y menos que nunca en este momento, que me has rendido la posesión que ninguna mujer debiera tener en tan poco aprecio como tú has mostrado, juzgándolo por el modo ruin de defenderlo.

Volvió a encenderse el rostro de la que ya no era doncella, sólo que esa vez fue la ira la que le impidió decir nada, como hubiese querido.

– Te mataría -acertó a balbucir.

Sin dejar de abotonarse el corpiño pero sin apartar sus ojos de los de su conquistador, Antonia Quíjano, con una mirada fría y temible, admitió al fin lo que allí acababa de suceder.

– Echa cuenta, Cebadón, de que aquí no ha ocurrido nada.

– Antonia -dijo el mozo levantando la herrada que había rodado minutos antes por el suelo-, conviene además que sea como yo digo y no como dices tú. Esta casa es grande, la mala cabeza de tu tío la ha puesto al borde de la ruina; todos lo saben. En el pueblo se dice que entre el judío y el señor De Mal se han repartido ya vuestra hacienda, y sola ¿adonde irás? ¿Quieres recuperarla casa, los pegujales, la viña? Déjalo de mi cuenta. Meteré tal susto a ese viejo avaro, que no le verás aquí en tres años. Yo daré mi vida por ti. Quiteria es una vieja gruñona y tú, mi dulce bien, eres demasiado tierna para que no te engañen unos y te devoren otros. Y después de lo sucedido, nadie mejor que un hombre cabal como yo sabrá defenderte de todos los peligros a los que vas a estar expuesta, mi corderilla, mi tórtola.

– No son ésas cuestiones que haya de tratar ei amo con los criados. Te lo repito, Cebadón, aquí no ha pasado nada -dijo una Antonia cada vez más dueña de la situación-.Y ni tú eres nadie para hablar mal de mi señor tío y de su cabeza, que la tuvo loco mucho mejor de la que tú la tengas cuerdo, ni te voy a consentir que hables mal de Quiteria, que es a quien debes obedecer como a tu principal. Y si vuelves a acercarte a mí, escando sola, juro que te hundiré en las entrañas la misma espada de mi tío y te dejaré esos humos y arrogancias con más cuchilladas que un jubón. Y ay de ti como se te ocurra ir contando a nadie la villanía que hoy has cometido con quien no ha podido defenderse.

– Más bien querrás decir sabido, Antonia.

– Nadie te creería.

Cebadón se arrancó del pecho una risa de galán, como las que había visto a los comediantes que pasaban por el pueblo.

– Di lo que quieras, Antonia, pero tú y yo sabemos lo que ha ocurrido, y con eso a mí me basta. Y te digo más aún: yo podría olvidarlo, pero no creo que tú puedas.

Salió de la cocina el mozo con aires apoteósicos, se sentó Antonia junto a la mesa en la que acababa de ver sacrificado lo que en mayor consideración tenía, tomó distraída uno de los cardos que le habían sobrado, y lo estrujó a propósito en la mano. Quiso también esta vez llorar, pero no le brotaron las lágrimas, aunque sí unas gotas de sangre fueron a caer en el lebrillo de la leche, tiñendo aquella inmaculada blancura como un símbolo.

Hasta entonces había tenido Antonia un solo secreto, el estar enamorada de Sansón Carrasco, pero después de aquel día tu va dos.

CAPÍTULO DÉCIMO QUINTO

¿Y QUÉ estrella lo había dispuesto, dónde estaba escrito que la mañana en la que sucedió aquello entre Cebadón y su joven señora, Quiteria estuviese lejos?

Nunca se alejaba el ama ni dos pasos de sus fogones y raramente se quedaba la casa sin nadie, pero tuvo que suceder de aquella manera.

El ama Quiteria, que de tal modo persiguió, descubrió y condenó las quimeras de su amo, con el brazo secular de las llamas incluso, creyó a pie juntillas las disposiciones de las estrellas que la habían traído a servir en aquella casa hacía veintitrés años, y por nada del mundo hubiera dejado de confirmar que su llegada a casa de don Quijote no hubiera sido providencial y ordenada por la disposición de los astros.

En cambio no hubiese creído providencial el hecho de tener que abandonarla, alejándose de todo lo que le recordaba a don Quijote, sólo porque Antonia hubiese mostrado hacia ella aquel fondo de indiferencia y extrañamiento.

¿Qué le había hecho ella?

La había criado como si fuese una hija, desde mucho antes de que la niña pudiera recordar. ¡Y cómo la había querido! Se hacía a veces la ilusión de que era hija suya, fruto de su amor con don Quijote. ¿Cómo no lo habría advertido aquel hombre? ¿Por qué siempre había tenido metida la cabeza en un libro? ¿No se dio cuenta de que la vida era superior a cualquier novela?

«Ay, Antonia -iba diciéndose Quiteria, y sentía que la pena le atosigaba el alma-.¿Qué haré yo ahora? Aquí está mi vida, aquí mi casa y ya sólo puedo esperar un corto morir.»

El paso cadencioso de la borrica pareció agitarle por dentro los recuerdos, que le afloraban uno detrás de otro.

«¿Qué años tenía cuando llegué por primera vez a esta casa de los Quijano? ¿Trece, catorce? ¿Quién le dijo a mi pobre padre que aquí iba a tener yo acomodo perpetuo? ¡Y cómo me recuerdo de aquellos días, flaca como una cañaheja! Los que me veían por primera vez, me decían, "rapaza, ¿no vas a dejar de crecer?". La gente me miraba al pasar, y yo siempre con la cabeza gacha, como si hubiese sido mi culpa haberme espigado tan sin por qué. Cómo me avergonzaba ser tan alta, Altea.»

Altea era el nombre que le había dado don Quijote a aquella borrica, y llamándola Altea y yéndola a ver a la caballeriza tenía Quiteria la sensación de que lo seguía teniendo vivo, porque era además la borrica que montaba don Quijote cuando salía en primavera a un soto cercano a buscar ninfas. Y a veces le gustaba repetirlo diez veces seguidas, para embebecerse de un nombre tan sonoro, y evocar a su amo.

Metió Quiteria el talón en la panza de la borriquilla, para avivarla el paso.

No era el ama Quiteria una de esas personas que idealiza sus recuerdos con los años, por conveniencia o fantasía, sino que se atenía a la realidad, punto por punto.

En efecto, llegó donde los Quijano la primera vez cuando no había cumplido aún los catorce años. Venía descalza y llevaba en una mano el envoltorio con su ropa, todo lo que había podido sacar de su casa, todo lo que le pudieron dar sus padres para ponerla a servir, una camisa de lanilla, una saya algo más buena que nueva de color pardo, un par de alpargatas y otro de zapatos que no usaba para no gastarlos, y un peine, un trozo de espejo poco más grande que un doblón, y unas ligas, regalo especialísimo de su hermana Magdalena.

Se le fue la imaginación en ese momento a Quiteria a la liga, al peine, al espejuelo… Ésa, sí, fue toda la hacienda que trajo consigo Quiteria. Vino buscando a cierta prima de su madre que conociendo las necesidades de su parentela hontoriana. la había reclamado. Pero todo debió de ser un equívoco, porque en cuanto llegó, comprendió Quiteria que pasaban allí aún más calamidades que en Hontoria. Aguardó unos días, y cuando esperaba retornar a su pueblo, moría de un cólico una de las criadas que servían en casa de don Quijote. Entonces sí que la casa era próspera: pastor, gañanes, mayoral, podadores, cavadores, cinco criadas, hasta carpintero propio tenía la casa y aperador, que también entendía de cosas de fragua. ¿Dónde habían ido a parar tantas riquezas? Así que fue el azar lo que le llevó a llamar en aquella puerta, cuando más desesperada estaba.

Quiteria nunca había sido hermosa, ni siquiera de muchacha, y, acaso porque no lo era, Alonso Quijano, tan compasivo siempre, la admitió a su servicio. Otros, menos piadosos que expensaban viéndola: «¡Qué lástima que Quiteria sea tan fea! ¡Terminará de moza de mesón, de mano en mano!».Y la frase hizo tanta fortuna, que acabó circulando como muletilla de boca en boca, cada vez que salía su nombre. Hasta la propia Quiteria lo oyó una vez a dos mozos, inadvertidamente, mientras estaba oculta por una parva de garbanzos, y se pasó tres días seguidos llorando, sin poder quitárselo de la cabeza.