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Nadie podría conjeturar lo que pensó Alonso Quijano al ver por primera vez a la muchacha, si era así o asá. Vería lo que todos, que tenía la nariz partida y grande como una berenjena, y la cara llena de manchas rojas, y el pelo fosco y sin brillo y una expresión equina y triste, y los pies anchos y las manos como los pies, descomunales, y que estaba cargada de hombros para no parecer alta como un alcacel, y que tenía unos dientes tan grandes y salientes y una boca tan pequeña y sumida que se esforzaba siempre para mantenerla cerrada, porque si no se le quedaba ligeramente abierta, y le hacía cara de inope. Pero don Quijote tuvo que verle también algo bueno, porque le causó una gran impresión; debió pensar que era una muchacha seria, despierta, trabajadora, dulce y buena.

¿Qué le decidió a emplearla? ¿La manera en que le miró, con la barbilla metida en el pecho y los ojos levantados con asombro, ante la figura de aquel joven tan pálido y melancólico, aquellos ojos tan bonitos y tristes? ¡Y cómo le impresionó a Quiteria la manera en que vestía aquel apuesto hidalgo, qué cuidado en su camisa, y cómo olía a agua de azahar, a benjuí, a violetas!

«¡Y cómo me gustaron aquellos ojos de mi joven amo, tan negros, brillantes y profundos, tan misteriosos y discretos, Altea, no lo sabes tú bien! ¡Y la elegancia y cortesanía de su porte, y el esmero y limpieza de sus vestidos, tan fuera de los tristes harapos que yo siempre había visto! ¿Cuándo empezó a descuidar la policía de su persona? No me acuerdo. Todo eso suele venir rodado. ¡Cómo me impresionó aquel caserón con aposentos tan amplios y techos tan levantados! ¡Y aquella chimenea de casa rica en la que ardían a todas horas las encinas enteras, y no las humildes lumbres de la casa mis padres donde apenas se sacrificaban dos o tres astillas del tamaño de una cuchara!»

Nunca olvidaría Quiteria las primeras palabras que don Quijote le dirigió.

– Y bien, Quiterilla. ¿Asi te llamas, no? ¿Qué sabes hacer? Te tomaré de fregona, y veremos qué sale de ello, si vales o no -y le prometió que en aquella casa si valía para algo más que para fregar los suelos, se le enseñaría a hacer labor y a coser, y se le daría de comer, de beber, cama y ropa lavada.

«Quiterilla, Quiterilla»… Llamarla con ese nombre, siendo ella tan alta, con aquellas manos, con aquellos pies. Nadie, recordó el ama, le había llamado nunca con ese nombre, ni su madre cuando le limpiaba los mocos m nadie, hasta que apareció Alonso Quijano.

«Haré lo que vuestra merced me ordene y sea de razón», recordó Quiteria que le respondió callando, y no lloró de gratitud por parecerle que acaso le molestara a su joven señor verla llorar, y pensase que era panfila y desustanciada, y dijera: devolvedla a su madre y cuando no llore, que me la traigan de nuevo.

Nunca una respuesta tan discreta se atuvo a mayor verdad. Desde ese mismo día entró al servicio de Alonso Quijano, y no dejó de hacer, y hacerlo con la mejor disposición de ánimo, todo cuando se le ordenó. El tiempo y otras muertes la colocaron al frente del gobierno de una casa que empezó, sin embargo, a desgobernarse, consecuencia sobre todo de aquella manía tan tonta que tenía su amo de leer sin ton ni son a codas horas unos libros de los que nadie podía obtener el menor provecho. No venían en ellos ni modos nuevos de roturar la tierra, ni el siempre útil de componer relojes, o enjambrar colmenas, o el bien oportuno para un hidalgo de multiplicar los lances de la caza. Eran libros extraños aquellos para Quiteria, que sin embargo no sabía leer. Y supo pronto que la hacienda se venía abajo, desmedrada, que los rebaños menguaban, que las tierras no se labraban, que las viñas no se podaban a tiempo, y que cuando se despedía o moría un criado no se traía otro que lo remplazara. De nada de eso se hablaba en los libros que él tenía. De ninguna de estas materias trataban, sino de vírgenes y doncellas que ordenaban a caballeros armadurados los más tontos propósitos, las más descabelladas empresas de ir a conquistar reinos a Trapisonda o retar al preste Juan de las Indias, los más inútiles combates con dragones y camuesos que nadie había visto nunca.

Todos esos recuerdos los iba desgranando Quiteria a su borriquilla, por hacer más corto el camino. Hablaba con Altea, como si fuese persona, o un juez severo ante el que expusiera los graves sucesos de su vida.

«Has de saber, Altea -siguió contándole-, que cuando entré a su servicio, tu amo, que entonces era más joven de lo que eres tú ahora, vivía con su madre. Pobre mujer, Justa de Arce. Al padre le decían Bernardino Quijano. Acababa de morir cuando yo llegué, y todo lo que sé de él lo supe de oído, por las cosas que oí contar a unos y otros. Mi amo y tuyo fue el único varón, y bien por varón, bien por haber sido el menor, bien porque se quedara en casa cuidándola, su madre lo quiso más que a Elvira, la otra hija, la hermana de Alonso, la madre de Antonia. Eso se veía de lejos.»

Y la borriquilla sacudía la cabezota, en su cadencia, como dándole a entender que no se le iba ripio de aquella crónica. El sol ya marchaba alto, pero como había llovido tanto aquel mes, todo estaba lleno de charcos y lavajos, y el aire era gélido, y Quiteria sintió un poco de frío en la espalda. Sacó una mantellina de las alforjas y arreó con un palito la albarda, para que el asno lo oyera y alegrara sus andares.

«El secretario del conde de Montones, y no me preguntes quién era ese señor, pasó un día por el pueblo, conoció en la puerta de casa a Elvira y se prendó de ella. Tenías que haber visto a Elvira, qué hermosura, qué cabellos como el oro, qué labios hechos de coral, qué cuello de garza, qué hombros de marfil, y qué manos y qué pies tan chiquititos, y qué nariz tan graciosa, como un pellizco. La nariz de Antonia es de su madre. Antoñita es hermosa, pero si se pudiera ponerlas a las dos una aliado de la otra, los jueces iban a tenerlo difícil para saber cuál era más hermosa. El de Montones le doblaba en edad. Era un hombre temible. El suyo sí que era genio, y qué cólera a todas horas. Yo creo que el genio de Antonia no viene de su tío, como ella cree y como ella le reprochaba, sino de su padre. Estaba lleno de deudas y lo traían y llevaban por los caminos unos negocios movedizos que todo lo devoraban, pero la apariencia la tenía magnífica, como su atavío. Qué presumido, qué cadenas de oro, qué guantes siempre nuevos, qué zapatos de Cremona, qué diamantes en el cintillo del sombrero. Se quedó en el pueblo un mes, y rondándola y llenándole la cabeza de pájaros, y los brazos de manillas y ajorcas y el cuello de sartas de perlas, la rindió. Recuerdo que la señora Justa le decía a su hijo: "¿Vas a dejar que se la lleve?" "¿Y qué -le respondía su hijo- si quiere irse tras de él? Que cada cual vaya donde mejor le pruebe." ¿Si se llevaban bien los dos hermanos? Ni bien ni mal. Alonso a lo suyo, con sus libros, y Elvira con su tontera, su albayalde, su carmín y su palmito.; Quién le pone puertas al campo? Elvira sólo quería salir del pueblo. Veía también que su madre quería más a Alonso que a ella, y corrió tras su enamorado a Madrid, con la promesa de que le haría su esposa, lo que firmó en un documento donde le prometía además tres mil ducados. En Madrid desde luego se casaron, pero no parece que aparecieran nunca los tres mil ducados por ninguna parte ni supimos bien de qué vivieron los tórtolos los meses que pasaron juntos, aunque lo hicieron, según escribió ella una vez, en casa grande, con criado, coche y tres o cuatro mujeres que los asistían, y paje y un esclavo morisco. En vista de eso, la primera providencia que se tomó la muchacha fue trocar su nombre de Elvira Quijano en Doña Elvira de Arce, esposa de don Felipe Melgar»…

Al llegar a este punto, Quiteria, que iba hablando sola con la mayor naturalidad sin advertir siquiera que lo fuese haciendo, enmudeció como quien hubiera tropezado con algo. Aquel nombre, don Felipe Melgar, secretario de Montones.