«Nunca se arrepintió de haberme tomado a su servicio, ya lo creo», dijo en voz alta otra vez, sorbiéndose la pinganilla en la nariz con un brusco movimiento, muy orgullosa.
Y desde luego que no se arrepintió. Aprendió tanto y en tan poco tiempo, que llevó la casa ella sola, asistió la larga enfermedad de la madre de don Quijote y acabó también ocupándose de la gañanía, porque ya entonces empezaban las cosas a marchar mal, y no corría en la casa el oro de los buenos años y no se metían más criados.
¿Y las veces que a ella, cuando ya la conocían en el pueblo, lavando en el río, comprando, trabajando, le dijeron, «Quiteria, deja esa casa y vente a ésta mejor acomodada»? Pero siempre dijo no y no y no. ¿Cómo hubiera podido separarse de Alonso Quijano? Le tentaban: «Ganarás más». Y ella respondía, «seguro». O: «En la casa de los Quijanos haces el trabajo de cuatro, aquí estarás más regalada».Y ella repetía, «seguro, y lo agradezco, pero yo estoy bien». Y cuando a don Quijote empezó a conocérsele la manía, y decían «déjalo, está loco», ella, furiosa, se encaraba con todos: «Mi amo no está loco, sólo es tristeza v una pena muy honda que tiene por no haber podido salir por ahí a correr el mundo».Y si le preguntaban, «¿y de qué está triste, si no hace nada?», ella respondía, «de eso precisamente, de no hacer nada".
Veintisiete años sin dejarlo ni a sol ni a sombra. Sólo una vez dudó, al principio. Fue en el viaje a Madrid. El dueño de una venta habló con Alonso Quijano y viendo la condición de Quiteria, le dijo, déjemela vuesa merced sirviendo aquí, le daré cien reales por ello. Alonso miró a Quiteria y le respondió después de meditarlo, «pregúntele a ella». Recordó Quiteria que miró a su amo y pensó con angustia, ¿será capaz de dejarme aquí? Pero a su señor Quijano le hablaron los ojos, y ella leyó en ellos, y recibió una de las alegrías más señaladas de su vida. También influyó en aquella ocasión en que oyó a los mozos decir detrás de la parva que acabaría en un mesón de mano en mano, y dijo al ventero, «no».
A partir de entonces los días que se levantaba ella mal o se le torcían las cosas, amenazaba a don Quijote, a la sobrina, o al lucero que se le cruzase delante: «Cualquier día me voy; no me faltarán casas donde me llamen», pero don Quijote y la sobrina sabían que eso no sucedería nunca.
Esos recuerdos la pusieron triste y le alegraron el viaje hasta Hontoria. Por momentos le gustaba empezar a recordarlos y al momento le amargaban la boca, cuando ya era tarde y tenía que acabar de recordarlos todos, y pasarlos como una cucharada de un jarabe amargo.
«Tantos años en esa casa, y se ve una en el camino sin más bienes que el pan comido, menos dientes y ¡os huesos más viejos. Mientras vivió mi bien, mi protector, mi dueño, mi amo. mi cuidado, mí desvelo, mi reposo, mi afán de cada día, mi confín, mi Alonso Quijano. viví feliz. Siempre me tuvo en la mayor consideración, y me habría tirado yo de lo alto del campanario, si me lo hubiese rogado él. No era necesario ni siquiera que nos hablásemos, m que él me ordenase nada ni que yo preguntara, porque nos adivinábamos el pensamiento. Falto él, ¿a quién voy a deberle yo respeto? ¿De qué iré colmada, muerto él, si no es de pesares? ¿Cómo me reposaré, si ya no puedo más que vivir en un puro desvelo? El día para mí se ha nublado, vivo en una aniebla sin resquicio, no pasan las horas sin quitarme cada una la vida, los días se vuelven noches y las noches no acaban, y cada día que pasa parece una sepultura que se me abriera a los pies, y ya ni el pan me sabe ni el agua me quita la sed, y hasta que no nos resuciten a los dos, no podré decirle a la cara todo lo que no pude o supe o quise decirle, que de haberme dado el cielo la mitad del donaire que él ponía en explicarlo todo, habría entendido que no iba a encontrar entre todas las mujeres ninguna que le quisiera como yo lo quise, ni ninguna que lo atendiera y cuidara como yo lo cuidaba y asistí, y quitándole de correr para contentar con hechos y gestas a una Dulcinea improbable, le habría apartado para siempre de la locura. Así que en parte yo he sido la culpable de que su buen juicio se echara a perder. ¡Cómo habría entendido él que debía quedarse conmigo, y aunque el cielo no me hizo hermosa ni blanca de cara, pocas me ganarán a honesta, limpia y leal! No, y mil veces no, yo no soy moza de mesón, no soy moza de venta. ¡Ay, y cómo ese día tenía que haberle dicho esto y más!»
Si Altea hubiese sido persona, tampoco se hubiera enterado de qué hablaba Quiteria en esta última confidencia, porque se refería a cierto día, de hacía dos años, en que venciendo su recato y la grandísima timidez que la atenazaba, le declaró su amor, para sorpresa de don Quijote.
Llevaba amándole ya más de quince años. En realidad le amó desde el primer día, desde que la llamó Quiterilla como nadie se lo había Mamado nunca. Pero al principio, se decía:
.(¿Cómo se lo diría? ¿Y cómo me mirará, siendo tan fea? Pero somos viejos ya los dos, y esas cosas, a nuestra edad, ya no importan, ni la cencerrada si nos la dan».Y teniéndole cerca, a la vista, y sin que él mirara a otra, se contentaba.
Concibió la idea cuando murió Justa Arce, la madre de don Quijote, y quedó Alonso Quijano solo en este mundo, con la niña Antonia, y sin que se le conociesen amores con nadie, y pensó Quiteria, «nos casaremos y la criaremos como a hija con nuestros hijos, porque no es bueno que esta niña crezca en esta casa grande, siempre sepultada en silencio».
Hasta le dio a Quiteria un poco de vergüenza recordar cómo había sucedido todo.
Se encontraba don Quijote leyendo ese día uno de sus libros, a la luz de un velón de tres luces. Era uno de esos días de invierno húmedos y tristes en los que no cesa un minuto de llover. Estaba ya entrada la noche y dormía la niña Antonia en su aposento. Se acercó Quiteria a don Quijote por detrás, sin dejarse sentir, como la gata Malva, la gata de don Quijote, y le dijo:
– ;Sabe vuestra merced cuánto hace que sirvo en esta
Levantó don Quijote la vista del libro, extrañado de que el ama le interrumpiera, pues le tenía ordenado que mientras le viese recogido en su estudio nadie, ni ella ni la sobrina ni ningún otro de la casa, huésped, asalariado o amigo, tenía licencia para venir a sacarle de sus cogitaciones.
– ;Cuántos años, dices? Lo sé muy bien; no pocos, desde luego -le respondió, sin entrar en detalles.
– Veintitrés años, tres meses y quince días -señaló Quiteria, siempre escrupulosa para sus cuentas-. ¿Recuerda vuesa merced el día en que llegué, alcanza a recordar las palabras que me dirigió y lo que yo le contesté?
– ¿Y a qué viene, Quiterilla, tanto puntillismo? ¿Te debo alguna mesada, he dejado de comprarte alguna saya prometida, no vas calzada como conviene al ama de una casa hidalga como ésta?
Quiterilla… Se turbó el ama de oírse nombrar como aquel lejano día. Sí, tenía que acordarse, aunque no lo dijese.
– Dime, ¿te falta algo que se te deba?
– Nada de eso, señor Alonso. Gratis trabajaría yo en esta casa, y hasta vestiría harapos con tal de estar a vuestro lado, como bien sabéis, y nunca podré dejar de estarle agradecida por todo lo que hizo por mí recogiéndome del arroyo, como quien dice, y apartándome de la jurisdicción del hambre, como suele decirse.
– Ah -exclamó don Quijote-. Yo no hice nada.
– Sí hicisteis. Pero me ha sucedido algo que no puedo excusar de deciros, y sin embargo no encuentro el modo. Ay, si tuviera vuestro salero, que habláis cuando queréis y no estáis amorugado todo el día, como los poetas. No parece sino que os han hecho la lengua las propias potestades.
Don Quijote la escuchaba atónito, sin adivinar lo que su ama quería decirle.
– Mira, Quiterilla, ya ves que estoy ocupado y no sé bien a dónde quieres ir a parar; abrevia -la acució con aquella paciente dulzura que a veces sabía poner en sus palabras.