– Ay, señor -exclamó Quiteria-, sí yo pudiera parar en alguna parte. Por dentro estoy azogada, sin sosegarme un punto. Ahí voy. No sé cómo, desde el primer día en que le vi a vuestra merced…Y es que no puedo seguir. Todavía tenía vuesa merced todo el pelo de la cabeza en su sitio, y la barba bien negra, y aquel porte pulido, y la manera gallarda en que me ordenaba que hiciera las labores, que aspara o que lavara el lino o que secara higos o que partiera almendras, y la paciencia con la que me corregía… ¿Cómo no iba a despertárseme en mi corazón un amor tan verdadero? Todo este tiempo lo tenía sepultado bien dentro, y me lo hubiera llevado a la tumba, de no haber empezado a ver en esta casa cosas que quitan el sosiego y no dejan apaciguarme, viendo el peligro en el que estáis poniendo la salud.
Miró don Quijote al ama con descosidas cejas y los ojos fuera de órbita.
– ;Salud, dices, Quiteria? -preguntó-. En todos los días de mi vida me he sentido más sano.
Y dicho y hecho, sin soltar el libro, se puso de pie, y de admirable corcovo, a pies juntos y formidable impulso, como hubiera hecho la gata Malva, se plantó don Quijote encima de su mesa, y de otro volvió al suelo, mientras abrió los brazos al modo de los saltimbanquis, y repitió la cabriola dos veces más, arriba y abajo, disparándose al techo el bonete colorado que acostumbraba traer puesto por abrigarse la cabeza.
– ¿Te parece ésta la salud quebrada de un hombre?
– No, sino a que no duerme, no reposa, no come… Me refería, señor, a estar viéndoos como os veo estos últimos meses hablando solo, sin sosiego, leyendo a todas horas y pronunciando en sueños, cuando dormitáis al lado del fuego, el nombre de una rival mía…
– ;Una rival, dices? -exclamó don Quijote, que no dejaba el libro de la mano, sino que lo mantenía cerrado, con el dedo entre las páginas para no perder el hilo de lo que llevaba leído-. ¿Una rival? No sé de qué me estás hablando. ¿No será que hablan por mí mis enemigos los duendes y encantadores?
Ésa fue, que recordara Quiteria, la primera vez que su amo habló de duendes y encantadores, la primera vez que se asomó al pozo real de su locura.
– ¿Qué duendes, qué encantadores? ¿No fue vuestra merced el otro día, a cencerros tapados, a averiguar qué hacía o no, y en qué o no se ocupaba una tal Aldonza Lorenzo, del Toboso? Vive Dios y Nuestra Señora del Hontanar, patraña de mi pueblo, que de no haber sido por ese bien funesto nombre, jamás habría dicho yo nada, y hubiera padecido los rigores de este amor hasta el mismo día en que me hubieran untado el santo crisma. ¿Acaso vais a negarme que…?
Ni terminar le dejó don Quijote a Quiteria. Se puso en pie, encendida la color de la cara, no se sabía si de indignación, de cólera o de vergüenza. Temió Quiteria un arrebato de su señor, y ya lamentaba haber dado aquel paso.
Pero no. Paseó don Quijote el aposento arriba y abajo media docena de veces, antes de decir nada, meditando cada una de las palabras que iba a decir. Y como no se decidía a replicarle nada, continuó Quiteria diciendo, ya como excusa:
– Bien lo sabe el cielo, y lo puede saber vuestra merced, que yo no pido nada para mí, y que como he estado, seguiría siempre, de no haber visto que otra habrá de quitarme el bien mío, que ya comprendo que una persona de mi calidad no ha venido a este mundo para amar a quien en fortuna y cuna le sobrepasa, ni mucho menos a ser amada por él, y menos aún a quien como a mí no le señaló el cielo con hermosura. Pero cuando supe de quién se trataba, y que era Aldonza Lorenzo, a quien conozco desde que ella era una niña, y no aventajarme ella, en lo que yo modestamente veo, ni en linaje ni en nada de lo demás, sólo entonces me he atrevido a veniros con ésta para mí gravísima cuita; y para disculpar la falta de mi indiscreción, y conociéndome como me conoce, imagine cómo me siento para hablarle ahora como le hablo.
Ya se había calmado algo don Quijote, y había vuelto a sentarse. Enternecido por esas palabras que jamás hubiera imaginado oír, rumió lo que iba a decirle, y al fin sus palabras, como nieve, se fueron posando en las ascuas de un corazón como el del ama:
– Has de saber, mi buena Quiteria, que de esa Aldonza de la que has oído hablar, yo jamás osaría pronunciar su bellísimo nombre entre las modestas paredes de mi casa, estando como está siempre el suyo en boca de reyes, emperadores y duques y en palacios todos cubiertos de pórfido y mármoles marinos, v conviene que te vayas haciendo a la idea, Quiteria, que esa Aldonza es la mujer a la que he entregado todo mi corazón. Y no de ahora, sino ya desde hace luengos años, doce o catorce, si no me sale mal la cuenta. Y que si no hubiera sido ella la ladrona de mi corazón, en este mismo punto te lo daría a ti, porque no he conocido a ninguna otra mujer más buena que tú ni más solícita ni discreta. Pero entra tú misma en mi pecho, Quiterilla, y lo verás vacío, porque aquella Dulcinea se lo ha llevado a su nido como la codiciosa urraca.
Empezó a llorar Quiteria, que, como pobre que era, apenas tenía otros gozos que aquel de llorar.
– Y así como tú has guardado tu secreto durante este tiempo -siguió diciendo don Quijote, a quien las lágrimas de su ama conmovieron y le hicieron bajar el tono de sus palabras hasta dejarlas en un puro murmullo-, yo no hubiera publicado el mío de no habérmelo arrancado en sueños los encantadores y magos malignos. Así lo habrás oído, cuando me quedo dormido al lado del fuego. Sea, y ya que tú lo sabes, lo proclamaré a partir de hoy a los cuatro vientos y no lucharé sino para merecerlo y hacerle proclamar á todo el orbe que ella es la más gentil, hermosa y delicada señora de todas cuantas hoy habitan este mundo, y que ninguna otra se le iguala en importancia ni porte ni donaires. Canta como las rosas, y toda ella está perfumada como los ángeles. Aunque no puedo decir que esté enamorado de ella sino de oídas y figuraciones mías, porque el otro día apenas me pareció verla de lejos en El Toboso. Y conviene que sepas que no es Aldonza Lorenzo, como tú crees, sino que los encantadores le habrán dado esa apariencia, pero su naturaleza es de princesa germina, y no quita ello para que sea mi encarnizada enemiga, y por ella y para rendirla voy muy pronto a acometer tales empresas que serán el orgullo de las naciones presentes y el pasmo de las venideras, porque ningún caballero enamorado, ni el mismísimo Lanzarote de su Ginebra, ha podido estarlo tanto como yo de ella. No sabes tú bien cómo me duelen estas palabras, si con ellas te causo algún mal. Item más te digo, que sabiendo ya, o oliéndome lo que contra mí empiezan a maquinar ciertos encantadores que me malquieren, estoy por creer que ese sentimiento que tú dices que es amor te lo han infundido esos enredadores únicamente con el propósito de hacerle el mal a quien yo mejor quiero, que eres tú, mi buena Quiteria, sin quien esta casa se habría echado al traste. Y no casa, sino huerto y vergeles es lo que aquí hay, entre estos cuatro muros, por cómo lo tienes todo de ordenado y dispuesto. Y darte un sí en esta ocasión yo lo tendría como dárselo a una hermana, y como a hermana te he visto siempre y como hermana quiero que sigas llevando esta casa y ocupándote de mi sobrina Antonia, para la que has sido padre y madre al mismo tiempo, y a quien, por cierto, habrá que atar corto porque la niña está espinándose entera, como las zarzas, saliéndole en la cara las locuras de su padre y la locura de su madre, con tantas figuraciones como mi pobre hermana traía en la cabeza, que yo no sé de dónde le vendrían a ella. Así que mi respetada Quiteria, mi casta Quiteria, mi benditísima Quiteria, sigamos cada cual en lo nuestro, sin salimos de los cauces naturales que cada una de nuestras vidas tiene marcados, y vayase cada cual a su mancera, tú a tu rueca y yo a mis meditaciones, que hay muy mucho aún que labrar, y en mí, como no sea para requebrar amores, hallarás siempre a quien te defienda. Y no digo más. Vete, que aún me queda mucho por saber de este buen y gran amigo Amadís.