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Abrió el libro don Quijote por la página en que lo había dejado y siguió leyendo como si tal cosa.

Salió de su estudio Quiteria un tanto conturbada, triste y alegre, al mismo tiempo, tranquila y asustada, y de aquello no volvió a hablarle a don Quijote nunca más, ni don Quijote se lo recordó, pero no por ello dejó de sentir la mujer en su corazón aquel fuego que le abrasaba y el dolor que le producía ver al príncipe de sus sueños cada día más loco y haciendo cosas cada vez con menos asiento en esta vida.

«¿Y qué que me hubieran despertado este amor los malditos encantadores y el mismísimo Belcebú señor de las moscas, Altea? Lo padece mi corazón, y aunque en ese amor me hubiese muerto, más me hubiera muerto de no sentirlo. Ay, tonta mía, y cómo supe entonces que no era la tal Dulcinea la que le separaba de mí, sino aquellos libros habían sido el estorbo que entre los dos se levantaba, y más aún. entre él y el mundo, y los que le volvieron triste, él que no lo era, y que de no haber mediado aquellas tías Ginebras, Belisas y Amarilis que tenían de princesas lo que yo de emperatriz de Constantinopla, no habría llegado a la que luego llamó él su Dulcinea del Toboso, otra que tal, pues tiene ésa de dulce lo que yo de tobosana. Pero buenos quedaron todos sus libros en la hoguera que les hicimos en el patio, que de habérsela podido hacer en su mollera le habrían dejado cuerdo en su casa, atendiendo a su hacienda y cuidando de nosotras dos, que fuimos, al fin, peor o mejor avenidas, la única familia que le quedaba en este mundo…»

«Y ahora, ¿qué haré?, Altea, Alteílla», y la llamaba asi, porque le recordaba el Quiterilla con que don Quijote la había llamado tantas veces.

Ese pensamiento que le colmó ciertos turbios pasajes del alma en el arranque, en e! arribo se la colmaron de más triste y penosa realidad, porque no quería irse de casa. «¿Adonde iré? -se repetía asustada-. ¿Quién va a querer a Antonia más que yo?», y acaso pensó, como ya lo había pensado otras veces, que ésa podía haber sido la hija que no tuvo con don Quijote. Pero Antonia era una muchacha orgullosa y ni siquiera le preguntó la razón por la cual quería ir a Hontoria, cuando no era el día de Santiago el Mayor.

Al fin avistó, doblando el camino, detrás de unos álamos que ya habían perdido la hoja, su pueblo, tras la tenue celosía de las ramas desnudas. «No tiene una mujer sola y vieja como yo en estos tiempos, Altea, sosiego para pensar sus cosas. Ni tampoco a quien decírselas.»

Y repetía un arre, arre, y tamborileaba con el palito sobre la albarda, para que Altea avivase el paso, ya que Quiteria quería llegar cuanto antes a su pueblo, aunque no sabía para qué y tampoco lo sentía ya su pueblo, porque su pueblo ya sólo podía ser en el que vivió y murió su amo.

El escaso caserío de Hontanar, suelto, en dos barrios, subía por la suave loma de un montéenlo como un puñado de cabras. De los humeros, en el azul frío y ceniciento de la mañana, se colgaban algunos hilos blancos que tardaban en disiparse, Y ante la visión de su pueblo, se le apretó el corazón, porque no sabia en realidad muy bien a qué había vuelto a su pueblo ni cómo iba a explicar a los suyos lo anómalo de aquel viaje, tan desacostumbrado.

Porque ¿cómo explicar que no venía a ese lugar sino para huir de otro?

CAPITULO DÉCIMO SEXTO

Quiteria, que tenia que estar de vuelta de Hontoria ese día, no apareció. Cebadón, después de que sucediera todo lo que sucedió, todo lo que para Antonia no había sucedido, fue a buscar un guitarrillo con el que solía acompañarse cuando cantaba, y allí mismo, en el patio, para que la muchacha le oyera bien, empezó a templar ásperos y alusivos sones.

En las galernas de amor el que manda es el querer y por eso nunca digas de esta agua no beberé, porque podría ocurrirte que te murieras de sed.

Desde su aposento, en el primer piso, donde había subido la muchacha a lavarse, lo oyó enfurecida, sin atreverse a mandarlo callar. Siguió el mozo, más y más enardecido, cantando unos buenos ratos, sentado en el patio, apoyada la espalda contra una pared y las piernas extendidas sobre aquel pavimento de guijos y tabas que formaban curiosas trenzas y dibujos.

Al rato bajó Antonia y se plantó delante de él, esperando que dejara de pulsar la guitarra para hablarle. Lo hizo el mozo, pero no tan deprisa como le obligara el decoro, retando a la muchacha con la mirada. Se medían los dos, por ver quién salía victorioso de aquella justa, y sin perder la paciencia ni la compostura, le ordenó Antonia con musitada firmeza, inexplicable en alguien tan joven, que se levantase y se marchara a sus labores, porque no eran horas de estarse cantando. No tuvo otro remedio Cebadón que rendirse a la fuerza de aquella orden, y con una sonrisa de bravo en el rincón de la boca, se levantó muy despacio. Luego, y sin dejar de mirarla a los ojos, añadió con cinismo:

– Ay, Antonia, me estás matando. ¿Y el ama no va a volver? ¿Tenemos la casa para nosotros solos todo el día?

Quiteria enamorada de don Quijote, ya muerto. Cebadón conquistador de Antonia, y Antonia conquistada… del bachiller Sansón Carrasco. Al modo de las de Plutarco, eran las de todos ellos vidas paralelas en formación combinada. Todos parecían haberse enamorado de quien no debían.;Y el bachiller?

Para Antonia el mejor del mundo. A su lado se empequeñecía y se sentía como la niña que acaso jamás había sido, lo cual decía mucho bien de esa muchacha. Ni Quiteria, que presumía de conocerla tanto, podía barruntar aquellos arrebatos. Sí, Antonia era desdichada, «y nadie que lo sea por cuitas de amor puede tener un fondo malo», recordó que solía decir su tío. ¿No le había dicho Quiteria en una de sus últimas disputas que ella no era buena? ¿Cómo no iba a serlo, enamorándose de Sansón Carrasco?

Pero no estaba a la sazón Sansón Carrasco para pensar en Antonia Quijano, porque le sorbían el seso otras más graves

Por ejemplo, ahorcar la sotanilla de clérigo y dejar para siempre la carrera eclesiástica, a la que su padre le había destinado. Durante un par de años había pospuesto el recibir las órdenes mayores, pero no podía dejar pasar más tiempo sin comunicar su decisión. ¿Y cómo proceder entonces? Sin duda su padre trataría de convencerle para que se hiciera cargo de tierras y ganados, pero no, Sansón Carrasco no era tampoco un hombre agropecuario. Ya había probado el veneno de los caminos, la jalea de la fantasía, el vergel inagotable de los libros como para resignarse a llevar en aquel lugarón una vida languideciente que acabaría haciendo de él un pobre orate como su recién fallecido amigo don Quijote. No, marcharía a Sevilla, a Napóles, a Genova, a cualquier lugar donde floreciese el arte. Y aunque a nadie había participado aquellos deseos, los llevaría a cabo. Era un hombre resuelto. O se iría a América. Pediría al padre la parte de su hacienda, la vendería y se proveería de lo necesario para emprender nueva vida donde decían que los árboles manaban leche y las montañas oro, si se sabía ordeñarlos. Era libre, joven y nada ni nadie le ataba a aquella tierra.

Nadie hasta que se cruzó en su vida don Quijote de la Mancha, y como consecuencia de lo uno. lo otro: Antonia Quijano.

Ésta, mientras tanto, le dio muchas vueltas para hacerle saber a su enamorado todo lo que sentía por él y cómo ponía lo suyo a sus pies, pero por mucho que lo pensó, no dio con la manera de hacerlo. Por eso tomó la decisión de hablar con Quiteria, en cuanto se presentase la ocasión. ¿A quién, si no, podría consultarle? ¿Qué familia tenía ella en el pueblo para dilucidar tan peliagudas cuestiones?

Pero no pensó Antonia que en ausencia del ama sucediesen las cosas que sucedieron y lo más grave aún, que el ama Quiteria no apareciera esa noche. Ya cuando empezó a ponerse el sol, y después de aquel día tan triste para ella, en el que sucedió lo que ella creyó que no había sucedido, salió impaciente a la puerta de casa por si la veía llegar. Le inquietaba pasar la noche a solas con Cebadón y que volviese éste a las andadas.