¿Le diría Antonia a Quiteria lo que había ocurrido, cuando era la primera en creer que no había ocurrido?
Pasaron las horas, se echó la noche encima y Quiteria no llegó. Subió Antonia a la sala a esperarla, y oyó cómo el mozo rasgaba su guitarrillo de nuevo, y encadenaba coplas y romances, a cada cual más impertinente y mortificante para ella.
Sintió Antonia que necesitaba un hombre que viniese a ocupar el lugar que don Quijote, loco y todo, tenía en aquella casa. En cierto modo todos creían algo parecido, ella, Cebadón y el señor De Mal, el escribano. Todos, menos Carrasco. ¿En qué estaría pensando el bachiller?, se preguntó la muchacha. También ella necesitaba un hombre que la defendiera de aquellos que pretendían atropellarla por el hecho de estar sola en el mundo. Pero no Cebadón. Y no el señor De Mal, de cuyos planes sinuosos ni siquiera sabía nada Antonia todavía. Y Antonia tomó la determinación de que antes de casarse con Cebadón se ataría una piedra al cuello y se arrojaría a un pozo.
Esa idea tan descabellada de tirarse a un pozo le llevó a pensar que quien acaso la hubiera llevado a efecto hubiese sido el ama, al ver que ni ese día ni al otro dio señas de sí. Antonia empezó a temer que le hubiera sucedido en verdad una desgracia. Y no supo muy bien qué hacer ni a quién acudir, por no dar publicidad a sus desavenencias y disputas con el ama, y para que no le culpasen a ella de una desgracia que cada hora que pasaba cobraba más y más visos de realidad en las procelas de sus sobresaltos y sospechas.
Al tercero que faltaba, Antonia, a quien se le hacía ya insostenible estar todo el día a solas con su gañán, le ordenó ensillar a Rocinante y llegarse a Hontoria para recabar noticias de Quiteria.
El mozo, antes de partirse, preguntó muy jacarandoso sobre su caballería:
– ¿Serás mía, Antoñita? Porque sabes que sé cosas que conviene callarse, y de esta casa se van todos. Ya lo ves. Menos yo. que espero el si delante de don Pedro.
CAPÍTULO DÉCIMO SÉPTIMO
Se hubiera dicho que Rocinante se había enterado de la muerte de su amo, porque parecían haberle caído encima todos los infortunios, y estaba más depauperado que nunca, lo que alargó lo indecible el camino y la llegada a Hontoria.
En la entrada de este pueblo unas mujeres que hacían la colada en un lavajo encaminaron a Cebaden a la casa de la madre de Quiteria, y en ella le confirmaron varias cosas, todas de interés. Que, en efecto, había llegado Quiteria a Hontoria, fuera de la costumbre, por no ser el día de Santiago, hacía tres días, y que lo había hecho a media mañana; que había pasado ésta con su madre; que había visto a sus hermanas y hermanos y demás familia, y que en cuanto hubo reposado e] almuerzo, había vuelto a subirse a la borrica, sin que hubiese declarado a qué o a qué no había ido al pueblo, y se había salido de él contando a todos que se volvía a su casa, porque en ese momento Antoñita, la sobrina del difunto don Quijote, la precisaba más que nunca. Y que todos creían que estaría ya de vuelta sirviendo en la casa donde servía. Aunque preguntando más, se supo, por el molinero de Hontoria, que Quiteria había sido vista, pero no en el camino que debería llevarla de vuelta a la casa de don Quijote, sino en el contrario, que llevaba a Quintanar, y de Quintanar a Sierra Morena, y que allí, parados en el camino, el tal molinero y Quiteria habían estado hablando un buen rato, por ser ambos del mismo tiempo y haber jugado juntos de niños. Y que al molinero le extrañó verla en aquel camino de Quintanar, y no en el suyo, pero no preguntó nada, por si era cosa que no le incumbía.
Picó Cebadón a Rocinante, y todo lo trotado que pudo, llegó con aquella extraña nueva, contento de ver que le despejaban el campo para sus propósitos.
Encontró el mozo sentados en un poyo que había en el patio de la casa, entre dos tinajas, a quienes habían sido los amigos de su amo don Quijote, el barbero, el cura, don Frutos, el escribano y el escudero, que acompañaban a Antonia. Todos menos el bachiller, que se había ausentado del pueblo por unos días, según le dijeron. Al fin se había decidido Antonia, y los había hecho llamar, para relatarles la misteriosa desaparición del ama. Esperaba de ellos consejo.
Al principio temió Cebadón que estuvieran allí por algo rcljcionudo con su desmán, y pensó si salir huyendo. Pero se sobrepuso a la primera impresión. Pronto comprendió que Antoñita nada les había contado. Esto le reafirmó en su idea, pensando para sí como si hablase con ella: «Antoñita, tarde o temprano serás mía, y más te valiera que fuese antes, no sea que el después saque a la luz tu falta».
Los presentes querían saber, todos preguntaron a un tiempo y a todos fue contestando el mozo, que no era tonto. Expuso Cebadón el resultado de su negocio y contó lo que a él le habían contado en Hontoria. Nadie adivinaba la razón de aquella fuga intempestiva, lo cual dio paso, como cabe imaginar, a las suposiciones. Hubo quien aventuró la idea de que Quiteria quizá se hubiera partido hacia La Asunción o Potosí, donde tenía un hermano, cosa que descartaron al punto, pues para ello hubieran sido necesarias ejecutorias de linaje, cartas de la Casa de Contratación y otros papeles que no hubieran podido cosecharse en secreto ni venir tan callando como para que nadie los hubiera visto o sentido, y más para quien, como el ama, no sabía leerlos.
El cura fue de la opinión de que la muerte de don Quijote había trastornado a Quiteria y había encaminado sus pasos a un convento, porque conocía su condición devota, pero fue Sancho Panza quien más cerca se anduvo de la verdad, aunque a ciegas y tomándose como modelo, al decir que quizá se había marchado de aquella casa, porque ya nada le retenía en ella.
Antonia guardaba silencio y ni siquiera destapó las conversaciones que había tenido con Quiteria los últimos días, por no descubrirles a aquellos señores su aspereza para con el ama. ¿Qué habría pensado su bachiller cuando sus amigos le contaran que ella, una muchacha, lo primero que hacía apenas se veía dueña de su hacienda era despedir a quien tan bien la había cuidado durante veintisiete años?
Fue aquel sínodo de la opinión de que a Quiteria no debía de haberle sucedido nada malo, porque de lo contrario se habrían enterado, ya que las malas noticias vuelan siempre y no hay ninguna que no suela llegar a su destino, y acordó también que no podían ellos hacer otra cosa que dejarla en paz, allí donde hubiese ido a parar, porque a diferencia de don Quijote, Quiteria no estaba loca, y sabría cuidar de sí; cuando había dado aquel paso, sus razones tendría, si bien todos temieron en lo hondo de su corazón, sin.«reverle a descubrirlo, que quizá no volvieran ya nunca a ver al ama, y concretamente Antonia pensó, «yo la he matado; todo ha sido por mi culpa».
Sólo Cebadón, a quien aquella desaparición inquietó menos aún que la muerte de don Quijote, insinuó ante la insigne asamblea y por mostrar su condición inoportuna y soez, que quizá aquella fuga tuviese relación con algún tropiezo deshonesto del ama, aunque ni sus años, ni sus tocas, ni sus verrugas favoreciesen esa sospecha.
– Tal vez haya querido -concluyó el mozo, al que lo único que le importó en ese momento fue subrayar la palabra tropiezo mirando a Antonia-, tal vez, digo, lo único que quiera encubrir con esta fuga sea el fruto de sus devaneos y se nos presente dentro de nueve meses con un sobrino o el hijo de una comadre muerta de sobreparto.
Se enfureció el cura con el modo licencioso de hablar del mozo, y exclamó:
– Más tiento, majadero. ¿Qué desenvolturas son esas de levantar falsos testimonios? ¿No has visto cómo ruborizas a Antonia, que no tiene hechos los oídos a oír las inmundicias de un mozo de muías como tú? Aquí declaro la inocencia de Quiteria y su virtud. Si se ha ido, sus razones habrá tenido y las sabremos a su tiempo, pues no hay secreto que al cabo esté quieto.