Se marcharon todos al rato con las mismas dudas que los habían congregado. Desconcertada e irresoluta, pasó Antonia los días que siguieron. Ni se atrevía a despedir a Cebadón, cada vez más remontado e insolente, ni a enviarle como veredero a buscar al ama, pues precisaba de él para las sobradas tareas que había que hacer en la casa.
Ya habían traído los jornaleros la uva de las viñas al lagar, la habían pisado y se había guardado el mosto en doce grandes tinajas. Había sido buena la cosecha, y de todo se ocupó el señor De Mal como de viña propia, pagó los jornales, lo anotó todo en un libro de asientos y ordenó que se limpiara el corral del escobajo. El olor del mosto avinagraba el aire y lo saturaba de efluvios dulzones que emborrachaban hasta los perros.
Y aprovechando las horas que el mozo bregaba en el lagar, el escribano se coló en la casa, para hablar con Antonia.
La lascivia del viejo le hacía andar con requilorios melosos cada vez que hablaba con la muchacha. Ésta lo advertía y no lo advertía, se daba cuenta de ellos y no quería dársela, por no tener que tomar cartas en el asunto, y tenía bastante con disimular el asco que le producía aquel viejo de boca babeante y caspas perpetuas sobre la garnacha.
– Antonia, sabes bien el aprecio que me tuvo siempre tu tío y lo mucho que confió en mi. Yo, porque conservaras lo tuyo, haría lo indecible, pero no va a ser fácil, que los acreedores y prestamistas quieren llevarse ya sus tajadas. No te puedes figurar lo que me cuesta mantenerlos a raya. No me importaría ayudarte, pero he de velar también de lo mío. Claro que sería cosa, distinta ii lo tuyo y lo mío fuese uno, y tú y yo selláramos ese compromiso en la iglesia.
Ante tal revelación, Antonia hubo de reprimir un gesto de repulsión, y actuó como si el escribano le estuviera leyendo uno de aquellos papeles legales que siempre traía bajo el brazo.
– ¿Qué puedes perder? -continuó diciendo-. Yo soy viejo, y pronto te librarás de mí, soy rico, y te sacaré de la pobreza, que sin duda te espera. Y para que veas la rectitud de mi intención, quiero corroborarlo de este modo.
Antes de que pudiera advertirlo y evitarlo, sintió Antonia el cuerpo de aquel hombre encima, y su boca temblona y húmeda sobre la suya, y sus manos huesudas aterrándole los hombros. Lo apartó de sí como pudo.
– ¡Cómo os atrevéis, señor De Mal, con una pobre huérfana! Os agradezco la intención, pero sabed que la muerte de mi.señor río me tiene consternada, y no puedo pensar sino en él a todas horas. Os prometo que pensaré lo que acabáis de decirme, y algo os diré. Pero no volváis a hablarme de matrimonio ni mucho menos a hacer lo que acabáis de hacer.
El escribano, que debía de ser un sentimental, se dio por contento y salió de aquella casa creyendo que en pocos meses rendiría aquella fortaleza.
Antonia, sin embargo, se abatió más y más. Se preguntaba: «¿Por qué todos los hombres quieren hacerme suya, menos el que yo quiero?».
Pasaron dos, tres semanas, y Quiteria siguió sin aparecer. Nadie daba noticias de ella.
En el pueblo, propalada por el mismo Cebadón, empezó a correr la noticia de que el mozo se casaría en breve con su joven ama, y de ello se hacían lenguas en todos los hogares. Los pobres envidiaban su suerte, decían: «Nació en un chozo y será el dueño de la casa de los Quijano, de los pegujares, de los campos de labor. El escribano podrá robar a la sobrina, pero con Cebadón no se atreverá, porque es capaz de matarlo. Lo que puede una estampa como la suya. A la quijota se le ha venido a aparecer la Virgen».
No había nada más lejos de la realidad. La primera vez que Cebadón había querido volver a acercarse a Antonia con su viejo propósito, ésta le había amenazado: «Juan, ándate con ojo, si me tocas, te mato», y le mostró una lezna de la que no se separaba desde el día en que sucedió lo que aún creía Antonia que no había sucedido. El mozo, que tenia fama de bravo, se lo tomó en serio, pero no depuso su actitud retadora, y le decía en cuanto se encontraba a solas con ella, en el corral, en la cocina, en las caballerizas, en la majada, entre dientes, sin perder la sonrisa. «Antes te mato yo, si vas a ser de otro.» Quizá sospechara lo del señor De Mal. Parecía pensar: «No me canso, y la naturaleza, con un poco de suerte, obrará a mi favor».
Pero pasaron los días, hasta dos meses, y las cosas no se resolvieron. Y bien la huida de Quiteria, bien el percance con Cebadón, algo cambió de manera determinante en Antonia. Por primera vez en su vida se encontraba irremediablemente sola. Rezaba para que Quiteria apareciese. No tenia a nadie Antonia de quien fiarse. Hizo repaso en su interior una y cien veces y no halló en todo el pueblo una sola persona a la que pudiera abrirle su corazón. ¿No era bien triste? ¿Los amigos de su tío? Todos ellos eran viejos, hombres tan locos en cierto modo como el propio hidalgo. ¿No había que estar mal de la cabeza para seguirle la corriente como se la siguieron, disfrazados como cómicos de la legua? ¡El cura, de doncella, y el barbero, todo un académico, de sacasillas!
Mucho había lamentado Antonia haber sido huérfana, pero nunca tanto como entonces. Ya no pensaba que fuese su padre el que viniera a librarla de aquel terrible trago, porque las desgracias verdaderas no quieren sino un poco de realidad, y suspiraba por ver aparecer de nuevo al ama. «¿Qué voy a hacer con el hijo que espero?», se decía, sin creer que aquel día hubiera ocurrido lo que ocurrió. Comprendió cuánto necesitaba al ama en esa hora, cuánto la quería, ahora precisamente que ya era tarde.
Mientras tanto, admiraba en el pueblo al cura, al barbero, y a todos los vecinos, que una muchacha que no pasaba de los diecinueve años y que no había tenido padre ni hermanos en los que aprender y cuyo único maestro había sido el loco don Quijote, hubiese sacado aquellas dotes de administración y mando y buen sentido, y no se dejase arrebatar la hacienda tan como así. No sabían desde luego que todo era una tregua del escribano. Leía y escribía de corrido como un secretario, administraba drogas a los animales con la sagacidad de un herborista, tejía el copo como una dueña, cuajaba los quesos mejor que sus pastores y no había cosa que le interesase saber en la que no fuese maestra después de dos o tres lecciones. Todos auguraban que en poco tiempo el solar de los Quijano volvería a conocer el antiguo esplendor que las locuras del hidalgo había empañado, y a saldar las cuentas con los acreedores. Trataba a jornaleros, asentadores, pelaires, vendimiadores, mozos y pastores con tal desabrimiento y rigor que todos empezaron a temerla y respetarla. Y sin que nadie se pusiera de acuerdo, empezaron a llamarla, tanto en memoria del caballero su padre como de aquel porte que tenía, doña Antonia de Arce, como se llamó su madre.
El propio Cebadón se burlaba de aquella moda.
– Mucho doña, Antoñita, pero yo sé bien del pie que tú cojeas.
Cada nuevo día era un calvario para la muchacha. Se pasó las noches en vilo, mordiendo la almohada y resolviendo en su interior salidas que se le antojaban locuras mayores que las que cometió su tío. Algunas noches, en su desesperación, el pozo o la soga le parecían una salida, pero al punto los descartaba.
– No dirán que fui más loca que mi tío. No consentiré que se diga nada malo del linaje de los Quijano.
Pero nada de lo que se le ocurría le parecía sensato, y todos los días, cruzándose con Cebadón, éste le recordaba: «Por las buenas o por las bravas, doña Antonia, serás mía».
Tampoco el tiempo favorecía. Después de haberse prolongado aquel verano de abrasadoras y pertinaces sequías, los días, cortos y fríos, se encapotaron lo indecible y prácticamente todos llovía. Antoñita decía: «Como no salga el sol, me moriré de pena. ¿Es que nunca va a dejar de llover?».
Aquellas tardes de otoño la melancolizaban especialmente. Le trajeron a la memoria algunas antiguas de las pasadas en el caserón de los Quijano junto a su tío, en la niñez. ¿Cómo hubiera sido su vida de no haber desaparecido su padre? Habría transcurrido en Madrid, en Nápoles, en algún palacio, entre los servidores de un noble. Ah, la Corte. ¿Cómo sería la Corte? En su imaginación se pintaban los corrales de comedias, los vestidos y tocados de las damas, los coches elegantes de los caballeros, el bullicio de las calles, el boato de las iglesias, los cantos de figones y tabernas. «Tu madre tenía coche», había oído contar en cierta ocasión a Quiteria, contra el criterio de don Quijote que prohibió que nadie le devanase las fantasías a su sobrina, él, que llenaría su cabeza hasta rebosar de todos los disparates imaginables. Pero no quería que su sobrina pudiera sentir, como la sintió él un día de su lejana juventud, la nostalgia del ancho mundo. Y sin imaginar que era un terco resentimiento, Antonia no perdonaba a su madre el haberse muerto tan joven, y a su padre el haber desaparecido sin la cortesía de dejar dicho a dónde se había ido, aunque hubiese sido al fondo del mar (una de las hipótesis), dejándole en manos de su señor tío. Sí, había querido a don Quijote, porque como loco no lo fue tanto como bueno, pero no estaba ella hecha para pudrirse en un lugar ovejero como aquél, rodeaba por gañanes y pobres gentes como el cura, el barbero y todos aquellos que se decían amigos de su tío y ahora de ella. Sólo Sansón Carrasco se libraba de ese escrutinio. Pero qué mal se llevaban en ese instante pensar al mismo tiempo en aquel bachiller y en el hijo que llevaba en su entraña. No podía ser; si pensar en cada una de esas dos realidades por separado le producía congoja, hacerlo al mismo tiempo le clavaba una docena de puñales, y se creía morir. El bachiller…Y ella, tan severa juzgan do a todo el mundo y hallando un enjambre de tachas en su prójimo, encontraba limpio de ellas a su bachiller. Él había salido del pueblo, él conocía Salamanca, había estado en Madrid, había pisado las calles de Barcelona y conocido sus playas… El mar… ¿Daría miedo mirar el mar? ¿Daría miedo cruzarlo? ¿Lo cruzaría si se lo pidiera el bachiller? No, nunca. Ni aunque lo pidiera el bachiller, lo cruzaría ella. Había oído ya incontables historias del corso, de los piratas. No quería caer en manos de los berberiscos, como su vecino Albino, que se estuvo cinco años en unos baños de Argel. Esclava de un arnaúte, mujer de un bajá… La sola idea le erizaba el espinazo con terrores oscuros. Haría cualquier cosa que le pidiera Sansón Carrasco, menos esa de cruzar el mar. ¿Por qué no la miraría nunca, por qué jamás había sorprendido una mirada suya posada sobre sus ojos? ¿No la encontraba hermosa, no la hallaba lo bastante rica?