Y en una de esas largas y penosas tardes de otoño, fugada Quiteria y manteniendo a Cebadón a raya, Antonia sintió la verdadera soledad, y le quemaba el alma el remordimiento por no haber sabido darle a Quiteria ni siquiera una parte de lo que Quiteria le había entregado a ella en todos aquellos años. Y Antonia, que no había llorado en el entierro de don Quijote, y que no conocía las lágrimas, lloró amargamente.
Era, creía recordar, la primera vez que lloraba en su vida. Le entraron lágrimas en la boca. Le supieron saladas. ¿Sabría asi el agua marina? Y en medio de su dolor, pensó que no era tan mala como a veces le había dicho Quiteria, porque podía llorar como lloró el ama el día que murió su tío. Quiteria le había enseñado a comer, a vestirse, a lavarse, le había descubierto los secretos de la rueca, la sirga de la aguja, la industria de los guisados y la cisoria. Le había atraído hacia sí con desvelos, y cuando pudo, la puso a salvo de aquellas manías de don Quijote, que hubiera querido convertirla en una culterana. Cómo le agradecía que le hubiera salvado de esos delirios de su tío.
Y tal recuerdo llevó a Antonia a otro, cuando don Quijote le había enseñado a leer en los mismos libros en los que él acabó perdiendo el juicio. De entonces databa el asco que tomó la muchacha a todas las letras, así fueran minúsculas o capitales; y tanto si los libros eran de caballeros andantes, como si eran pastoriles, los envió uno detrás de otro con parejo entusiasmo a la hoguera, cuando tocó hacer con ellos auto de fe. Y lo mismo habría hecho con los piadosos si por ella hubiera sido, tal aborrecimiento cobró a todo lo que se pareciese, aun de lejos, a un libro.
No, nunca se había llevado demasiado bien con su tío. Cuando era niña dio en pensar que él había tenido la culpa de que su padre se alejara de España y de su vida para siempre. Sólo cuando Quiteria le explicó que fue al revés, que únicamente cuando su madre murió y su padre no apareció, su tío se hizo cargo de ella, Antonia empezó a tenerle ya que no un gran amor, que reservaba en su imaginación para su padre, sí respeto y obediencia, incluso en las decisiones disparatadas, como cuando en aquella primera de pollinos ordenaba que se le dieran al maldito Sancho Panza tres de los cinco que había en la casa.
Alguna vez Quiteria, cansada e impacientada por los caprichos de la niña, que llegó al pueblo cuando ni siquiera había cumplido un año, le decía, -«de acuerdo, vayase vuesa merced, doña Antonia, con la familia de vuestro padre, que os recojan vuestros tíos paternos», o aquel otro día que don Quijote, jugando con la niña (y no debía de tener ella más de siete años), delante de Quiteria, le dijo: «Antonia, ¿y por qué has de llamarme siempre tío? Me holgaré mucho de que me llamaras padre, porque lo soy y me huelgo en serlo». La niña se le quedó mirando, y sin ninguna malicia, le respondió: «Pero vuesa merced no es mi padre. Mi padre es don Felipe Melgar y vendrá un día y me llevará con él». Don Quijote no dijo nada, pero se fue apenujado, y Quiteria, que lo conocía bien, tomó por banda a la mocosa y le soltó aquello de «si tu padre te quería tan bien, ¿dónde están aquí todos esos parientes de tu padre que se hayan hecho cargo de ti?».
Y a pesar de su corta edad, Antonia entendió lo que Quiteria le decía, pero ni llamó padre a quien era tío ni hizo nada para que el tío la llamara hija, sino sobrina, hasta el mismo día en que murió. Pero desde su muerte mudaron algunas cosas. ¡Su tío! Sintió por él en ese instante, y en ausencia de Quiteria, un tierno afecto, como jamás hasta entonces lo había sentido. Antes rameaba demasiado, como para poder quedarse sosegadamente pensando en lo que se sentía o no. Y en ese momento, era ya demasiado tarde para hacérselo saber. Pero al fin descubría el fondo de bondad de aquel hombre, su delicadeza en tratar a todos, en especial a los más débiles, a los niños, a las mujeres, a los criados, a los pastores, a los viejos, y todo el amor que le tenía. ¿Cómo le soportó él sus malos humores, sus repasos, sus réspices? «Basta que desparezca alguien -se dijo-, para que advirtamos lo que perdemos.» Era la primera lección que le dejaba aquella muerte. Sintió el peso real de su orfandad. ¿Por qué razón habría tenido su padre que morir?;A dónde, por qué razón había desaparecido su padre? ¿Por qué aquellas cartas tan frías y distantes de sus tías, hermanas de su padre, cuando le habían escrito? Sí, su tío había hecho lo que nadie por ella. ¿Por qué no le había podido querer como él sin duda la había querido?
La regaló como a hija y la educó como a hijo. ¿Tan difícil era reconocerlo? Cierto que no había sacado la afición suya para los libros y las historias, y sin embargo si alguien alguna vez fue comprensivo con ella, ése había sido don Quijote. Ni siquiera le conmovían a la niña las novelas de princesas y caballeros, pero no le importó. Le dijo: «Este mundo es cosa de caballeros; a ti te ha tocado ser la dama de alguno; labra por merecerlo», y se olvidó de catequizarla. No estaba dotada de una imaginación ardiente, en verdad. Al contrario, se ufanaba de tener un gran sentido de la realidad. Ella era, sí, realista, como su tío era fantasista. Si su tío encontraba motivos para arreglar el universo, ella los tenía para arreglar los de su casa. Cuando don Quijote hizo su tercera salida, la sobrina no pudo contenerse, y le espetó con bien amargo tono: «Mejor se estaría, señor tío, quedándose en este castillo nuestro y arreglando todos los tuertos que vuestra salida va a ocasionarnos y a ocasionaros, y no arreglando los ajenos. Quítesele de la cabeza lo de amparar viudas, que aquí quedamos dos mujeres más viudas que la luna. Y no quiera convencerme a mí de que va a socorrer huérfanos, precisamente a mí, que lo soy de antes que me destetaran».