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– Ay, Sansón, no me asustes, que soy demasiado joven para comprender riada de todo lo que dices ni tampoco si quieres decir algo con todo ello.

Se rió de buena gana el bachiller de los temores de Antonia,)' quitándole importancia a todo aquello, le dijo:

– En cualquier caso es verdad que no va a ser una empresa fácil, porque se ha dicho que nadie es buen juez de su propia causa, ni se ha visto que un rey sea su propio cronista, quitando a nuestro sabio rey Alfonso. Y también es posible que se quede todo en nada, Antonia, porque así como en las armas, el que estoquea estoquea, el que mata mata y el que vence vence, en esto de las letras nunca son suficientes los buenos propósitos, y no se sabe si un libro fue o no discreto y digno de elogio, o lo contrario, hasta pasados muchos, muchos años. Para entonces uno ya ha muerto, y no puede disfrutar de esos laureles. Y no te digo censuras y vituperios, porque nadie, puestos a soñar, sueña catástrofes ni cosecha chiflas. Al contrario, le gusta imaginar los futuros aplausos que no oirá y mil coronas de laurel que habrán de coronar su calavera. Así es el hombre de ilusorio. Si fuese por los elogios y vituperios del día ni un solo hombre se molestaría, no siendo un necio, en mojarla pluma.

CAPITULO DÉCIMO NOVENO

Hasta muy tarde estuvieron hablando aquella noche Sansón y Antonia, sin otra cosa que reseñar, sino que a la hora de la cena, vino Cebadón y allí, delante del bachiller, pidió a Antonia que bajase a servírsela.

Miró Cebadón muy impertinente al bachiller, y sólo porque éste pensaba en otras cosas no lo tomó en cuenta.

Comprendió Antonia que su mozo sólo quería medir la fuerza de su poder y forzar su voluntad, y le dijo:

– Baja tú, Cebadón, y sírvete de lo que haya.

Masculló algo entre dientes el gañán, y viendo que el bachiller se enfrascaba en sus papeles, aún tuvo arrestos de mover en un susurro sus labios, sin apartar su mirada de la muchacha:

– Antes muerta que de otro.

Esa noche, ya a solas, pensó Antonia que no podía seguir de aquella manera y que necesitaba más que nunca a su Quiteria, o de no hallarla, saber a qué se atendría, y al día siguiente, ordenó a Cebadón que fuera a avisar al bachiller.

También hizo Antonia aquello de una manera calculada, pero el mozo lo entendió, y dándose la vuelta, dijo a su dueña:

– A ése, si quieres, le avisas tú.

Esperó Antonia que viniese uno de los zagales, y con ése mandó el aviso. No se atrevía a contar nada de lo que sucedía en aquella casa como no fuese a Quiteria.

Vino al rato Sansón, y le subió a la sala principal Antonia pasándolo por el patio, para que lo viera Cebadón, que lañaba en ese momento una tinaja, y no tanto para encelarle sino dándole a entender que tenía ya a alguien que velaba por ella.

– Fuisteis amigo de mi tío -empezó diciendo Antonia-, y acaso podías cumplirme esta merced tan grande. Ayer quedó dicho a medias, y querría saber si podíais salir a buscarme a Quiteria y traerla con vos si la encontráis. Decidme sin tapujos si podréis o no hacerlo, o fue sólo lo de ayer un hablar por hablar, porque soy capaz de salir yo misma y no parar hasta encontrarla y traerla conmigo, pues no puedo un día más vivir aquí sola, sin aconsejarme de ella, de lo que tengo mucha necesidad, y de presentarle mi arrepentimiento y de enmendar mi trato. ¿Cómo no lo vi antes? No os preocupéis del dinero del camino, que yo os proveeré de lo necesario, y mirad que tanto me va en ello como la vida.

– Extraña casa esta -respondió alegremente el bachiller, que parecía siempre bien dispuesto a cualquier aventura-. Se diría que he de pasarme la vida entera devolviéndole todos los que de ella quieren alejarse. Pero este negocio me place.

– Cuanto antes salgáis -siguió suplicando Antonia, sin hacer caso de las burlas del joven-, más posibilidades tendréis de encontrarla, o en caso de que se haya partido, de recoger noticias de su partida, sin esperar a que se evaporen en el aire como la memoria de un vagamundo. Y si disteis con mi tío, quizá con un poco de suerte, topéis con Quiteria.

– ¿Y si cuando la encuentre no quiere volver? Porque a un loco es fácil engañarle, pero con un cuerdo, si no quiere torcer su voluntad, no servirán todas las razones del mundo.

– Quiteria volverá -arguyó con firmeza la joven-, sí alguien le dice que soy yo quien se lo pide, y que no hay orden en mis palabras, sino un ruego nacido del deseo de volver a tenerla conmigo, porque ella es toda nn familia y yo soy toda su familia para ella, como se ha visto. Y contadle que ya se esfumaron de mi cabeza los humos de mi grandeza pasada, y que he dicho adiós a coches, verdugados y saboyanas, a perlas y perendengues, ella lo entenderá; y que ya sólo espero el día que vuelva conmigo a aconsejarme, y de estarme reposada en mi casa, y que de esperarla tanto vivo en un continuo sobresalto, oyendo a cada paso el ruido de la puerta que se abre con ella.

Prometió Sansón Carrasco a Antonia que se saldría en busca del ama en cuanto entregara a sus padres las cartas que traía de su tío el obispo de Sigüenza, y eso era algo que tenía que hacer cuanto antes, pese a quien pesare.

Pero Antonia sólo podía pensar con su deseo: «¡Ay, si se fijara en mí! -decía-, a mi lado, ¿para qué iba él a necesitar a su tío el obispo y a su padre, el energúmeno?».

Buscaba el bachiller ocasión propicia desde hacia dos días para darles aquella noticia a sus padres, pero todas le parecían malas y a todas les ponía un reparo. Se decía una y otra vez, «a diario pasan por este mismo trago otros muchos, y el mundo no se acaba por clérigo de menos. ¿Qué temo yo?».

Así que después de hablar con Antonia, se llegó a casa y sacando de su maleta la carta del señor obispo, esperó a que se terminara de almorzar. Y cuando le pareció, anunció la misiva, al tiempo que la deslizaba sobre los manteles. Pidió el padre sus anteojos, se los trajeron y principió su lectura recorriendo pausadamente la sala donde se comía. El silencio era grande, subrayado por los pasos del anciano, que retumbaban en el tillado de madera como graves sentencias.

La madre, a quien el hijo había confiado ya su decisión, miraba inquieta a uno y a otro, hijo y marido, esperando de éste el trueno. Y no por esperado asustó menos a la madre, que se estremeció toda ella al oír el primer grito.

– ¡Cómo! ¿Y tú te dices hijo mío, ladrón? ¿Ahora sales con que Dios no te ha llamado por ese camino? ¿No podías haberlo sabido antes de que me gastara en tí cinco años de estudiantina, que has comido, vestido y librado en Salamanca la herencia tuya y de tres hermanos más?

Oyó el bachiller aquella descarga con los ojos clavados en el suelo, no porque sintiera lo más mínimo el fuego graneado, sino por parecer respetuoso con la ira paterna.

Contó el padre a su esposa, resumiendo la carta de su hermano, lo que en ella venía, a saber, que el hijo no sólo había tomado la determinación de abandonar los estudios eclesiásticos, que tan buen oficio le aseguraban a la sombra de su tío el obispo, sino que había viajado a Sigüenza con el único propósito de arrancar a su pariente aquella carta en la que rogaba a su cuñado y a su hermana le pagaran a su hijo los estudios que aún le quedaban por hacer para salir licenciado y poder emplearse como abogado o en cualquier otro oficio en los que eran menester los estudios de leyes, ya que el muchacho apuntaba maneras. Y viendo que la madre no decía nada, aún profirió atronadoras acusaciones.

– Y vuesa merced, señora, estabais al corriente de esta mudanza, y lo estaba mi señor cuñado. De modo que aquí yo soy el último en saberlo, como marido cornudo.