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– Desde luego -admitió Sancho- que tenía razón don Quijote, cuando ese mismo día que lo visteis os dijo que los palos no estaría de más callarlos por equidad, porque las acciones que ni cambian m alteran la verdad de una historia,;para qué escribirlas, si van a deslucir a sus protagonistas?

– No sé yo. Es posible que Eneas no fuese tan piadoso como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Hornero. Pero una cosa es escribir una tabula, que no ha ocurrido nunca sino en la cabeza de quien la escribe, y otra bien distinta hacerlo como historiador. El fabulista puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían de ser. El historiador, no; el historiador las ha de escribir no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar ni una coma a la verdad. Que los hechos, sabes tú muy bien, sólo son unos, se miren del lado que se miren, y todo lo demás son fiorituras y adornos. Así pues no sería de extraño que te encuentres tú con más adornos que hechos.

– No lo sé. Lo sabré leyendo el libro, y como vos, así pienso yo también -corroboró Sancho-.Y ya entonces os dije que si eso era así, que si el historiador se atenía a los hechos, tendría que ocuparse de mí, aunque en uno y en otro, en mi amo y en mí, pusiera acentos bien distintos, porque no suena, tañido con el mismo badajo, una campana que un cencerro, y yo soy más bien cencerro.

– No presumas, Sancho, ni te abajes, que no es preciso. Aunque te recuerdo que si leyendo, te amohinas por verte zarandeado un tanto de más, no debes de olvidar que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno.

– Yo no voy a juzgar un libro -le dijo Sancho-, porque no soy quién, sino a mirar una vida, y sí esa vida, con sus más y sus menos, está bien metida, aunque me escueza, la daré por buena, porque todos sabemos que al pesar vidas humanas ha de ir todo junto, bueno y malo, y juzgarla después de sumas y restas. Y en mi caso, si conozco mis restas, sé a dónde llegan mis sumas, sin empingorotarme y pecar de indiscreto e inflado.

– Si eso haces, Sancho -le replicó Sansón-, serás el primero de los hombres que no deciden venganza cuando se ven maltratados en un escrito. Porque las obras impresas se miran despacio y las gentes las rumian una y mil veces, antes de pasarlas, y pasadas, van poco a poco infeccionándoles la sangre con su veneno si lo llevara, y basta con que en una línea se le roce a alguien un callo, para que se olvide del resto, y aunque estuviera cincelado en oro puro por el divino Cellini, querrá en venganza acuchillar al autor en un callejón oscuro, o sólo piensa en que se lo lleve por delante un cólico.

– Y ya ve vuesa merced qué gran coladura. Yo he sido gobernador y atendí a las críticas de mi gobierno, y nunca me ha parecido mal que el que sabe nos enseñe, y el que pueda nos corrija. Por lo que yo he observado en esta vida, las varas de medir son distintas dependiendo del paño. Y así, no ha movido alguien un dedo ni salido de casa, y si tiene turiferarios cerca, le atribuirán las más heroicas empresas que no ha realizado, para contento del lindo que no se molestará en desmigar ese yerro; en tanto viene otro asendereado y molido de larga y heroica peregrinación, donde tuvo que vender cara su vida en mil peligros, y nadie le cree. ¿Cómo ocurre eso? No se sabe. Le hacen a uno tercer alguacil del regidor de una aldea, y lo cacarea de tal modo que no parece sino que le hayan nombrado Archimandrita de los Pámpanos Orientales; y ha alcanzado otro por sus propios méritos el reino de Nueva España, y todos quieren tasárselo y mirárselo pelo por pelo, y aun así la mitad de los que lo tengan entre las manos y puedan probar su valor, dirá que es falso. Me hicieron gobernador, y eso está ya escrito con letras de fuego en la bóveda celestial y con letras comunes en las crónicas de aquellas tierras, y no goberné más porque ni quise ni me daba el ánimo para más, que allí me ahogaba, no por las críticas o comunidades de mis súbditos.

– Si por lo menos hubieras sabido entonces la gramática, habrías salido a flote -le recordó el bachiller.

– Posiblemente, aunque con sólo mi buen acuerdo hubiera podido sortear tanto escollo, que más vale onza de prudencia que arroba de ciencia. Pero dígame ahora, ¿encuentra vuesa merced o no ese libro que está buscando y que he de llevarme?

– Me pasa contigo, Sancho, que empiezo a hablar una cosa, y nunca llego a término. Te decía, o te quería decir, que don Quijote, después de que tanto le hablara yo de la historia que se había publicado de vuestras hazañas, y viendo que se echaba encima un largo invierno, el primero de toda su vida que no iba a poder distraer con la lectura, ya que los encantadores se le habían llevado sus libros y le habían tapiado el aposento, se arrimó una tarde a mi casa y, como un niño que cometiera una acción reprobable, me preguntó si acaso tenía yo un ejemplar del tal libro sabiendo que lo tenía, y teniéndolo, si podía dejárselo, jurándome que una vez leído, me ¡o devolvería, porque sabía él por experiencia que los libros que se prestan una vez, son como pájaros del mal agüero que ya no vuelven a encontrar su antiguo nido. Fui a buscarle, se lo di… y hasta hoy, porque con eso y con lo buen caballero que fue, no era diferente don Quijote al resto de la cofradía. No sé si lo leyó o no, si le gustó o si, por el contrario, le disgustó. Luego, como sabes, en cuanto se metió el buen tiempo, preparó su tercera y última salida y yo ya no volví a acordarme del libro, por creer que me lo había devuelto. Pero no te apures, yo iré a su casa, y allí buscaremos, que si Antonia o el ama no lo han quemado, en la casa estará, y no será difícil dar con él.

CAPÍTULO VIGÉSIMO SEXTO

Se fue Sancho a su casa y prometió Sansón Carrasco llevarle el ejemplar del Ingenioso don Quijote de la Mancha en cuanto lo rescatara de la casa del hidalgo.

Y a casa del hidalgo marchó el bachiller Sansón Carrasco. Tres meses hacía, día más día menos, que don Quijote había muerto y dos semanas fue el tiempo que duraron las lecciones de Sancho y que Antonia Quijano llevaba sin ver a Sansón Carrasco.

Se cruzó Sansón Carrasco en el zaguán con el escribano señor De Mal, que salía de la casa con tan pésimo humor que ni siquiera se entretuvo en saludarlo con algo más que un buenos días y un adiós.

Imaginó Sansón que el señor escribano habría estado tratando de la hacienda y de las deudas que la tenían en sitio.

Sintió Antonia la voz de su bachiller preguntando a Matías Bamentos, el nuevo gañán, quién era él y dónde estaba ella y el ama Quiteria. Le explicó el muchacho, de unos doce años, canijo y algo tartamudo, con la cabeza pelona y la rara costumbre de querer taparse las narices con los morros al ponerse a hablar, que él era el nuevo criado de casa, y que el ama vareaba un colchón en el patio y que Antonia suponía que se encontraba en la casa, porque no la había visto salir, pero que no sabía a ciencia cierta dónde se encontraría, cuando vio el bachiller que bajaba a la carrera la muchacha colocándose las tocas y sofocando el incendio que se le había prendido en las mejillas.

– Ay, señor bachiller, y qué caro se vende vuesa merced en esta casa. Y tú -ordenó al nuevo gañán- no te me quedes ahí parado como un pasmarote, y vete a hacer lo que tengas que hacer. ¿Y a qué se debe esta visita y a esta hora?

– i Y Cebadón?

– No convenía, y se le ha dado licencia.

– No me apena, que cada día que pasaba, parecía que se insolentaba más y más. Y el señor De Mal, ¿mirando por vuestra hacienda?

La venida del mozo había puesto de tan excelente humor a la sobrina, que en apenas segundos había ya olvidado ésta los propósitos que habían traído al escribano esa mañana, como otras, a casa de don Quijote. Le había dicho: «Mira, Antoñita, que no soy uno de esos viejos a los que las promesas de una doncella avisada como tú pueden traer eternamente de la Ceca a la Meca. Si antes de un mes no me das una respuesta terminante y ésta es la que yo deseo, que es hacerte mi esposa, procederé con los alguaciles, vendré, ocuparé la casa y os dejaré en la calle a ti y al ama. Así que nada de tretas; que todos conocemos las argucias de Penélope».