– ¿Y eso te preocupa? Si saliesen a luz pública las paternidades de todos, ni los reyes podrían reinar, ni heredar los herederos, ni presumir de linajes tantos presuntuosos. Acuérdate de nuestro vecino Pantaleón, a quien echaban en cara, cuando quiso medrar, ser de bajos padres; les dijo: por eso soy digno de más honra, porque de mí comienza mi linaje. Déjalo estar, hijo de Cebadón, hijo de Carrasco, allá se va a andar siendo hijo tuyo, que como tuyo, sabrás criarlo cristianamente y nadie podrá discutirle que viene de la pata del Cid, si se pone a demostrarlo.
– ¿Pero el engaño? Nada que empieza con mal pie puede llegar lejos, y el matrimonio, que es sacramento indisoluble, debe llevar a dos hasta la misma sepultura, y todos queremos que ese camino sea largo, pues es el de la vida.
– Y lo andarás con él, si te lo propones, y en ese camino muchas veces cuenta el llegar, más que el cómo, si no haces mal a nadie. ¿Y qué daño harás tú al bachiller callando? ¿Qué daño te hace a ti él, guardando para sí sus galanteos en Salamanca o por el mucho mundo que ha corrido, si los hubiera tenido? Trabaja para que, casados, ya no tenga que mirar a -otra, y sólo te mire a ti, y encandila su vida, y seréis felices.
CAPITULO VIGÉSIMO OCTAVO
Tras lo ocurrido en aquel desván, se fue Sansón Carrasco a su casa muy confuso, con el libro debajo del brazo.
No pensaba en el libro, no podía pensar en él. La literatura toda, ante la vigorosa vida, se había evaporado. Las descomunales y formidables caballerías andantes se habían empequeñecido por obra y gracia de un hecho común. Porque aquello que había sucedido entre él y Antonia, era común, ¿o no? ¿No era corriente que dos mozos, a los que la sangre se les atropellaba en las venas, siguieran la llamada de los instintos? Aquello que acababa de suceder, sucedía todos los días, había sucedido hacía dos mil años, y seguiría sucediendo. En los libros recibía su título: el triunfo del amor. ¿Y a lo que sentía no se le podía dar ese nombre tan famoso en tantos escritos leídos por él? ¿No era eso el celebrado amor, que abrasa y acendra, que levanta y abaja torres, que da esperanzas y las quita, que enaltece y precipita a los hombres a lo más hondo?
«¿Qué es lo que ha sucedido, en realidad?», iba preguntándose Sansón Carrasco camino de su casa.
En ella le esperaban sus padres sentados ya a la mesa para comer. En cuanto llegó, dejó su libro sobre un aparatoso contador con columnitas de marfil, hizo que le trajeran un aguamanil, se lavó las manos y, taciturno, esperó que la criada llenara el plato.
Hablaban los padres de los afanes del día. Sansón Carrasco oía sus palabras, pero le resultaban tan lejanas, adventicias e inaudibles, que habría asegurado estar oyéndolas debajo de una campana de cristal.
Su pecho, agitado por lo que acababa de ocurrir, fue alcanzando poco a poco el reposo. Le parecía, a medida que transcurrían los minutos, un sueño, un extraño sueño.
«¿Qué ha ocurrido, qué ha ocurrido en realidad? Tendré que contárselo a mis padres. ¿Cómo-reaccionarán? Con disgusto, sin duda. No les gustó nunca don Quijote. No les gusta Antonia. He oído muchas veces en esta casa que pronosticaban a la sobrina la locura del tío.»
Esas eran cosas de familia que se habían oído en aquella misma mesa. Ya había sido una loca la madre de la muchacha, hermana de don Quijote, dejándose robar por aquel caballero. El cielo había castigado su pecado, llevándoselos jóvenes. Y la hija saldría igual al padre, se tugaría con el primero que quisiera llevársela. Las criadas de su casa, contagiadas por el ambiente, decían también de Antonia: «Valiente alhaja, menudo genio, ¿quién se habrá creído? Lo mismo podríamos llamarla Quijana que Inclusera». Estas frases resonaron en algún rincón de la memoria de Sansón Carrasco. Las había oído a menudo en el pueblo. Se habla mucho en los pueblos pequeños. Aquél acaso no fuera tan pequeño, pero todos lo son por las murmuraciones. Cuanto más se extienden éstas, más pequeño hacen el recinto donde se producen. En los pueblos pequeños no hay muchas cosas de las que hablar. Nada queda en ellos por escudriñar. Le parecía estar oyendo a su padre: «¡Qué lastima de patrimonio el del don Quijote, malbaratado por su locura y su manía de leer novelas!». No han de leerse novelas.
Mucho desconfiaba Tomé Carrasco de los libros que su hijo había metido en casa. Solía preguntarle: «Y tantos libros, hijo, ¿son necesarios?». Y él tenia que tranquilizarle, asegurando que eran libros de teología, de gramática, de leyes. Si el padre hubiera tenido curiosidad habría visto que la mayor parte de ellos eran, sin embargo, novelas. Las mismas que había en el aposento de los libros de don Quijote.
Le gustaban las novelas, las aventuras, los lances de armas, de amor. Él no estaba llamado para la vida de santo. Lo sabía. Se abrasaba de deseos cuando veía una mujer. Por eso no podía mantener la mirada a ninguna, por eso bajaba los ojos cada vez que Antonia le miraba, por si le descubría los pensamientos. Algunas veces había visitado, en Salamanca, las casas de lenocinio. ¿Le contaría alguna vez aquello a Antonia? Se avergonzaba ahora de aquellos lances mercenarios. Sintió miedo, pensó que no podía engañar a su mujer en parte tan principal de su vida. ¿Cómo empezar con engaños un matrimonio que habría de durarles siempre? Se lo confesaría, determinó en un arranque de fogosa sinceridad. Pero al mismo tiempo escuchó una voz dentro de sí, alarmante, que le advertía: «Admite algo así, y la perderás. Pero ya es mi esposa». Y el recuerdo de lo ocurrido hacía apenas una hora, le tranquilizó.
– Hijo, ¿te encuentras bien?
Era su madre la que le hablaba. Se deshicieron dentro de su cabeza todos esos pensamientos como sutiles pompas.
Respondió de una manera vaga, adujo para su ensimismamiento la disculpa del sueño y al levantarse los manteles, se retiró. Llevaba consigo el libro recién rescatado, y rogó que no le molestasen en toda la tarde.
Dormía Sansón Carrasco en el más apartado aposento del viejo caserón. Era éste una casa antigua, de piedra y mampuesto, con tejado a dos aguas. Su fachada principal, que abría cuatro balcones y otras tantas ventanas a la calle, defendidos por rejas voladas, daba a la plaza principal del pueblo. Paredaño al Palacio del Conde, y tan importante como él, hacía que muchos tomaran el palacio por la casa de los Carrascos, y la casa de los Carrascos, por la del Conde. Los días de mercado la batahola, el vocerío, los trasiegos llenaban la casa de ruido. Sansón Carrasco gustaba entonces mudarse a la sala y avistar desde el piso superior aquellos afanes, las mercadurías, los tratos, la animación de las placeras. Se sentaba en una mesita al lado de la ventana y hacía que estudiaba. Pero en realidad se le iban los ojos tras aquella abigarrada colmena.
Entraban y salían de continuo en casa tan principal, como por la piquera, hombres que venían con sus negocios, aparceros, mieleros, queseros, merchanes, bodegueros, comerciantes, buhoneros, aperadores, albéitares, alarifes, jiferos, pelaires, pelliteros, gañanes, pastores, mendigos, visitadores, cada cual con su venta o su compra, cada uno con su molienda, y cualquier excusa era suficiente para que el bachiller interrumpiera su estudio y hablara con unos y otros. Era en eso, sabiéndolo o no, muy parecido a don Quijote. Quizá por eso lo había comprendido tan bien.
Cuando no había mercado, la plaza volvía a su silencio, y parecía muerta, y al bachiller su visión le producía una enorme tristeza. El día que nadie llamaba a la casa, la casa se le venia encima.
Unos días amanecía Sansón con deseos ardientes de emprender vida de milite o partir a América a conquistar nuevos reinos. Otros, especialmente envenenados por aquella melancolía manchega, imaginaba que se recluiría de por vida e inmolaría su vida al estudio y la especulación. Tenía ya veinticuatro años y a menudo se decía: «Soy un viejo, ¿qué he hecho de mi vida? La he desperdiciado», y tomaba en su fuero interno decisiones que a la mañana siguiente se le mostraban irrealizables. Cuando leyó el libro de su paisano don Quijote, se dijo: «Estará loco, pero ha hecho lo que yo no he sido capaz de hacer; dejó el pueblo y se dio al camino. Es un hombre libre a la sombra del azar. ¿Y yo? Mi vida la rige la naturaleza, la necesidad y el destino, y soy desdichado. La suya es hoy la de un hombre infortunado pero feliz. ¿Y quién no me asegura a mí que la libertad sólo la alcanza ¡a locura?».