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Ninguna de las dos mujeres hubiera podido sospechar, sin embargo, la causa de aquel aplazamiento. Sansón Carrasco es taba viviendo uno de los momentos más extraordinariamente intensos de su existencia. Encendió un velón de tres luces. Se estaba yendo el día. Apenas se veía. La mesa de su estudio expresaba el orden del muchacho. Era una mesa grande, sólida, de tabla nogaleña bien alisada, y recios y bien rubricados fiadores. A un lado, el tintero y dos plumas finamente cortadas, una vieja y otra no estrenada aún. Al otro, un candil. Separó los codos sobre la tabla, apoyó los brazos, la mano izquierda le ayudó a mantener abierto el libro, que tendía a cerrarse por haber sido cinchado con excesiva apretura, y se servía de la derecha para pasar las hojas.

En la pared más grande de su estudio Dido prometía amor eterno a Eneas, según la fina estampa que el bachiller había comprado a un papelista de Salamanca. En otra, sobre su cama, había colgado un crucifijo. Tal era todo el ornato de su aposento. Y en ese momento, aquel libro, allí, abierto como un códice sagrado. Era como tener a la vista dos historias verdaderas de un mismo hombre, el precioso tesoro en el que quedaban completadas sus aventuras, vistas por el verdadero historiador y por el mismo protagonista.

Mucho le hizo reír a Sansón Carrasco ver cómo don Quijote corregía a menudo al autor del libro, y le hacía notar algo a propósito del rucio de Sancho Panza, que entraba y salía de la historia, como el río Guadiana, o, en aquel pasaje en que, impacientado por la historia que en el libro se cuenta del curioso impertinente, escribe don Quijote: «Certifico que todo lo que en estos capítulos se cuenta es la pura verdad, y que así ocurrió, en lo que hace al caso de cómo sacó el ventero la maleta llena de papeles y cómo se nos contó la historia de El curioso impertinente, pero que no todo lo que sucede en la vida ha de tener cabida en los libros, y que si está bien una historia para contarla, puede estarlo mal contada a deshora o fuera de sitio o metida en el libro ajeno, todo lo cual declaro no por el menoscabo que pueda ocasionar en la memoria de mis aventuras, sino por no recabar toda la atención que mereciera de aquellos a quienes al entrar en este libro buscando una cosa, se les diera otra, y asimismo digo que no fue tan peregrina ni mal compuesta ni peor traída a la crónica general de esta historia como al parecer corre ya en algunas lenguas envidiosas».

Hasta bien entrada la noche estuvo leyendo Sansón Carrasco, y buena parte del día siguiente. No sabia qué pensar. Comprendió Sansón que a don Quijote muchos de aquellos pasajes debieron de producirle dolor, como sin duda se lo ocasionarían a Sancho, si éste persistía en la idea de leer el libro.

Pensó Sansón que lo que encontramos gracioso en otros, referido a nosotros mismos es fuente de sombrías consideraciones, el pasaje que a otros divierte, protagonizado por uno, le enfurece y le hace concebir contra el autor infinitos deseos de venganza. Ocurrió así en el caso de don Quijote? En otro hubiera sido razonable y previsible. ¿Cuántas veces se le tilda a don Quijote de loco, mentecato, orate, iluso, disparatado, majareta, desvariante, insano, frenético o lunático a lo largo del libro? Pero don Quijote no era un hombre común, y su entendimiento podía salir indemne por cualquier inesperada gatera. Así lo sintió el bachiller. ¿Llegó a comprender don Quijote el alcance de las bromas que le hicieron sus mejores amigos, aquellos a los que él más consideraba y amaba? Y qué gran alivio sintió al pensar que cuando se publicase la segunda parte de la historia, en la que él, Sansón Carrasco, sin duda aparecería. Don Quijote no tendría ocasión de más desengaños. ¿Advirtió don Quijote en esa primera parte que había sido objeto de mil engaños que se le enjaretaron con el único propósito de divertirse a su costa? ¿Qué pensaría viendo al cura don Pedro, su respetado amigo, vestido de doncella y luego enmascarándose las barbas con el rabo de un buey, y a maese Nicolás, con quien tanto había confidenciado, en traje de representante? ¿Y qué sentiría al descubrir las trapazas de Sancho Panza, todo aquello de que fue a llevar al Toboso la carta que le diera su amo para Dulcinea, cuando era lo cierto que ni la pasó a pliego m se había movido de la venta donde halló al cura y al barbero?

De todas las dudas que le asaltaron, no acabó de resolver el bachiller Sansón Carrasco una: cómo don Quijote, que leyendo aquella historia tuvo que conocer por fuerza el engaño manifiesto que con sus libros habían hecho el ama y la sobrina, tapiándole el aposento donde estaban, cómo se resignó a seguir sin ellos, y no trató de apoderarse de los que se salvaron, en medio de aquel último invierno que debió de resultarle tan largo, aburrido y penoso. ¿No se molestó con aquellas malas artes que todo el mundo empleó para reírse de él? Y nunca se sabrá si don Quijote prefirió seguir pasando por loco, y no hacer nada, por tener la fiesta en paz, o si realmente buscó un subterfugio, que él encontraba pintiparados como nadie, para explicarse todas aquellas añagazas y embustes de los suyos. ¿O es que no le importó penetrar en los pensamientos y opiniones reservadas que sobre su persona tenía todo el mundo, empezando por Sancho Panza, el ama o su sobrina?

No, no debió importarle mucho porque, por ejemplo, a Sancho se lo llevó en la tercera salida, y siguió considerando amigos suyos al cura y al barbero y los frecuentó y siguió mostrándoles el más tierno de los afectos y la más alta consideración. Y debió de ser ello porque don Quijote leyó en sus corazones mucho antes que en sus palabras o en sus propósitos o en sus actos, y no pudo reprender a quien le tenía por loco, cuando los verdaderos locos y mentecatos y necios eran precisamente ¡os demás, tocando esos asuntos de la caballería.

«No -concluyó Carrasco también-, don Quijote no leyó su libro como lo lee cualquiera de nosotros. De haber descubierto el escarnio y aquella desplegada mofa, lo habría destrozado, antes de darlo a las llamas él mismo. Y debió de ser -siguió conjeturando el joven- que como don Quijote era una bonísima persona, achacaría todas aquellas chirigotas a la inquina de los encantadores y magos para confundir a sus buenos amigos, a los que ponían de ese modo telarañas en los ojos para que no vieran resplandecer la gloria eterna de las novelas de caballería y el ideal caballeresco que él seguía. Y si es cierto que se rieron con ganas de los que ellos consideraban locuras y disparates, no se reían de él, ni mucho menos, sino de aquellas gloriosas aventuras que los tales enemigos suyos hacían que pareciesen descabelladas y ridículas, no siéndolo».

Y aún se diría que el papel mostraba en algunas partes huellas inequívocas de haber llorado don Quijote mientras leía, como poeta que era, conmovido seguramente no por sus propias palabras sino porque las musas lo hubiesen elegido a él para pronunciarlas, como cuando recoge la historia su arenga a los cabreros, aquella que empezaba diciendo: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados… porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío».

Pero don Quijote ha muerto, se dijo el bachiller, y ya no podremos preguntarle lo que le pareció o no este libro.

Y cuando terminó su pesquisa, mandó llamar a Sancho Panza, con el recado de que ya obraba en su poder aquella historia que tanto interés había despertado en el escudero.