– No me voy a meter en otros jardines, Sancho, sino que os sacaré tal cual estabais el último día que os vi juntos y sanos, él como pastor Quijotiz, y tú como pastor Panano, iguales entre vosotros, ya ni amo ni señor, sin tuyo ni mío, como él quería, sino uno con otro, dedos de la misma mano, y han de acompañaros los dos perros que compré a Marcelo Ladrón, el ganadero de Quintanar, y a quienes ya había puesto los nombres apropiados de Barcino y Butrón. Igualmente saldré yo, con el nombre que don Quijote me dijo haber encontrado para mí, unas veces como Carrascón y otras como Sansonino, y vendrán a hacernos compañía el pastor Miculoso, que no será otro que maese Nicolás, y hasta el cura, al que llamaremos Curiambro, acabará bendiciendo las uniones que hagamos con las pastoras de nuestras entretelas. Y andará todo tan ajustado, que aunque no hubiera sucedido nada de lo que allí se cuente, todos lo hallarán muy verdadero. Porque la verdad, como la virtud, no sólo tiene que serlo, sino parecerlo, y los libros se escriben con palabras, pero han de ir primera y directamente al corazón, que ha de darlas por buenas, hermosas y verdaderas. Yo te sacaré, Sancho, más discreto que un catedrático, y no habré inventado nada con ello, y así podrás verlo tú mismo.
– ¿Y todo eso sin tener que dejar este pueblo, sin haber estudiado, sin mejorarme? Mirad que yo preferiría las cosas a la antigua usanza, a saber, que fuese todo ello cierto, que cosiéramos nuestras pellizas, que calzáramos nuestros greguescos y capotillos, que afináramos chirimías y rabeles y nos marcháramos al monte, corno aquel Cárdenlo que encontrarnos mi amo y yo en la serranía, y cuánto mejor sería que las corderas, pariendo, nos dieran buenos corderos, y los corderos buenos dineros o buenas ollas. Y hacer tiernos quesos, y matar una oveja al día, y preparar con ella buenas pitanzas. Ni me atrevo a contarle todo esto a mi Teresa, cosas que pasan no pasando, o salarios que me dan, no cobrándolos, porque si ya me creía loco hace un rato, ¡qué no pensaría ahora!
– No tienes por qué decirle nada. Todo esto anda revuelto ahora en mi magín -y el bachiller se golpeó la frente con los nudillos, como si llamara a una puerta-, pero pronto saldrá ordenadamente a ocupar primero ese rimero de pliegos, y más tarde, si el parto fue afortunado, a hacer su jornada por el mundo entre las gentes notables y los espíritus más agudos, porque yo te digo que más reales son los personajes de un libro, a poco bien que estén traídos, que los autores que los destilaron del alambique de su cabeza, y más reales son ya para nosotros Calixto, Melibea y la vieja Celestina que el autor que los imaginó, industrió y pulió, y más nos importa hoy saber qué o qué no sintieron, dijeron, hicieron y pensaron ellos, que no su autor, del que apenas sabemos gran cosa, y del que lo mismo da que las supiéramos, para apreciar lo que aquellos señores de su imaginación sintieron, dijeron, hicieron y pensaron.
La verdad es que Sancho, a partir de un punto de estos coloquios, decidió guardar silencio, pues empezó a creer que quien se había vuelto rematadamente loco ahora era el bachiller Sansón Carrasco, y pidió, al cabo de un rato, licencia para irse, con el libro ya en sus manos
Se la dio el bachiller, no sin antes hacerle una grave advertencia:
– Te llevas, Sancho, no un libro, no una historia, sino una reliquia, el crisol de todas las maravillas, el lucero de donde nace, como huracán, la aurora de estos tiempos modernos. De no ser tú quien eres, puedes creerme que jamás me desprendería de este libro, contraviniendo mi propia norma y mi deseo de que no han de prestarse libros, como no ha de prestarse ni la mujer ni el caballo ni la pluma. En este libro, que leyó nuestro buen don Quijote hallarás, anotadas por su mano, mil consideraciones atinadísimas y mil majaderías, mil sentencias ponderadas y mil sandeces. Ya nada puedo ocultarte, puesto que sabes leer. Sigue tu olfato, deja libre tu juicio, obedece a tu conciencia. Cada uno, leyendo, es juez de lo que lee, y la rectitud de su corazón, toda la ley. Hoy muchos de esos locos que pululan por la Mancha venderían su hacienda por tenerlo, y lo pondrían como oro en paño. También te digo, y he de encarecértelo mucho, que te hallarás retratado muchas veces como no te guste, pero has dicho que nada te importará y que estás preparado a ello.
– Todo me ha de gustar, si se ajusta a la verdad, y si no, ¿qué me importa a mí? Los que me conocen, saben quién soy, y no les importa que se les diga de mí cuentos y mentiras; y aquellos que las creen, y no los conozco yo, ¿qué me importan a mí? ¿Y quién más afortunado que yo? Dígame una sola persona en el mundo, en estos tiempos o en los antiguos, que haya empezado la andadura de las letras leyendo la historia de su vida en un libro… Así, que todo ha de parecerme de perlas.
– No hables de lo que no sabes, Sancho. Sólo te digo que te tropezarás con gentes que a menudo te motejarán de bobo y simple, y que, si no se es un simple, a nadie le gusta beberse esa medicina.
– No es ésa ninguna novedad, pero también sé deciros que a un hombre sólo ha de importarle que no le falten al respeto las personas a las que él respeta. La fama es cosa de príncipes y reyes, aunque una gran cosa es tenerla buena. Yo lucharé para que nadie me afrente ni ponga al baratillo la mía, y si en los papeles saliere otra cosa, averigüelo Vargas, y siempre se ha dicho que a palabras necias, oídos sordos.
CAPITULO TRIGÉSIMO PRIMERO
Ido Sancho, volvió Sansón Carrasco a la querencia, y está de más contar aquí la alegría que recibió Antonia de verlo aparecer por casa. Todo aquel día había andado ella esclava de sus congojas y temores, pues muchas veces había oído decir que las promesas que un hombre hace a una mujer en el lecho de los goces se mudan y desaparecen con la misma facilidad que los pliegues de una capa que huye.
Luminosa la vio Sansón Carrasco y a él mismo se le encendieron por dentro los deseos de estar a su lado, y no dejarla ni a sol ni a sombra.
Y asi ocurrió desde aquel día, todos los otros, que no salía de la que fue casa de don Quijote sino para dormir.
De vez en cuando el bachiller y la sobrina, con sigilo y recato, acababan buscando la tranquilidad de aquel sobrado en el que se iniciaron sus amores, y allí, en aquellos montones de paja y grano supieron encontrar para sus abrazos un lecho más suntuoso y hospitalario que el de la reina Cleopatra.
– Antonia, con o sin el consentimiento de mis padres, anunciaremos nuestra boda. Le diremos a don Pedro que lea las amonestaciones y con tu hacienda y la que me corresponda, viviremos. La tuya ha quedado diezmada y la mía es un diezmo de la de mi padre, pero he de echar cartas al conde y pedirle el empleo de secretario, que se le quedó vacante, y con eso y con tu buen juicio para administrar las cosas, en poco
– ¿Quién iba a decirme que un día sería tan feliz? Será preciso que se lo digas a tus padres y contar con su bendición. No podemos ser sólo nosotros los felices. Han de serlo todos los que nos quieren, todos a los que queremos. ¿Verán esta unión con buenos ojos?