No llevaban esperando ni un minuto, cuando vieron asomar por la calle Ancha, abocando a la plaza, dos pajes vestidos a la moda morisca y en medio un elefante tan descomunal que la gente al verlo corría espantada a ponerse a salvo, temiendo que aquella fiera, enfurecida y nerviosa, se desmandase y atacase a quien se le pusiera delante.
El naire que lo conducía, sentado a la jineta, era un malabar de corta estatura vestido a la manera turquesa. Llevaba un alto turbante adornado con una espigada pluma de faisán, y su largo abrigo de terciopelo azul con drapeados dorados se derramaba por los lomos del animal a modo de gualdrapa.
La figura de aquel hombrecillo, estática y solemne, producía un gran efecto, mientras se inclinaba a uno y otro lado en un saludo cordial que era al mismo tiempo advertencia para que los curiosos o los insensatos despejaran el camino, no tanto porque el animal, viejo y medio ciego, fuese peligroso, sino porque el naire era un galán conquistador que allá por donde iba tenía la fantasía, pasado el primer efecto, de cautivar a las doncellas, por un lado, y a los caballeros por otro; a las unas, tomándolas su mano y llevándola a la piel del animal, para que lo acariciaran, y a los caballeros principales de los lugares por los que iban pasando, vendiéndoles las duras y largas cerdas del elefante, asegurándoles que poseían las milagrosas virtudes de un poderoso afrodisíaco.
Completaban la comitiva dos grandes carros tirados por bueyes cornalones, hasta docena y media de magníficas mulas, montadas por criados, dueñas y criadas, tres hombres más, armados y con largas capas aguaderas, y, cerrándola, un coche en el que viajaban quienes por aquel aparatoso boato no podían ser sino señores muy principales.
Estaba a punto de hacerse de noche y los dos pajes corrieron a uno de los carros de donde sacaron dos lampiones que encendieron con iracundos pedernales. Llevaron las luces al coche, y de él vieron descender una dama y un caballero vestidos con suntuosos trajes de camino, él, con su ropilla, sus follados y una capa gascona de piel de oso, y ella con capotillo y sombrero, y una toca de rebozo rojo con la que se tapaba la boca. Y así como todos procuraban mantenerse alejados del elefante, se acercaron a estos dos raros y ricos personajes todos los lugareños; en primer lugar lo hicieron el regidor y sus alguaciles, y no faltaron a aquel encuentro ninguno de los hombres principales del pueblo.
Preguntó el regidor quiénes eran y cómo viajaban con carga tan desusada. Tomó la palabra el que por el aspecto no parecía menos que un principe, y dijo:
– Venimos de Cádiz, de recoger este elefante, regalo del general genovés don Felipe Alberoni a su cuñada la duquesa, aquí presente y esposa mía, y lo llevamos a nuestra tierra donde pensamos tenerlo este invierno y emplearlo en las fiestas que en nuestro castillo solemos preparar. Hace unos meses tuvimos invitados allí a dos vecinos de este pueblo, y cobramos por ellos singular aprecio, un caballero que se llamaba don Quijote de la Mancha, y su escudero Sancho Panza, a quien di el gobierno de una ínsula, donde dejó muestras patentes y memorables de su buen juicio. Poco después pasó, dándoles caza, otro caballero, vestido de blanco, que iba preguntando el paradero de don Quijote, y a él también lo tuvimos como huésped, y él nos contó muchas cosas de ese hombre tan singular, y así fe prometimos que si algún día pisábamos por aquí, no dejáramos de visitarlo. Pudiendo hacer noche hoy en Argamasilla, a la duquesa y a mí nos entraron ganas de acercarnos a este lugar por ver a don Quijote, a Sancho y a nuestro amigo el bachiller Sansón Carrasco. Supimos por el propio Sansón, que a la vuelta nos trajo la noticia, que don Quijote había sido vencido en Barcelona por él, y que le impuso la penitencia de no salir en un año y conociendo el alto valor que daba a su palabra, nos lo imaginamos cumpliéndola en este encierro. Así que pensamos que ya que don Quijote no podía ir en pos de las aventuras, le traeríamos una bien extraña a las puertas de su casa. ¿Dónde está don Quijote, dónde está Sancho Panza?
Por no decirle que don Quijote había muerto, de lo que seguramente iban a llevarse un gran disgusto, y porque quieren algunas noticias de un dilatado prólogo, mandaron a llamar a Sancho Panza, que llegó al poco, asfixiado, seguido de Sansón Carrasco y de Antonia. Recobró el aliento delante de los duques, y echando la rodilla a tierra y cogiendo a un tiempo la mano de la duquesa y la mano del duque, y sin saber a cuál de las dos había de atender con más solicitud, las llenó de besos, y dijo:
– Nunca habría creído que Vuestras Excelencias se dejasen ver por estos perdidos caminos ni que el cielo me iba a conceder de nuevo la gracia de verlas. Ahora mismo mandaré llamar a mi mujer, para que ella dé personalmente las gracias a la señora duquesa por aquella sarta de corales que le mandó, y a mi Sanchica, a la que por fin se le hizo un vestido con el traje verde de montero que me regalasteis, lo mismo que a mi Sancho, que acaso lo queráis llevar con vos de criado cuando veáis que es un diamante de doce caras. Pero aquí os esperaba una noticia que habrá de entristeceros como nos ha entristecido a todos, si acaso no os la han dado ya: hace algo más de tres meses que don Quijote ha muerto. Enterrado está y mañana podréis ver su tumba y sembrar sobre ella unos responsos. ¿No recibisteis la carta que os envió nuestro cura don Pedro?
– Si llegó -respondió el duque, que se tomaba mucho tiempo al hablar, gustándose en la retórica de su voz de bajo profundo-, si llegó, allá estará esperándonos, que hace ya tres meses que nos partimos hacia Cádiz.
No pudo reprimir la duquesa una mueca de fastidio y contrariedad, pues se había prometido pasar en aquel pueblo una velada amenizada por los disparates del caballero. Traían preparadas incluso, como confirmaron después, algunas burlas notables, pues en su comitiva iba el lacayo Tosilos, la dueña doña Rodríguez, la doncella que se hizo pasar por la Trifaldi y la que respondió al nombre de Altisidora y otros más de los que habían participado en las consumadas bromas que se le hicieron a don Quijote y a Sancho y que resultaron un punto más levantadas de lo que hubiese sido decente. Pero como la duquesa era una señora muy distinguida y cortesana, supo desviar el mohín de su fastidio a las buenas maneras, y allí sobre la marcha se destocó en una tan breve como dramática interpretación que hubiese hecho creer a todo el mundo tío tanto que don Quijote se había muerto, sino que quien se moría en ese momento con la noticia era ella misma. No obstante, terminada aquella endecha, preguntó impaciente a Sancho:
– Dinos, Sancho, dónde podremos recogernos esta noche y si hay una posada que pueda darnos alojamiento al duque, a mi y a todos los que vienen con nosotros, así como un lugar donde dejemos acomodado al elefante.
Iba Sancho a responder, cuando vieron salir de su casa al conde, que hacía un día había llegado con su familia a recoger sus rentas y asentar en su secretaría al joven Carrasco.
– Duque -se presentó-, soy el conde de los Alcores y esa de la plaza es mi casa. Acabo de llegar con mi familia de la Corte, donde vivimos, y aunque los aposentos no están dispuestos como convendría a la importancia de tales huéspedes, os ruego que lo seáis de mí y de mi familia mientras estéis en este lugar. En cuanto al elefante, podréis acomodarlo en uno de mis alhorines, donde se le preparará lo que haya menester.
Y aunque el duque no quería ocasionar trastorno alguno, tanto insistió el conde, que los duques y sus criados y dueñas se quedaron en la casa del de los Alcores, enviando a la posada al naire, al aprovisionador y el resto de los criados que se ocupaban del animal, tras de lo cual se fueron todos a sus casas, esperando impacientes el día siguiente para poder admirar a su gusto aquel fastuoso viajero de las selvas africanas.