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Contenta la duquesa con las palabras que le había referido Sansón Carrasco, y seguida por éste y el escudero, marchó a buscar al duque, a quien halló en compañía del conde, examinando unos caballos que el dueño de la casa estimaba mucho, y allí no tuvo empacho la duquesa en repetirlas, subiéndolas de punto lo indecible.

– Habéis de saber, esposo, que se dice de mí, y es cosa que me da reparo repetir ante tanta gente, modesta, discreta y sencilla como me conocéis tocios, que soy la mujer más hermosa de España y que no igualan mi tez las más lucientes armas de las que hablaba Hornero. Recordadme, doña Rodríguez, que al llegar a casa se le envíe a ese Cervantes uno de los vestidos viejos del duque, con su sombrero y todo, y aquí tenéis no las dos perlas prometidas, sino el collar.

Y ante todos, testigos de su dadivosa naturaleza, se desprendió la duquesa de aquella joya, y se la entregó a la dueña, quien la aceptó con indisimulada reversa, por no saber si aquélla era o no otra más de las burlas de su señora, que acabaría por arrebatarle el collar y el buen nombre, si se enteraba alguna vez de las cosas que de ella iba diciendo a sus espaldas. Después, y esponjada y algodonosa como estaba la duquesa por los que creía los más altos elogios del libro, no dudó en prestárselo a Sancho, pidiéndole no se le pasara ninguno de los comentarios favorables que sobre su persona se dijeran, porque «aunque de fábrica modesta, me gusta saber lo que se dice de mí, por mejorarme si se me censura, o por adobarme de modestia, si tanto se me sahúma, como ahora».

CAPITULO TRIGÉSIMO TERCERO

Más de una semana se quedaron aún los duques en el pueblo, y en este tiempo hubo algunas cosas dignas de mención. Entre ellas, que el duque se pasó casi todos aquellos días con el conde, cazando sus tierras, mientras la duquesa, ausente el duque, se aburría en casa con la señora condesa, una mujer a todas luces mucho más hermosa, cortesana y joven que ella, sin sombra de fuentes en sus piernas, y que no acababa de entender cómo su marido el conde los tenia todavía como huéspedes.

Hay que reseñar, asimismo, que al día siguiente, como anunciaron los duques, llegaron Tosilos y las dueñas desde El Toboso, sin haber conseguido que les acompañara la famosa Dulcinea, y don Quijote se apareció en sueños, o eso creyó, a la duquesa, la víspera de su marcha. En realidad fue esa ideación la que la precipitó, pese a que en opinión del naire el elefante aún seguía desganado y remiso a emprender camino.

Doce días necesitó Sancho para leer el libro. Teresa, que le veía a todas horas que no se le caía de las manos ni mientras comía, lloraba por los rincones, creyendo que Sancho se había vuelto ya rematadamente loco como don Quijote, porque si para ella que hubiese leído uno era una cosa extraordinaria, verle leer el segundo lo encontraba dentro de los fenómenos satánicos, y de su opinión eran sus hijos, a cuyos ruegos hizo oídos sordos el padre.

Y desde luego más le hubiera valido haberle hecho caso en aquella ocasión a su buen amigo el bachiller, que jamás le había mentido. Nunca debió haber leído aquel libro. Qué amargura sintió cuando lo acabó. Todo iba bien, y aun mucho más jocundamente que en la primera parte, hasta que llegó, en efecto, a los episodios en los que se relataba la estancia en el castillo del duque. Y vio, con cuánta crudeza, la crueldad de las gentes para quienes de una manera pura quieren deshacer tuertos, como su amo, o, como él, ganarse limpiamente un jornal y mejorar su vida y la de los suyos. ¿Qué daños les habían hecho don Quijote o él a los duques, para que así los escarnecieran, para que se hubiesen burlado de ese modo de ellos? ¡Todo había sido engaño, todo un escarnio insufrible, todo trazas y añagazas indignas! ¡Y qué formidable fábrica la de aquella casa para destruir y partir como piedras los hermosos ideales!

Leyó todas aquellas páginas Sancho con un peso en el corazón que le impedía respirar, y a menudo debía dejar el libro y salir al corral a meter aire puro en el alma, para poder continuar. ¡Y qué diferencia entre los burladores y el burlado don Quijote, cuando le nombraron gobernador! Con los ojos bañados en lágrimas leyó de nuevo, y parecía tenerlo delante, con aquella voz suya, tan grave y melancólica, los consejos que le diera don Quijote, cuando partió a gobernar la ínsula, creyéndola real, y no ficticia, veras y no burlas de unos señores demasiado ligeros en varear el corazón del prójimo.

AI llegar a este punto, corrió a buscar a su amigo el bachiller, quien al verle con los ojos enrojecidos y en la mano el libro, adivinó la causa, y por no apurarle y comprometerle, excusó de preguntársela.

– Antes de seguir adelante y devolver el libro, querría yo copiar este trozo, para leerlo cuando me viniese en gana y lo necesitase, pero mi letra es todavía torpe. ¿Podría con la suya trasladarlo a un papel?

Se prestó con gusto el bachiller a servirle de amanuense, y leyendo uno y escribiendo el otro, quedó escrito en una cuartilla lo que sigue: «Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y precíate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que, nacidos de baja estirpe, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y de esta verdad te pudiera traer tantos ejemplos que te cansarían. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen de príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se conquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Nunca te guíes por la ley del encaje y del ordeno y mando, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pueda y deba tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblas la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Si alguna vez juzgas un pleito de algún enemigo tuyo, aparta las mientes de tu injuria y ponías en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hagas, las más veces, ya no tendrán remedio; y si lo tienen, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa viene a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera tranquilamente la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no lo trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al culpado que caiga debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de nuestra depravada naturaleza, y en todo cuanto esté de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, resplandece y campea a la vista más el de la misericordia que el de la justicia. Si sigues estos preceptos y estas reglas, Sancho, serán largos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quieras, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma».