– Había ido a Zaragoza a comprar dos yeguas, tataranietas de unas que trajo a España el visir moro de Granada -siguió diciendo aquel Ginés de Mansilla, aquel don Santiago de Pasamonte.
No recordaba tampoco Sansón Carrasco que ese de las yeguas hubiera sido el negocio de aquel don Santiago, sino otro muy diferente de vendegatos, lo cual hizo que no perdiera una palabra de las que decía, ni de vista a Sancho Panza, que a cada instante que pasaba, más y más se mostraba desasosegado e impaciente.
– Muy cerca de Zaragoza, en La Almunia de doña Godina -prosiguió el llamado para Sansón don Santiago y para Sancho Ginés de Pasamonte- conocí a don Quijote de la Mancha, el caballero más loco y admirable de cuantos hoy fatigan los caminos, y a su escudero, el más gracioso de los edecanes.
La sorpresa allí fue general y todos, pendientes de Sancho, le observaban por si éste decía algo, pero viendo que el escudero no decía nada, dejaron proseguir en sus razones al visitante, creyéndolo más que un embustero, como lo creía Sancho, un pobre loco, uno más de los que habían empezado a verse por La Mancha.
– Hablamos de libros de caballerías, de batallas, de gestas armadas, de glorias venideras, de los trabajos esforzados, de sinsabores…Y al enterarse don Quijote que pasaría yo muy cerca del Toboso, me rogó si acaso podía llevarle una carta a quien, en aquel pueblo, era la dama de sus pensamientos, la más gentil de las doncellas, el dechado de toda hermosura, aquella por la que él había llegado a estar treinta noches seguidas sin pegar ojo, en un perpetuo ay, en un perenne suspiro. Así se lo prometí, y al día siguiente me puse en camino hacia El Toboso. No me fue difícil hallar a tal doncella, porque todo el mundo la conocía en aquel pueblo, por ser hija, nieta, biznieta y tataranieta de cristianos viejos y tobosanos, y por haber llegado ya a aquel pueblo noticia de que había un caballero que iba sembrando el nombre de la doncella por el mundo, para gran disgusto de la muchacha que había visto rota su boda con un labrador de aquel lugar a cuenta de las habladurías y galanteos del hidalgo. Y aunque trataron de convencer a este mozo de que aquéllas eran las fantasías de un loco, y que Aldonza Lorenzo, que es como en realidad se llama la doncella, no le había dado pie ni había visto a ese caballero en todos los días de su vida, no pudieron convencerlo, pues se ve que el novio era desconfiado de suyo y dijo: «A otro perro con ese hueso».Yo la busqué, como digo, y la encontré en el memorable instante en que almohazaba un macho. Al oír el nombre de don Quijote quiso tirarme la bruza a la cabeza, por saberlo el causante del estropicio de su boda, y no lo hizo por ver que mis ropas eran de un caballero principal, con aquel herreruelo de terciopelo colorado de tres pelos que llevaba un sombrero volado y esta misma espada que traigo, que salió de casa de Guido Vivar, el espadero de Toledo que le hace las suyas al Rey. Me pareció la doncella tan hermosa y aún más de lo que se ha escrito y dicho de ella, y aunque es de familia pobre y ni siquiera pudo leer aquellas octavas reales que le traía, por no saber leer, y pensando que era la musa de don Quijote, allí mismo se despertó en mí el vivo deseo de hacerla mi esposa. Convencí a su padre para que me la diera, y ella me recibió en sus brazos muy contenta, y hoy somos marido y mujer, yo muy contento por haber cobrado pieza tan esquiva y tanto o más estimada por serlo de don Quijote, y ella feliz viéndose tan mejorada en el casamiento. La boda se celebró en mi pueblo y allí- nos llegaron noticias de que unos señores muy principales que posaban en éste querían ver a Dulcinea, y como por este nombre sólo podía estar relacionado el negocio con don Quijote, aquí estamos de paso, volviendo a El Toboso, donde haremos las tornabodas. Mi mujer espera fuera, y yo me dispongo a oír lo que quieran decirme Vuestras Excelencias. ¿Querrían verla?
Para entonces ya Sansón y Sancho, que ni siquiera habían tenido ocasión para carearse, tenían todo aquello, cada cual por su lado, por un montón de embustes, y los demás no comprendían que nadie fuese tan simple que deseara casarse con una mujer únicamente porque otro la deseaba, ni que la viera hermosa sólo porque el otro así la veía.
Acogió el duque las palabras de aquel hombre con una profunda reverencia, mientras Sancho le cuchicheaba al bachiller, que tenía al lado, y le sacaba de engaños y le decía que aquél no era sino el famoso Ginés de Pasamonte o de Parapilla, el más consumado felón y el peor hablado de los rufianes, de quien tenía ya noticia el bachiller por haber leído la primera parte de su historia, y la segunda.
– También nosotros somos muy adalides del partido de don Quijote -empezó diciendo el duque, después de su reverencia-, y viniendo de paso hacia nuestra tierra, nos entró deseo de ver a quien un caballero como él ponía en los cuernos de la luna por su hermosura, su cortesanía y sus donaires. Nos la encontramos casada, y no nos queda sino gozarnos de ello y daros todos los parabienes. Ahora bien, caballero, querría saber, y los aquí presentes conmigo, si no teméis que don Quijote, enterado de esa felonía de Dulcinea, venga y os rete, o se quite la vida, o entre en un monasterio, privándonos a todos de sus aventuras.
– No debería hacer nada de todo ello -respondió el impostor-, sino mostrarse como buen perdedor y reconocer que su prenda me la llevé yo, y que a mí se me conocerá ya eternamente como el Lanzarote de esta Ginebra de secano. Así pasaré a las galerías eternas de la fama. Y si la fama no se bastara para vocearlo, yo pienso contarlo, pues habéis de saber que he escrito ya con estos pulgares un libro con mi vida, que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos se han escrito o se escriban de aquel género, y en él se contará cómo vencí a don Quijote donde más daño podía hacerle, que era conquistando a la dama de sus desvelos y de su desesperación, razón de su vida y razón de sus aventuras y conquistas.
Salió don Santiago a buscar a su esposa, saltó de su asiento Sancho con los puños en alto, y juró que allí mismo desenmascararía a aquel embustero y ladrón y que luego llamaría al regidor para que lo sepultara de grillos y prisiones y lo volviera a mandar a galeras, como correspondía a un penado tan alborotado como él y sin peligro ya de que ningún loco don Quijote fuera a libertarlo de nuevo.
Pidieron los presentes a Sancho aclaraciones, y las dio, en pocas palabras, contando lo que ya sabían todos acerca de quien únicamente podía obrar como lo hacia por especial enemistad con don Quijote, si bien nadie comprendió las razones por las cuales aquel hombre que había conocido al verdadero don Quijote, a quien debía su libertad, se había pasado al partido del falso don Quijote, vengándose del primero al casarse con Dulcinea.
Volvió al poco rato el ya desenmascarado Ginés de Pasa-monte. Le acompañaba una moza garrida y atezada, a cuyo rostro asomaban todas las jornadas que había consagrado ella a las labores al aire libre. Parecía de hasta treinta y cinco años y mayor, por tanto, que su recién estrenado esposo. Venía pintada de una manera grotesca, con tanto albayalde en el rostro y tanto arrebol en los labios y las mejillas que parecía una cortesana. Vestía con ropas suntuosas, y éstas ni se acomodaban a su persona ni favorecían sus ademanes, que se envaraban en aquella saboyana. Tampoco disimulaban que era moza de las de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, capaz de tirar una barra como el zagal más forzudo, y con una voz que podía oírsele a inedia legua, cuando a requerimiento de los duques declaró quien era, no podía acallar de dónde había salido.
– Yo soy la verdadera Dulcinea del Toboso, como puede verse, y no ninguna de las falsas y relamidas, que según tengo entendido, y me ha declarado mi señor marido, empiezan ahora a propalar por esas tierras. Pues Toboso no hay más que uno y Dulcinea no hay más que yo. Y para dar crédito de ello, ha pensado mi señor esposo abrir en El Toboso un mesón donde todos los caballeros que allá llegan mandados por don Quijote con sus misivas, puedan hospedarse.