CAPITULOTRIGÉSIMO QUINTO
No durmieron aquella noche los duques, y tanto miedo les quedó, que ni siquiera se atrevieron a principiar el capítulo de los reproches, los agravios y las afrentas, dando por verdadera aquella visión, y más cuando preguntaron a los criados a la mañana siguiente si acaso no habían oído los alaridos que ellos habían dado, pidiendo amparo, o el estrepitoso caminar de don Quijote con sus armas.
Ninguno, según confesaron uno por uno y el primero de todos el gran Tosilos, había oído nada, y la duquesa, que quiso comprobar la cerradura de su aposento, no acababa de explicarse cómo ella no había podido abrirla para salir, y sí, y tan sencillamente, entrando y saliendo, el fantasma de don Quijote, dando en creer que don Quijote, como los fantasmas, no había abierto la puerta, sino que la había traspasado.
– Mira -le advirtió a solas su marido- que el miedo pone tales ojos al cuerpo que éstos llegan a ver figuraciones.
– Si fue una figuración o no, dígalo vuesa merced. Bien quedo se estuvo, y a mí hubieran podido matarme y vos no hubieseis hecho nada, y de haber sido de niebla aquella espada no la habríais notado en el pecho, como así me dijisteis que estaba de buida. Para mí aquél fue el fantasma verdadero de don Quijote y una advertencia del cielo, esposo mío, para que nos arrepintamos de estas vidas empecatadas. Nos ha anunciado la muerte, y yo desde hoy voy a llevar vida pía.
– Lo que es a mí, ya no vuelven a verme de caza ni los gazapos, y me río yo de todos los jabalíes.
Pero no se reía el duque, que renunciaba allí a lo que más le gustaba en este mundo, que era el ejercicio de la caza, excusa para multiplicar el número de sus bastardos, y dio la voz de levantar el campamento y salirse del pueblo, hubiera o no llegado el conde.
Así se hizo. En tres horas todo estaba listo, y aunque el elefante no vivía sus mejores días, logró el naire ponerle en pie con la ayuda de un atizador muy persuasivo.
Nadie comprendió tanta acucia en quienes tanto se habían demorado en el pueblo, pero tampoco preguntaron la razón de ella, porque no eran costumbre las inquisiciones a señores tan principales sobre el porqué de sus actos.
Cuando llegó el conde y halló la casa desocupada, preparó él mismo su partida y sin atender a nada, se salieron aquella misma tarde hacia la Corte.
Al siguiente día, y también hacía Madrid, lo hicieron el bachiller y Sancho Panza, caballeros en dos de las magníficas muías del conde.
No se cansaba Sancho de que el bachiller le contara una y otra vez aquella burla dada a los duques, y sólo lamentaba el no haber estado presente para haberla saboreado a su gusto.
– Los doscientos ducados hubiera dado de muy buena gana por ver todo aquello que decís, y a vos, vestido de don Quijote. Y hablando de dineros -continuó diciendo Sancho- he de deciros algo. La vida es corta, hoy estamos aquí, y mañana allí, un día bebemos el buen vino y al otro criamos las malvas del cementerio. ¿Os acordáis del moro Ricote, el tendero de nuestro lugar?
– ¿Cómo no he de acordarme? ¿Olvidas que yo también he leído la Segunda parte de la historia? Tristes jornadas aquellas que llenaron de pesadumbre y lágrimas a España, y a todos los de su nación.
– Pues ya sabe cómo lo encontramos en traje de peregrino, volviendo envuelto con una partida de romeros tudescos, por que no le descubrieran. Y allí me dijo que venía a nuestro pueblo a desenterrar unos tesoros que no había podido sacar en su primera salida, y a encontrar a una hija. Me contó que había vivido en Alemania, donde pudo hacerlo con más libertad que aquí, porque sus habitantes no miraban en muchas delicadezas, pues cada uno vive en aquella tierra como quiere, con libertad de conciencia. Pensaba sacar esos tesoros y volver a donde se los dejarían disfrutar sin preguntarle si era o no su linaje más o menos rancio o si adoraba o no a Alá. Halló la hija en Barcelona, como sabéis, la víspera de que vencierais a don Quijote siendo el de la Blanca Luna. Llevaba ya entonces los tesoros, pero lo que no se cuenta en la historia, bien porque no se acordara de ello el fantasma de Cide Hamete o Cervantes, bien porque Ricote lo llevara tan en secreto que ni el historiador pudo alcanzar aquel tan oculto pensamiento, lo que no se cuenta, digo, y vos no sabéis, es que me confió que había desentrañado todos los tesoros, menos uno, por entrañar el hacerlo algún peligro de ser descubierto, al hallarse metido éste en un pozo junto a un camino muy pasajero. A mi vuelta he pensado desenterrarlo, dárselo a mi Teresa para tener su boca contenta y ponerme a serviros como escudero, si acaso quisierais tomarme a vuestro servicio, que un hombre como vos ha de tener cerca un criado como yo, con tanta experiencia de la vida. Don Quijote estaba loco, pero ni vos ni yo lo estamos. Y él hizo por loco cosas que acaso sólo les estuviera reservadas a los cuerdos, porque este mundo no han de arreglarlo las locuras de uno sino Lis corduras de muchos. Cuando empezó, él era uno, y vos y yo ya somos dos. No hay sino que salir mundo adelante, andar y ver, para darse cuenta de cómo van los famosos tuertos que decía mi amo, que con mirarlos muchos ya se enderezan de suyo, dando a entender con ello que si no lo habían hecho era por falta de cuidado y atención, y socorrer huérfanos, menesterosos, pobres, viudas, estropeados, doncellas desvalidas las más de las veces se consigue poniéndose uno a su lado, haciéndose ver, de la misma manera que no hay que hacer mucho en un gallinero sino estarse en él para que el raposo no lo avasalle, y estarse despierto junto al rebaño para que el lobo no se atreva a atacarle. Hace dos días vos acabáis de hacer vuestra primera aventura, y saber que van a quedar socorridas cincuenta mujeres burladas y otros tantos muchachos huérfanos de su padre, tiene que enorgulleceros. En una sola noche habéis hecho vos, señor bachiller, más que en toda su vida hiciera el pobre don Quijote con toda su brega andantesca. Pues si es muy necesaria la locura para emprender según qué empresas, sólo puede coronárselas con un poco, y aun un mucho, de juicio. Al morir don Quijote yo era uno y hoy soy otro. Nunca pensé que algo así a un hombre barbado como yo pudiera ocurrirle. He visto mundo, me han manteado, apedreado, apaleado, robado y hambreado a lo largo y lo ancho de los caminos, pero fui libre. Mientras lo era, no supe que lo fui; murió mi amo, y con él mi libertad. En nuestro pueblo me ahogo y quiero alcanzar el colmo de los caminos, que es la libertad. Quiero a mi mujer y quiero a mis hijos, y dicen que el casado casa quiere, pero si me quedo con ella, me moriré como se murió don Quijote de melancolías. Quien conoció la libertad un día no puede ya vivir ni medio sin ella, y cuánto menos, toda una vida. Anímese, bachiller, vista sus armas y salgamos de nuevo al mundo.
Sansón Carrasco le oía más curioso que divertido, pues veía que en todo aquello de lo que hablaba Sancho estaba puesta su alma.
– ¿Y cómo quieres, no creyendo en caballerías, que me calce de nuevo la celada y enristre la lanza? ¿No sería mejor ir los dos vestidos de calle o de camino?
– Sería una insensatez, porque el tiempo que yo serví a don Quijote vi que muchas veces hizo prevalecer la fuerza de su razón por la razón misma, pero muchas otras la impuso únicamente la razón de su fuerza, y así si aquel con que vas a contender o disputar una cuestión os ve la espada al cinto, se sujetará más que si piensa desmandarse. Vos habéis vestido ya por dos veces las armas, saliendo a vencer a don Quijote. ¿Quién o qué cree vuestra merced que convenció al duque de que habrá de dar todas esas limosnas? ¿El discurso de sus armas, o las armas de su discurso? Si yo hubiese nacido tal que manejase la espada como el azadón, contad con que no os estaría pidiendo nada, y sería en un cuerpo caballero y escudero. Y a nadie mejor que a Cervantes podemos preguntarle. Él, que escribió la historia de don Quijote y la mía y la vuestra, al menos hasta el día de hoy, como quien dice, nos dirá qué nos conviene más, y siendo como parece por lo escrito un hombre ecuánime, su consejo será nuestro mejor amigo.