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– Sancho -le respondió el bachiller, que tenía en ese momento el pensamiento puesto al mismo tiempo en aquella vida caballeresca y en Antonia-, Sancho amigo, no creo que fuese una buena idea salimos tú y yo a partir el campo ni a deshacer los tuertos de la vida. Tú lo has dicho. Has leído los dos libros como yo los leí. En el segundo se cuenta, como has dicho, mis dos salidas, para vencer a don Quijote. En una me venció él y en otra le vencí yo. Pero ¿no te has preguntado por qué los cronistas de la historia no dicen nada de mis viajes? Cuatro días tardé en dar con vosotros en aquel bosque. Y más de un mes, la segunda, hasta que al fin me encaminaron las informaciones a Barcelona. ¿Crees que fueron los encantadores quienes me soplaron vuestro paradero en los oídos? Salí e iba preguntando a unos y a otros. Iba siempre vestido con aquel disfraz, y muchos me tomaban por loco. Preguntaba a unos y otros, por daros alcance. Busca tú un loco en España. Eso es más difícil que hallar una aguja en un pajar, no porque sólo haya uno, sino porque hay tantos que se confunden unos con otros. Anduve de aquí para allá, como lanzadera del telar, y de venta en venta, y preguntando fui siguiéndoos la pista. La primera vez fue sencillo porque os topé cerca de nuestro pueblo. Pero volví a casa, me vendaron las heridas, me reposé, y el azar quiso llevarme de nuevo a la casa de don Diego de Miranda, y la suerte propuso, otro día, después de haberos perdido el rastro, que me tropezara con alguien que había estado en las bodas de Camacho, y me contara que allí habías ido al pueblo de Basilio el pobre, donde alguien me llevó hasta aquel primo del licenciado que os mostró el camino hasta la Cueva de Montesinos, y que tan admirables cosas me dijo de aquel viaje, y cerca de allí di con el castillo de los duques, que me tuvieron una semana, acaso porque creyeron que yo era otro loco de remate como don Quijote, y allá pensaron endosarme algunas burlas, si no fue porque pude pararles los pies a tiempo. Fue entonces cuando me hice gran amigo de Tosilos. Y también yo caí en manos del bandido Roque Guinard y fue el nombre de don Quijote la ganzúa que abrió la puerta de aquellas prisiones, sin costa ninguna ni otros diezmos. Llegué a Barcelona, vencí a don Quijote y volví al pueblo, parándome en el camino para dar la noticia a los duques. En el viaje, como en todo viaje, sucedieron historias curiosas y de mucho entretenimiento. Y a esto voy: ¿te has preguntado, Sancho, por qué ninguna de ellas las recogió en su crónica el historiador, ni Cervantes quiso averiguarlas? Porque no sólo han de suceder para que merezcan la gloria de ser recordadas, ni todos tenemos la gracia de saber contarlas ni encontraremos tampoco a muchos que quieran oírlas. El mundo precisaba un don Quijote, y lo ha tenido. Ya has visto a dónde llevan las imitaciones. Si me apuras, diré que el mundo necesitaba incluso un Sancho Panza, y un Sansón Carrasco, y todos y cada uno de los que se mencionan en la historia, o de los que ni siquiera se mencionan. Hasta de duques necesitaba, y la vida fue a servirlos entre los más tontos que pudo. Porque la verdad la hacemos entre todos, y no hay vida de pocos que no la hagan muchos, ni vida de muchos que no se sustente en pocos. Pero está cada cual encajado en su lugar, y no ha de querer la falda de la loriga ser el peto. Nunca segundas partes fueron buenas, y que cada cual se esté en lo suyo.

– Es posible que las cosas sucedan como vuestra merced dice, y las personas van cambiando. Don Quijote fue loco y murió cuerdo, yo era simple y acaso lo soy menos, y vos mismo dudáis ahora si venciéndole a don Quijote hicisteis lo que mejor se acomodaba a nuestra vida y a la buena gobernación de nuestra patria. Hágame caso y vayamos a correr el mundo.

– Don Quijote salió por el estrechísimo camino de las armas a conquistar el muy inexpugnable castillo de la Fama. Yo, Sancho, ni quiero andar ese camino m me preocupa la Fama. En nuestro pueblo he dejado a mi esposa, y de ella espero un hijo. Cometería gran infamia, abandonándolas ahora a su suerte, por buscar lejos lo que tengo al lado, o sea, la dicha. Viviré mi vida y moriré y acaso durante un tiempo mis hijos y mis nietos me recuerden con amor y constancia, y luego el inconstante tiempo todo lo borrará.

Pensó el bachiller que Sancho le preguntaría algo sobre su casamiento, pero viendo que no y pensando que acaso no se atrevía a hacerlo, fue el propio Sansón quien le dijo…

– ¿Y no vas, Sancho, a preguntarme nada de lo que acabo de contarte de mí y de Antonia?

– No, porque lo sabíamos.

– ¿Lo sabíamos?

– Todo el pueblo. Desde hace dos meses no se habla de otra cosa, pata desesperación de muchos mozos, como Cebadón que al parecer se había hecho otras composiciones.

– ¿Cebadón? ¿Y quién le ha dado a ése vela en este entierro?

– Ah, yo no sé. Pero quería decir que todos lo sabíamos.

– Lo sabrá todo el pueblo, menos mis padres, te aseguro.

– Suele pasar. La gente sólo ve y sólo escucha lo que quiere ver y oír.

Iban las muías a muy vivo paso y sin sentirlo ya avistaron el bachiller y el escudero tras una larga alameda, riberas del Manzanares, las torres famosas de Madrid y sus alcázares.

Sancho se había quedado meditando en sus cosas, y al fin habló.

– A mí, en cambio, señor Sansón, parece estar royéndome ese gusanillo de la Fama, y no me resigno a dejarla pasar, y no tanto por la Fama, como por sentirme sólo a medias, que algo me dice que si los siglos venideros y el presente ya tienen noticias de un Sancho porro, yo me siento obligado a darles un nuevo Sancho, si no sabio, sí, al menos, prudente.

– Con lo que has hecho hasta aquí, va a sobrarte Fama, Sancho.

– No digo yo que no, pero los muchos trabajos de don Quijote han quedado a medio hacer, y habrá que terminarlos.

– Habrá. Pero las cosas de este mundo quedan a medio terminar siempre cuando uno muere, y de ahí se dice que necesitaríamos dos vidas, una para hacer las probaturas de la vida, y otra para vivirla.

– Pues cuente que con don Quijote hemos hecho las probaturas. Nos espera pues la vida.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEXTO

Dejaron las muías en la posada llamada del Peine, en la calle Postas, cerca de la Puerta de Toledo, y marcharon sin demora de tiempo a buscar a Miguel de Cervantes.

Iban intrigados los dos amigos por conocer a quien tan bien parecía conocerles, no habiéndolos visto nunca, y pensando que de la misma manera que don Quijote se enamoró hasta las cachas como suele decirse, y de oído, puede uno conocer a un prójimo también de oído, sólo por las cosas que de él haya referido la fama.

No tenían modo más derecho que encaminar sus pasos a la casa del impresor y librero Cuesta, que había estampado las dos partes del libro, y lo hallaron en su nuevo taller de la calle San Eugenio, en un mechinal, corrigiendo unas sucias galeradas.

Se alegró mucho Juan de la Cuesta de conocer a personajes tan importantes de la historia, y les llenó de atenciones y cortesías, hizo traer dos sillas, y los sentó frente a su mesa y fue él mismo a buscar un ejemplar de la Segunda Parte , que les mostró.

Le contaron Sansón Carrasco y Sancho Panza que no sólo sabían de su salida, sino que la habían leído ya, y que la hallaban aún mejor que la primera, y le agradecieron con efusivos modos haber dado a conocer una historia tan bien traída.

– Los parabienes, señores, deberíamos en primer lugar dároslos todos a vuesas mercedes, como hace el público con los comediantes cuando acaban su representación; y en segundo lugar a Miguel de Cervantes que tuvo la suerte de encontrar la primera parte en el Alcaná de Toledo, y el tesón de pasar la segunda a limpio, ordenarla, pulirla y traérmela con las informaciones que de unos y de otros, hasta donde yo sé, ha ido recogiendo estos últimos meses, cosa que no debió de costarle mucho porque por todas partes se habla ya de esa historia, pero sí fatigarlo lo indecible, pues ya entonces el hombre andaba muy enfermo y no solía dejar el lecho. Por eso nada me entristece más que deciros que no podréis dárselos a Cervantes, porque no hace ni tres meses que lo hemos enterrado y no tenemos lágrimas bastantes para llorar al primero de los ingenios españoles, como confirma el hecho de que muriera pobre y dejado de la mano de Dios y de los pocos amigos que le quedaban, que lo asistimos hasta el final y le socorrimos en lo que pudimos. Miren en aquellos rimeros, ya compuesto en unas partes e impreso en otras, el último libro que me dio: Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Con qué ilusión esperaba su salida, y como ya han leído la Segunda Parte , sabrán que allí decía que este Persiles había de ser o el más malo o el mejor que se hubiera compuesto en nuestra lengua, entre los de entretenimiento. Y sabiendo yo que no es malo, sólo puedo decir que es el mejor. Sólo faltaban las tasas, las aprobaciones y este prólogo suyo, que ahora corrijo. No le quedaban fuerzas para respirar ni dolores que conocer, y aún raspaba en lo más hondo de sí donosura con que levantarnos a todos el ánimo, escribiéndolo. Léanlo, y verán que nadie ha dejado este mundo con el ánimo más entero.