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Antes de despedirse del impresor, preguntó el bachiller a Cuesta si recordaba el día exacto de la muerte de don Quijote, pero ése era un extremo del que no pudo informarles.

Llegaron en cinco minutos a la casa a la que les había encarrilado Cuesta. Al contrario que la que habían tenido hasta hacía bien poco en la calle de las Huertas, antigua y lóbrega, la nueva en la que vivían aquellas mujeres en la calle del León no era más luminosa, pero sí recién hecha.

Encontraron en el portal a una mujer que resultó serla del propietario de la casa, un escribano llamado Martínez.

– ¿Por quién vienen ustedes preguntando? ¿Las Cervantas? Es esa puerta.

No se les escapó a los dos amigos si drama que encerraba aquel sonsonete. Las Cervantas. Nada sabían, desde luego, de la dura -y larga brega de las hermanas de Cervantes, tantos años enredadas con los hombres y sus promesas, engañadas y engañantes, ni de los pesares de la bastarda Constanza, ella misma engañante y engañada, ni los de la bastarda Isabel, a quien tú la vida ni los hombres habían tratado mejor. Pero todo quedaba declarado en aquel… ¡las Cervantas!

Llamaron donde les había indicado la mujer del escribano, que no se recataba en mirar con descaro desde la calle las trazas de Sansón y Sancho Panza.

Salió a abrirles María, la criada. Doña Catalina, como la llamó, estaba en casa. En casa se encontraba también Constanza, sobrina de Cervantes, y no esperaban a Isabel, su hija. Mandaron a la criada a que la avisara. Tardaría unos minutos. Vivía allí al lado, en la calle Cantarranas.

Cuatro eran los aposentos que tenían alquilados al escribano Martínez, que en aquella misma planta baja tenía su escribanía. Aposentos angostos y tristes, sin confortes, con las paredes recién blanqueadas y desnudas. Se veía, desde la entrada, la puerta abierta de una cocina tenebrosa. La hedentina era grande. Olía toda la casa al bodrio que se cocía en un anafe y a vinagrillo, y parecían meterse dentro todos los ruidos de los coches y la grita que hacían de aquélla una de las calles más ruidosas de Madrid.

Les pasaron al que parecía principal aposento, uno con ventana a la calle, donde había un bufete, otro pequeño contador, sobre su mesa, y en la pared el retrato de un hombre viejo, de mirada melancólica, barba rala, boca sumida y nariz fina, corva y proporcionada, vestido de negro y con una lechugilla escarolada sin planchar. Planchadas, en su tabaque de mimbres blancas, una camisa blanca con puntas de randas y una basquiña de tela parda.

Se sentaron las tres mujeres y frente a ellas Sansón Carrasco y Sancho Panza. De alguna parte salió un gozque, cruce de mandarín y rata, cariñoso y alegre, que se puso a lamer las viejos zapatos de Sancho. Hubo que mandar a María a pedir una silla en la escribanía, porque no la había en casa. Nadie se arrancaba a hablar.

Catalina era una mujer de unos cincuenta años. Cincuenta, poco más o menos tendría Constanza. Las dos eran mujeres avejentadas, tristes, descoloridas. No entraba en aquella casa el sol por ninguna parte. Sancho, acostumbrado al aire libre, se ahogaba allí dentro. No le gustaba Madrid. Catalina vestía una saya negra y tocas negras. Tocas negras y una saya negra vestía también Constanza. Una era delgada, y la otra crasa. Catalina tenía la mirada vidriosa e inexpresiva de ciertas mujeres estériles. Constanza aún no había perdido los vestigios de su belleza, aquella primitiva lozanía que la hizo rodar entre los brazos de tantos hombres principales, nobles, ricos. Viendo juntas a las dos mujeres, se sabía que todo lo tenían hablado ya entre ellas, envidiado, reprochado y callado.

Expresó su pesar el bachiller Sansón Carrasco, en nombre propio y en el de Sancho, por la muerte de Cervantes.

Recogieron el duelo las mujeres con una leve inclinación de cabeza, y por hacer tiempo el bachiller quiso saber si aquella mesa era la misma en la que Cervantes solía trabajar. Sí era, respondieron las dos mujeres al unísono. La criada ni se molestó en la confirmación.

Llegó al fin Isabel. Era una mujer extraña, aventada, intemperante. Pequeña, delgada, vivaracha, de ojos alucinados y labios finos. Se desprendió de un capotillo pardo, y mostró su vestido, de un lujo algo ajado, con un corpiño de terciopelo azul, camisa alta y basquiña, así como un collar de perlas de dos vueltas. No era hermosa, y un atravesado e incontenible visaje azotaba su semblante haciéndole levantar una ceja y plegar el rincón de la boca.

Se asombró de ver a aquellos dos hombres de aspecto tan desigual en su casa. Los tomó por un alguacil y su criado. Se asustó; tenia pleitos por todos lados. Ya estaban todas.

– Me llamo Sansón Carrasco y éste es Sancho Panza, que sirvió como escudero a don Quijote.

Celebraron mucho las mujeres que hubieran venido a verlas, e Isabel de Cervantes quiso saber si también el señor Sansón Carrasco formaba parte de la historia que había contado su padre. Le sonaba el nombre de Sancho Panza, pero no el de Sansón Carrasco. No, no había leído aún el libro en el que su padre los había sacado. Había tenido otras cosas en que ocuparse, pero declaró que ya sentía ganas desde hacía tiempo de leer lo que tantos le ponderaban por todas partes. La conversación se envaraba. Sansón, después de algunas generalidades y menudear sobre las cosas del pueblo, cedió la palabra a Sancho, para que éste formalizara la donación de aquellos dineros que traía. Sancho les contó cómo leyendo la aprobación del licenciado Márquez Torres y conociendo los aprietos por los que atravesaba la vida de Cervantes y que se hallaba éste muy sin dineros, habían venido a traerle doscientos setenta ducados que don Quijote había dejado en su testamento para tal fin.

Improvisó aquello Sancho sobre la marcha, por entender que aquellos dineros serían mejor recibidos de una herencia que de la mera caridad, y sin pensar que malamente hubiera podido don Quijote enterarse de lo del licenciado Márquez Torres, ya que aquél murió antes de que éste hiciese pública su información, pero ninguna de las mujeres ni aun el avisado Sansón Carrasco pareció percatarse de aquel anacronismo.

Sacó de la faltriquera la bolsa con los cuartos y se la entregó a Catalina, no sin antes sorprender en la mirada de Isabel el estilete de la codicia.

Constanza y Catalina conocían al licenciado MárquezTorres, no así Isabel, aunque ninguna de las tres parecía haber leído tampoco su aprobación. Catalina y Constanza parecían, cu cambio, conocer bien la vida de Sancho, a quien preguntaron por su mujer y sus hijos, lo mismo que preguntaron al bachiller por sus padres, y celebraron que éste se hubiera casado con la sobrina de don Quijote, por lo que le dieron los parabienes.

En unos minutos, quitándose la palabra de la boca, relataron las mujeres todo el rosario de privaciones, necesidades y calamidades que azotaban sus vidas y que sacudieron los últimos días del que fue marido de una, tío de otra y padre de la más joven.

– Mientras vivieron mis cuñadas -dijo Catalina-, nos ayudaron. El obrador de costura que con ellas teníamos estaba muy solicitado. Murieron ellas, despedimos a las labranderas, y empezó la quiebra. Los negocios de mi marido nunca marcharon bien ni él fue habilidoso ni supo llamar a las puertas que debía ni escoger sus amigos, que le robaron, engañaron y entramparon. Vivimos con lo poco que a mí me queda en Esquivias lo poco que no se llevaron sus malos negocios o que supe resistirme a darle y lo poco que me da mi hermano don Francisco. Tampoco supo mirar lo suyo, y así como otros logran vivir de las comedias, él no sacó de las suyas más que sinsabores, envidias y malogros, y no harto con su poca suerte, aún encontró ánimos para regalar a autores más jóvenes argumentos y versos con los que ellos medraron, sin acordarse de agradecérselo.